No hubo llantos ni tampoco
dolor, un nuevo ángel había nacido. Tampoco hubo madre que le acurrucara en su
regazo ni padre que esperara con ansiedad su llegada. Pero desde luego hubo
amor. Todo aconteció de la manera más bella y radiante como la luz del crepúsculo
al amanecer. Tan solo el destello de una intensa emoción, eco que retumbó en el
universo y el ángel se creó.
Su
alma, esencia de todo inmortal, nadó en un mar de energía donde cada ola
traspasaba su esencia y experimentaba una nueva y distinta emoción.
No
estaba solo, existían otras entidades idénticas a él que crecían con el sabor
de cada sentimiento. Llenando el vacío de la fría y oscura realidad que era
entonces el universo. Un hondo negro manto sin astros ni constelaciones, sin
belleza.
Aquellos
entes abstractos que eran los ángeles fluían en la soledad del cosmos en
compañía de sus intensas palpitaciones que originaba el ser.
Todos
los ángeles se enlazaban entre sí como una red mística que crecía en intensidad
y vigor dando forma al universo. Sin embargo nuestro ángel, permanecía aislado
del resto. Muchos ángeles habían intentado la unión con él pero existía una
fuerza que terminaba desgarrando la unión espiritual y el ángel continuaba
solo. Lo extraño era que aquella fuerza procedía del mismo ángel. Una fuerza
que emergía dañina para los demás seres. La unión con él significaba
experimentar una constante lasitud y dolor sufriendo el más vacío de los
sentimientos. De modo que el ángel vivía igual que nació, solo. La compañía de
los demás terminó atormentándole temiendo destruir los mismísimos cielos.
Mientras
los demás crecían en armonía y felicidad alcanzando la madurez de la
realización, el ángel abrió un nuevo nexo en la realidad que duplicaría sus miedos
y sus cada vez más diminutas esperanzas. Cayó en una prisión inmaterial, en el
fantástico mundo de las ensoñaciones donde se refugiaría de la verdad del
cosmos.
Allí en aquel inhóspito lugar acrecentó su
odio hacia el resto de seres. Veía desde aquel
apartado mundo como los demás ángeles crecían en madurez y traspasaban
la realidad espiritual convirtiéndose en la luz estelar que alumbraba los
cielos. Una torrencial lluvia de estrellas que adornaba el universo. Pero
nuestro ángel continuaba recluido del fulgor de la belleza.
Hasta
que tras siglos de soledad comenzó a ser consciente de una idea. De una
maravillosa presencia que los demás ángeles cegados de felicidad no alcanzaban
a comprender. Supo del auténtico
significado de la red mística y vio con mayor claridad y belleza que cualquier
ser la figura de una Diosa. Aquella divinidad significaba el primer rayo de sus
casi desvanecidas esperanzas y comenzó a idolatrar a la Diosa.
Al
principio estaba maravillado pues creía en un propósito para su dolor tras
existir tal magnificencia y milagro. Su
rostro era el mayor regalo que podían ofrecerle sus ojos y observarla limpiaba
sus turbias emociones pues se crecía con cada tramo de su perfección.
Cayó
enamorado de la Diosa, pero tantos años de rencor y sufrimiento convertían su
amor en un capricho. La adoraba como nunca nadie había adorado a un dios y
cuanto más la idolatraba más la deseaba para él solo. ÉL se creía merecedor de
su amor pues solamente él se había percatado de su existencia y ello creía darle
un absoluto derecho a poseerla.
De
todo esto se dio cuenta la Diosa y tras ver a través de sus oscuros
sentimientos decidió castigarle. Provocando un gran desgarramiento en el
universo.
De
un mundo infinito y sin límites le condenó por su egoísmo a la finitud de la
muerte, a vagar sin estrella que le guiase, con forma y mente a través de la
constante e incesante búsqueda y a la vez inalcanzable ansia humana de la
perfección.
Sin
embargo para la sufrida alma de nuestro ángel significó un consuelo y una
bendición de su amada Diosa.
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