Existió
largo tiempo atrás en los confines de la tierra un imperio que brillaba por su
esencia resplandeciente bajo los cálidos e infinitos mares donde emergía
triunfante el sol. Sus habitantes todas las mañanas labraban unidos la tierra que
ellos mismos cultivaban y el amor florecía en sus bellos y extensos campos. Por las tardes después del glorioso banquete que
disfrutaban alegres, entre radiantes sonrisas, mientras saciaban su apetito,
celebraban con melódicos cánticos su pasión por vivir. La música adornada con
sutiles versos, incitaba sus emociones que fluían como torrentes sobre sus copas
y enérgicos bailaban, brindaban, bebían el jugo de la vida y los enamorados se
fundían en un solo cuerpo. Así
transcurrían los felices días prosiguiendo por la noche hasta que todos
descansaban cada uno junto su familia en sus hogares. Complacidos todos ellos
por el milagro que les resultaba la existencia. Ciertamente todos dormían relajados, con sus
ojos cerrados a las tenebrosas tinieblas de pensamientos que flotan sobre la
lúgubre atmósfera de la noche. Acechando a la desafortunada alma sentada en su
trono imperial desde lo alto de una colina y reflejando la luna la palidez de
su rostro. El emperador, situado en el centro del templo hacía constantemente
de vigía de los insondables límites de su imperio. Él era una persona de una
gran cultura e infinita sabiduría, con amplios conocimientos de geometría,
política, sorprendente dominio de las artes en general y una pródiga
inteligencia que desenvolvía en el conocimiento abstracto de la metafísica para
el entendimiento del universo. Una persona de ciencia casada con la mujer más
hermosa de su reino a la que él tanto amaba y añoraba en cada instante que no
se encontraba a su lado para respirar la fragancia de su perfume. Para los
habitantes era respetado y querido por todos, reconocido como un emperador
justo y sabio, no obstante, al igual que muchos famosos sabios que en un futuro
existirían, padecía el mísero don de la duda y el infortunio de aun conociéndolo
todo cuanto su intelecto lograba abarcar, era incapaz de ahondar más profundo
en el misterio que resultaba para él la existencia. Parecía saberlo todo y
servirle de nada. Así pasaba despierto todas las noches, cargando por encima de
sus ojeras la pesadez y el taciturno matiz que reflejaban sus pupilas a la
oscura amplitud del despersonalizado paisaje ante sus ojos álgidos. Cuando se
dispersaba de sus preocupaciones distanciaba su mirada a los astros y los unía
en su imaginación fallando en el intento de dibujar su nombre y silueta en las
estrellas. Tan paralizado permaneció en su trono y tanto se abstraía en las
bocanadas de su pensamiento que comenzó a percibir del mundo tan solo el
incensario aroma de sus delirios que circundaban en su razonamiento. Tras una
honda angustia e inevitable frustración arrimado a su asiento, empujado por el
temor de sus insignificantes móviles recuerdos, logró atisbar un ápice creativo
a su locura ordenando construir a los ciudadanos de su imperio, para él, un
péndulo gigante. Los habitantes accedieron y le construyeron el péndulo pues
jamás el emperador había exigido orden alguna a su pueblo y lo consideraron un
trofeo como reconocimiento y gratitud de
una merecida paz tras años de incesantes batallas. El péndulo debía de medir
unos 20 metros de largo y la esfera que colgaba del techo de su templo era de
un gran tamaño. El material con que había sido construido era de un metal
plateado que brillaba bajo la luna reflejando su rostro. El péndulo oscilaba su
movimiento circundando de un extremo al otro, como pulsaciones de un latido
silencioso sobre el oscuro vacío de la noche, mientras el emperador abrumado
seguía su recorrido con los ojos. Distraído de sus confusos deberes.
Finalmente
tras varias noches de insomnio con la mirada perdida en los incoherentes pulsos
que marcaba el péndulo en el aire, el emperador, finalmente comprendió. Le
bastó con ver la esfera friccionar con la atmósfera y golpear el vacío al ritmo
en que latía su apenado corazón. Fue en ese instante cuando tras medio siglo de
vida supo de la insignificancia de su deber para con el mundo. Una última vez rozó
el péndulo las minúsculas partículas del aire y se derramo el emperador entre
un mar de cristalinas lágrimas. El suelo de la tierra comenzó a temblar
fuertemente. Los edificios de los hogares se quebraron y las montañas se
dividieron fragmentándose aquel glorioso imperio en abandonados retazos de un
caótico recuerdo. Desprendiéndose el árido terreno sobre el que se erguía el
péndulo, para terminar hundiéndose sobre las profundidades,
bajo lagunas del eterno olvido.
No hay comentarios:
Publicar un comentario