El universo
era una infinita ciénaga donde imperaba la oscuridad y el silencio. Sus
pantanos humeaban el vacío de la existencia y su oscuridad era el viento
silencioso. Sus árboles eran como sombras sinuosas que susurraban con el
movimiento del aire. Sin embargo, aquellos árboles daban frutos que brillaban
como puntos de luz sobre la región del espacio. La extensión de la ciénaga se
prolongaba tanto como huecos pudiese llenar la existencia. La ausencia flotaba
como niebla que abrigaba de tristeza aquel pantanoso bosque de tiniebla. Las
copas de los árboles se juntaban y de ellas nacían nuevos árboles con nuevos y
brillantes frutos. Formando infinitas superficies en un espacio de esferas de
luz que colgaban de los árboles fantasmales. La sombra abrazaba al dolor de no
sentir, a la carencia del movimiento y de la experiencia, al estático cometido
de ser presencia escondida en oscura presencia. Juntos, los árboles ganaban
resistencia con sus flexibles troncos capaces de soportar la profunda fuerza de
la oscuridad. Tapizaban el vacío creando un velo bordado con múltiples
destellos de agujas. Diminutos puntos de luz que desnudaban presencia y temblaban
como gotas relucientes sobre el reflejo del agua. El universo era una frondosa
ciénaga cuya eternidad inundaba los pantanos.
Pero entre
aquella densa oscuridad, permeada por agujeros luminosos, había un árbol del
que brotaban multitud de frutos tan brillantes que terminaron por incendiarlo.
La luz de los frutos cubrió al árbol en un aura de intensidad hasta convertirse
en un nuevo ser. Del tronco y de las pobladas ramas apareció una ninfa de
verdes cabellos y piel dorada que cayó al suelo tras cobrar vida. El frío
afilado de la oscuridad la rozaba, pero su dorada piel calentaba su cuerpo protegiéndola.
Al comienzo temblaba, no de frío sino de terror. Se sentía desnuda e indefensa
ante el vértigo de una realidad que la abandonaba al vacío de la oscuridad. Se
abrazó, recogiéndose sobre sí misma, tumbada en el suelo mientras continuaba
temblando. Sentía que se caería en la profundidad del vacío si dejaba de
abrazarse. Por ello se agarraba a sí misma extraviada en un universo inhóspito;
plagado de negrura y horizonte. El aire se deslizaba sobre su cuerpo como una
cortina acaricia en silencio las noches. El tiempo palpitaba en el agua
estancada, la ciénaga lloraba lágrimas de fuego y los árboles murmuraban con
sus ramas pensamientos que acunaban a la ninfa. Ella escuchaba la dulzura de
las hojas que suavizaban la noche espesa. La luz de los frutos incendiaba sus
emociones; avivando un fuego en cada rincón del universo que ella sentía en su
interior. La ciénaga le hablaba de la calma del agua y de la nostalgia de sus fulgurantes
y apagados reflejos; de la frondosa extensión de aquellos árboles que prometían
una libertad infinita; del íntimo refugio que la oscuridad ofrecía con su
sosiego… Los pantanos continuaban humeando la neblina de la nada. Entonces, el
dolor de la niebla se infiltró como una nausea en la respiración de la ninfa y
se mezcló con sus intensas sensaciones. Hasta nacer dentro de ella una agonía
que exhalaba el deseo de despertar. La ninfa dejó de temblar y huyendo del
sueño en el que la ciénaga le cobijaba se atrevió a abrir los ojos. Sus claros
ojos azules contemplaron la opaca negrura del universo, en el que transpiraban motas
de destellos relucientes. El aire se impregnaba de ausencia, contaminando de
tristeza la felicidad de las emociones de la ninfa. Había despertado de los
rumores que velaban sus ilusiones y la inerte esencia de la nada la ahogaba
secando su corazón. El dolor crecía como un abismo que se hundía en su
interior; la angustiaba notando la presión del vacío y el peso de la
existencia.
Pronto
comenzó a notar la aspereza en su dorada carne que la quemaba como un calor
seco. El oro ardiente de su piel resbalaba como arena sobre su cuerpo igual que
un sol quemado deshaciéndose en luz. Apoyó las manos en el suelo para
levantarse y un vapor cálido ascendió desde la húmeda tierra. Sus descalzos
pies secaban el terreno carbonizándolo. El aire entraba asfixiado en sus
pulmones acumulando la ansiedad que aprisionaba sus sentimientos. Se agarró a
un árbol y selló en su tronco la señal de sus manos. El árbol herido soltó sus
frutos que brillaban con la misma pureza que el diamante. La ninfa observó que
la luz de los frutos alumbraba la armonía de la noche. Aquella luz pura estallaba
su destello en el corazón con la mirada. Acariciaba sus manos que no se
quemaban con el contacto y cuando mordió la fruta, la prisión de soledad que
sentía, se condensó en un haz de destello hasta evaporarse la apatía de su ser.
De pronto, creció de su interior un luminoso aura que alumbraba un reducido volumen
de su alrededor. Del húmedo terreno afloraba una gran vegetación que cobraba el
color de la viva naturaleza. Sus pies ya no quemaban la tierra sino que la
rejuvenecían. La belleza brotaba allí donde ella caminaba. Sin embargo, después
de avanzar unos pocos pasos y de dejar, con su luz, atrás el terreno pisado, la
vegetación se marchitaba regresando a la solitaria oscuridad.
La ciénaga
era la única existencia del universo. Un mundo sin límites que acogía la ninfa
como un hogar. Recorría la ciénaga fascinada por cada una de las maravillas que
crecían a su paso. Disfrutaba viendo nacer toda la vegetación, las diferentes
flores y plantas que la sorprendían. Se maravillaba al descubrir que aparecían
pequeños seres capaces de movimiento. Sonreía porque al tocarlos aquellos
diminutos seres recorrían sus brazos y le hacían cosquillas. Admiraba como
revoloteaban dentro de la radiante esfera que procedía de su interior. Corría
sobre la pureza de campos sembrados envuelta en una felicidad tangible. Trepaba
hasta las innumerables copas de los árboles y, durante unos instantes, su
pasión inundaba el suelo de incesante vida. Los árboles que ofrecían sus frutos
eran negros con las hojas viscosas como manchas de barro, pero sus frutos
redondos y dulces sembraban en la ninfa la capacidad de transformar los árboles
en majestuosos troncos con las hojas verdes y frescas, al menos, el tiempo que
ella caminara cerca de ellos. La oscuridad se anexionaba a la inexistencia como
un hueco insondable, cuyos límites se frenaban en los contornos del aura que
protegía a la ninfa.
Cerca de una eternidad, el volumen del aura de la
ninfa había crecido en amplitud hasta invadir inmensas distancias. Ella había
encontrado en su camino multitud de especies vivas. Las había cogido con cariño
y observado el transcurso de sus vidas. Había sido el calor que las cuidaba y
también las lágrimas que lloraban sus muertes. La dolía abandonar aquellos
diminutos seres, pero en su corazón latía una ansiedad que palpitaba por
explorar no el bosque de la ciénaga sino el universo. Frecuentemente se
alimentaba de los frutos para mantener encendida su poderosa aura que contenía
la energía de la vida. Y tiempo tras tiempo la ninfa comenzó a notar en su
pecho un hueco, que parecía, solo la oscuridad era capaz de llenar. De repente
daba igual que continuara alimentándose de los frutos. El aura de su vida empezaba
a extinguirse. Aunque, los periodos en los que la amplitud de su brillo se
reducía eran largos y podrían ser felices, también se prolongaba el tiempo que
duraba su tristeza. La oscuridad iba penetrando nuevas capas que destruían las
fronteras de la radiante aura. La ninfa se consumía hundiéndose su esencia en
la estéril tierra de la que procedía. Poco a poco la belleza que florecía de su
brillo se tornaba simple e insignificante a sus ojos. El sabor de los frutos se
iba pareciendo a la viscosidad de las hojas de los árboles. Su intensa pasión
se apagaba como apagado era el universo en su mayoría. Su sentimiento, húmedo de
apatía y humeante de indiferencia, se estancaba pantanoso.
La ninfa desarrolló el sentimiento de asco hacia
los seres que nacían por su luz. Los aplastaba repulsivamente y solo percibía
en ellos la misma viscosidad que, agobiante, impregnaba la atmósfera del
universo que la rodeaba. La claridad era un mal que alumbraba dolor cuando en
verdad solo debía existir materia insensible e inerte. Recordaba la angustia
que soportó el día de su nacimiento y ya solo comprendía que durante una vida
solo había estado huyendo de aquella desgracia inevitable. La misma desgracia a
la que estaban sometidos los seres que surgían de los campos cubiertos por su
luz. Estaba harta de aquella belleza. El destello de lo brillante estallaba
odio en su ser. Su vida consumaba la vida en cada nacimiento y solo ahora
comprendía la tragedia. Ahora que la penetrante oscuridad la limitaba a proyectar
luz en la figura de su cuerpo únicamente. Pero, sin embargo, la ninfa se negaba
a morir. El aura de su cuerpo irradiaba el deseo de seguir siendo. Su vida
debía consumar la vida en cada nacimiento. Los límites del mundo podían
ocluirse en el vacío de un abismo de oscuridad, pero dentro de ella avivaba una
llama tan intensa que todo lo quemaba. Necesitaba estar en el mundo, ser la
radiante ninfa que con sus azules ojos contemplaba en el reflejo de los
pantanos sus verdes cabellos y dorada piel. Se veía en el reflejo del agua
mirando la intensidad de la vida. Pero inevitablemente se moría porque, aunque
deseara vivir, no anhelaba la vida a la que le condenaba la realidad. Ella
afirmaba su deseo de estar en el mundo pero constantemente el mundo le negaba a
ella. La negrura fue haciéndose más espesa. La oscuridad soplaba el viento que
agitaba las ramas de los negros árboles. Al final, el brillo de la ninfa
terminó por extinguirse en su fría carne. De nuevo solo los frutos de los
árboles alumbraban el silencio de la eterna noche.
La ninfa desamparada a su desnudez conoció
entonces el desgarramiento helado de la noche. Los pantanos humeaban el volátil
vacío que se difuminaba en la inmensa mancha de la oscuridad. Las frutas de los
árboles llameaban blancas como lágrimas que encendían nocturnos sentimientos. El
frondoso bosque de la ciénaga poblaba el universo de rumores sin palabras ni
sentidos. De repente la ninfa sintió un pequeño golpe parecido a una caricia en
su pecho. De seguido le acompañó otro golpe y otro y otro. Hasta que todos
aquellos golpes retumbaban dentro de ella con el pulso de latidos constantes.
Estaba tumbada sobre la humedad de la tierra. Su cuerpo tendido sobre el barro
se ensuciaba del dolor de la ciénaga. Su indefenso corazón palpitaba en una
profunda oscuridad sin eco. La ninfa, arrebatada su vitalidad, se arrastró
serpenteando sobre la ciénaga hasta alcanzar una amplia laguna. Conseguía
apreciar su reflejo a través de la oscuridad gracias a las brillantes frutas de
un árbol cercano. La laguna temblaba sus aguas con la misma ligereza del aire y
el ritmo pausado del tiempo. Su rostro rememoraba todas las experiencias que
había vivido mientras contemplaba su reflejo. En su interior la oscuridad había
tocado lo profano. La vida ya solo era un recuerdo que palidecía en su memoria,
como una débil luz oculta en la bruma o como la oscura nitidez que ondeaba en
el reflejo de la laguna. De modo que la ninfa atesoró dentro de sí la ínfima
luz que flotaba en el vacío de su mortal corazón… y se arrojó al vacío húmedo y
espeso que inundaba la oscuridad de la ciénaga. Destellos de agua brotaron extendiéndose
en ondas sobre la superficie.
En la profundidad de la laguna el cuerpo inmóvil
de la ninfa descendía suavemente. Caía hacia el fondo resbalando entre las
aguas. En medio de aquella oscuridad mojada se hundía por el peso de la tenue
luz que había atesorado dentro de sí misma. Los cabellos de la ninfa se
extendían apagados y su cuerpo terminó apoyándose en la arena del fondo.
Instantáneamente la arena empezó a brillar como una fuente de perlas que
centelleaban en el húmedo espacio. Parecía que la ninfa había encendido aquella
luz con el último destello de su interior. Porque después de que la arena
brillara como blanca pureza su cuerpo flotó hacia la superficie y allí se quedó
quieta. Apagada en la inmensidad.
Fue entonces cuando apareció entre la espesura
del negro bosque un ser que brillaba como la arena de la laguna. De cintura
para arriba tenía la apariencia de un humano, mientras que sus dos piernas eran
de cabra al igual que los dos cuernos de su cabeza. El pelo de sus patas y su
cabello rizado eran grises como la ceniza, su piel era pálida y sus retorcidos
cuernos brillaban como plata. Se hacía llamar a sí mismo Fauno y llevaba
colgando de su cuello una flauta de Pan, de la que nunca se separaba. Su figura
había emergido de la oscuridad como un haz que alumbraba con caricias la
melancolía. El redondo iris de sus ojos brillaba perlado de blanco con motas de
tintes grisáceos. El destello de su mirada sollozaba la ternura de una íntima
belleza. Fauno se había acercado a la
laguna atraído por la radiante luz que emergía de la arena del fondo. Aquella
luz desprendía un aura que se proyectaba sobre la copa de los árboles y sus
brillantes frutos, confundiéndose ambos destellos en el bosque. Entonces Fauno
se acercó al agua y vio el débil cuerpo de la ninfa. La sensibilidad de sus
ojos, que penetraban la espesura de la noche, percibía el trémulo latido que
residía en su pecho. Pero lo que más impresionó a Fauno fue encontrar a otro
ser que se semejara a él en movimiento y posiblemente también en pensamiento.
Se acercó tímido a la ninfa. Sabía que ella
permanecía con vida y que su tiempo no peligraba en su contra. El silencio
extendía su eco como ondas que temblaban en la laguna. La ninfa respiraba la
vibración que palpita en la noche. Pronto la luz de Fauno fue incrementando su
brillo acercándose más al destello que bronceaba a la ninfa. La arena
transpiraba la humedad de un brillo perlado de blanco y Fauno se frenó
contemplando con sorpresa aquel cuerpo. Cogió con delicadeza el cuerpo y lo
tumbó en el suelo debajo de un árbol con frutos de jugoso brillo. Haber poseído
el cuerpo de la ninfa le había transformado por dentro. Había sentido la
excitación de un calor más intenso que su fría luz, cuando rozaron sus ásperas
manos el tacto de aquella suave y curvada piel. Su aura temblaba ruborizándose
y palideciendo momentáneamente en la noche. Su agitada respiración se cortaba
por momentos debido a la ansiedad. Exhalaba el mismo aire que la ninfa bañaba
con su aroma y la veía desnuda latiendo dócilmente sobre la negra hierba. El
universo llenaba su presencia en la ciénaga. Fauno sentía hervir dentro de él
el sentido de su existencia. Su corazón bombeaba el ritmo de una pasión que
hasta entonces desconocía. Todas las luces que colgaban de los árboles
irradiaban la felicidad que emanaba su sangre. El mundo se transformaba dentro
de él en una celebración que le impulsaba a desear a la ninfa.
De modo que tocó una melodía nunca oída en la
ciénaga. Aquella música vibraba la armonía de unos sonidos capaces de extender
su brillo a zonas imposibles tapiadas de oscuridad. Su invisible aura rozaba lo
intangible de la noche y todo se plagaba de transparentes presencias de vida
silvestre. La belleza de aquella música recordaba a la intensa fuerza que la
ninfa poseía para irradiar de vida la ciénaga. Fauno había arrancado aquellas
mágicas notas de la carne de su corazón como fogonazos destellos que nacían de
dentro. Su ser se realizaba en aquella música que inmortalizaba cada instante,
desnudando el aire y arropando de esencia cada piedra. Se inspiraba en la
conjunción de un mundo poblado de frondosidad y aquella inspiración la dedicaba
a la existencia de la ninfa. Entonces fue cuando los ojos de la ninfa se
abrieron a la atmósfera de la ciénaga. El antiguo y radiante destello de su
cuerpo recobró intensidad.
Había despertado de su desvanecimiento. Su aura
relucía entre la densidad de la niebla. El deseo que centelleaba en Fauno, como
inmaterial hálito, había despertado el deseo que destellaba en la ninfa por
vivir. Ella se levantó y su luz se deslizaba sobre su grácil figura que había
absorbido toda la energía de la música. Acarició su tez cálida, ruborizada de
dorada vida y de uno de sus ojos se desprendió una lágrima. Fauno se arrodilló
asombrado y, al igual que ella, lloraba de emoción ante tal belleza. Ella caminó
hacia él y agradecida tocó una lágrima suya y otra de Fauno. La lágrima que emitía
luz dorada se transformó en una esfera de fuego; mientras que la lágrima
tildada de blanco nácar se convirtió en una esfera de pureza. Ambas esferas giraron
en círculos cruzándose entre sí. Sus sustancias se combinaron y dieron forma a
lo que parecía una semilla que flotaba en el aire. La semilla se posó sobre la
palma de la mano y la ninfa la llamó “Esencia”.
-Tú me has devuelto el aura de mi ser y ahora,
desde mi ser mismo, te agradezco que me salvaras ofreciéndote este obsequio.
La ninfa se acercó junto con Fauno a la laguna de
blanca arena en su fondo. Dejó caer la semilla “Esencia” en el agua, hundiéndose hasta enterrarse en la blanca
arena. Acto seguido habló a Fauno; quién se había quedado mudo, retraído en una
timidez y sorpresa constante, pero observándolo todo con atención.
-Toca tu bella música para conocer el regalo que
te hago –Habló con dulzura la ninfa.
Fauno contemplaba hipnotizado, absorto en sí
mismo, mientras el fulgor de la arena le bronceaba la mirada. Toda su vida
había existido deambulando en la oscuridad del bosque sin mayor placer que la
melodía de sus pensamientos. Pero ahora, había conocido a un nuevo ser,
diferente a él y a todo lo que conocía, y sin embargo mucho más esplendoroso
que cualquier otra existencia. Pasó un breve tiempo concentrado en aquella
semilla enterrada sobre la límpida arena. Recordó todo lo que había visto y
sentido desde que había conocido a la ninfa y al final, se decidió a tocar su
música.
Cogió la flauta de Pan que llevaba colgada del
cuello y sopló a través de los huecos de sus tubos. Sonó una melodía que parecía
vibrar desde la profunda frondosidad del espacio. Los sonidos atrapaban la
belleza extendiéndola en un inmenso cielo azul. Cada recuerdo vital de la ninfa
se dibujaba en el reflejo de la laguna; ondeando sus aguas una mezcla de
sentimientos que calmaban la sed. Pronto la música llenó la atmósfera. A medida
que la melodía incrementaba la complejidad de sus notas, más crecía la semilla
enterrada en la arena. La semilla iba recubriéndose de capas constantemente;
hasta ser una gran esencia de la que brotaban raíces y de ella misma crecía un
tronco que se dividía en diversas ramas. El tiempo en que duró la música se
formó un gran árbol; de resistente corteza, cuyas hojas brillaban verdes en el
haz y destellaban plata en el envés. Emergía de la circular laguna un árbol
claro como el día y difuso como la luz de la noche.
-Este árbol será el símbolo de nuestro lazo de
amistad –dijo la ninfa caminando sobre el agua de la laguna hacia el árbol. Con
el tacto de su mano estalló una luz en el tronco dibujando la silueta de ella y
Fauno; como imágenes grabadas sobre un ánfora que brillaban con la savia de
aquel árbol. La savia, líquida pero espesa, era transparente como el agua y
resplandecía como el diamante. De su imagen emanaban apariencias de lo bello.
Fauno, agradecido y viendo que había compartido
la ninfa la mayor riqueza de su don; decidió enseñarla el conocimiento de todas
las artes. Pues la música era solo una de las grandes maravillas que él
conocía. De esta manera, la ninfa y Fauno compartieron el conocimiento de lo
vivo y lo inmaterial. Con la ayuda de Fauno la ninfa aprendió a ver a través de
su propia condición y límites. Su insatisfacción por existir en un mundo oscuro
y monótono se transformó en una sensibilidad que había aflorado dentro de ella;
extendiéndose sin fronteras. Aquella sensibilidad, transparente como la savia
del árbol, le apegaba a la naturaleza a través del sentido de lo trascendental.
Su interior se henchía hacia una verdad que relucía más allá del destello que
pudiera captar el cielo de sus ojos. Mientras que los ojos de Fauno descubrían
un universo escondido en la oscuridad que abrigaba su brillo. Conoció todas las
maravillas que germinaban de la vida y sus significados. Cuanto más aprendía de
la ninfa la soledad de su ser palidecía como el blanco aura que le rodeaba. La
belleza de su esencia trascendió lo estético y se convirtió en expresión de lo
real. Una realidad que crecía ramificándose como el árbol que brillaba con la
luz de los dos seres.
Transcurrió el largo tiempo de la eternidad. Del
conocimiento de la ninfa y de Fauno floreció el saber de la ciencia. Entonces
fue cuando Fauno descubrió cual era el material que conformaba su ser. Entendió
por qué su luz era más frágil que la intensa aura de la ninfa. Por qué la
oscuridad solo cedía a la dorada claridad y su irrisorio brillo apenas
acariciaba el vacío del espacio. Se veía a sí mismo como un monstruo. Su cuerpo
extraño y quimérico le trastornaba. Su vida la percibía como un reflejo
flotando en una solitaria laguna. Sus pensamientos eran la acaricia de un fino
velo que soplaba la oscuridad. Sus sentimientos se hundían en el vacío de sus
pupilas. Su mirada se tornaba sombría. El brillo de su cuerpo tiritaba en el
frío de la noche como una delgada luz inalcanzable. Miraba a la ninfa y
envidiaba su fulgor. Quería aquel fulgor. Lo anhelaba por encima de toda pasión
de deseo. Antes, la compañía de la ninfa alegraba el frío de sus sentimientos,
acunaba su melancólico corazón; ella había traído más verdad y sentido a su
vida de la que podía ofrecerle su música y el resto de las artes. Pero ahora
que comprendía su verdadero ser, el lugar que ocupaba su esencia en la
existencia, como un rayo de luna cegado en la noche; ahora, envidiaba y quería
desmesuradamente poseer a la ninfa. Su deseo de alumbrar, aunque fuese siquiera
un hueco de la existencia, lo atormentaba y nublaba como una niebla blanca. Cuando
la ninfa dormía él la expiaba maquinando su recóndito deseo. La luz de aquel
radiante fulgor le mantenía despierto obsesionándole. Quería ser ese destello.
La ninfa también llegó a comprender cuál era la
naturaleza de su ser y la de Fauno. Entendió por qué su vida había seguido
aquellos cauces de felicidad y tristeza. Por qué su luz dorada se encendía como
el fuego y la luz de Fauno únicamente brillaba como brilla la nieve. Ella era
como un sol y él como una luna cuyo ilusorio brillo reflejaba la verdad. Pero
sus dos esencias significaban mucho más. Ambos compartían una misma identidad,
en la cual, ella habitaba la existencia desde la intensidad de la materia y él
desde la belleza de lo inmaterial.
Entonces llegó el día que marcaría el resto de
días en el universo. La ninfa se encontraba taciturna, contemplando su reflejo
frente a la laguna. Mientras, Fauno se acercó a ella con los ojos sombríos como
una noche de media luna.
- Yo existía sola –decía la ninfa, hechizada por
las aguas, a Fauno- vivía en esta ciénaga de humeante vacío y sola debía brotar
toda la vida. No sé por qué nací, ni siquiera sé, ni creo que llegue a saberlo,
por qué existe todo esto. Solo sé que sucedió un accidente. El mundo era
entonces más oscuro de lo que es ahora. La existencia estaba poblada de ciénaga
y el bosque poblaba la ciénaga. Entonces del fulgor de un árbol yo nací. Jamás
entenderé por qué aquel árbol o, al menos, qué otras existencias dormitan en
otros árboles. Solo puedo saber que de la intensidad de la existencia yo vine
al mundo. Desde entonces aquella intensidad me ha quemado por dentro como un
deseo irrefrenable. Es este ciego fulgor de mi ser, que no cesa de ahogar la
oscuridad de lo inerte, el que ha encendido mi corazón y alumbrado mi mente de
promesas. Pero por alguna razón, de la que yo soy ajena, la oscuridad es una
fría verdad más eterna que el calor de una llama. Quizás, a ojos de esta
inmensidad, yo jamás nací; pudiera ser que mi luz solo sea el vacío arrancado a
lo inconmensurable. Un flameante fuego, pero, como todo sentimiento de mi
interior, un fugaz destello de una breve llama.
Fauno acechaba con odio cada palabra. ¿Cómo podía
la ninfa menospreciar su luz, aquella luz que a él le otorgaba sentido y al
mismo tiempo se lo arrebataba regresando a ella? Sin embargo permaneció
escuchando, agazapado en las sombras que imperaban en su corazón.
- Entonces ocurrió algo- seguía diciendo la
ninfa- no sé si soy capaz de entender qué cabida tiene en el significado de
todo, pero me es imposible negarlo. La vida llama a la vida y fue tu luz,
Fauno, imagen en el espejo de mi esencia, la que respondió para acompañarme en
mi desesperada soledad. No creas que te aborrezco. Tú me has mostrado que hay
más verdad de la que abarcan mis sentidos, que el mundo aspira a ser más que la
total suma de sus partes. Le has dado movimiento a lo que está quieto y
regalado un fin al movimiento.
Fauno escuchaba la revelación de la ninfa. La
esperanza que oía de sus palabras parecía que le tranquilizaban; como
tranquiliza la esfera de la luna una plácida noche de verano.
-La vida llama a la vida –repetía la ninfa
mientras con ternura miraba a Fauno- quizás mi ser deba consumarse para que se
consuma aquello que brota. Pero ¿cómo puede nombrarse siquiera vida a aquello
que está destinado a morir? Yo existo –se repetía la ninfa a sí misma mirando
su reflejo en la laguna- yo existo. ¿Por qué entonces tiene que ser la muerte,
el comienzo de mi inexistencia, el único fin de mi existencia? Yo no quiero
sucumbir a esa lógica, yo anhelo negar esa lógica y consumar lo consumado. Ser
la vida que llama a la vida. Incendiar la oscuridad del universo con la misma
luz que me quema y fundirme para siempre a esa verdad. Ser completamente la
vida.
Fauno cambió su serenidad por un dolor que
ennegrecía sus sentimientos. Mientras, la ninfa continuaba explicándose:
-Hubieras podido ser tú esa verdad –decía la
ninfa refiriéndose a Fauno- Tu luz no es una llama que todo lo quema, sino una
luz más próxima a lo transparente y lo puro. Es cierto que tu aura es capaz de
armonizar con la noche, y por ello, la noche jamás negaría tu esencia. Tú no
buscas alcanzar lo inconmensurable, porque eres capaz de entender que te
bastaría existir para llenar el vacío de la existencia. Pero tú no existes, tu
luz no es la vida; solo es un destello pálido en la noche; una promesa de
inmortalidad que no es real –Fauno respiraba con nostalgia. Mientras oía la
amarga verdad, que él ya conocía, caían lágrimas de sus tristes ojos- Lo entiendes
¿verdad? sabes que este mundo no es real, no es más real que los reflejos que
ondean la laguna. Tú no eres la verdad que busco. La verdad es que todo esto es
un sueño del que debo despertar. Ahora mismo mi verdadero cuerpo yace flotando
sobre la laguna; tú jamás debiste aparecer, porque solo eres una melancólica
apariencia.
Pero Fauno seguía afanándose en el tormento de
anhelar el destello de la ninfa. No podía, como un errante que se aferra al
camino, renunciar a la ilusión que la vida le ofrecía. ¿Por qué ella era real y
él solo existía como un reflejo de su esencia? ¿Para qué le había dado la
apariencia de la vida y después se la arrebataba? Si como ella decía eso jamás
podría tener sentido. Se veía abocado a renunciar y no creer en él mismo. Pero
si no debía creer en él mismo, entonces ¿qué le quedaba por creer? Debía
renunciar a ella también, al bosque, la ciénaga, al universo y a todo. Negar al
mundo su verdad eterna porque de esa eternidad jamás participaría. Entonces ¿en
qué verdad debía creer? ¿Acaso podía creer únicamente en la misma verdad que niega
su existencia? Como la ninfa tampoco quería desaparecer. El mismo deseo de ella
irradiaba con fuerza en Fauno; brillando como un reflejo que los unía y al
mismo tiempo los separaba a ambos. Ella lo había dicho antes, la vida llama a
la vida, entonces, si ella poseía ese don, que ella lo consumara entregándole a
él la vida.
-No es posible que pueda creer en una verdad que
me niega –Hablaba Fauno con la mirada enfermiza- Si el mundo niega mi existencia
y tú niegas todo mi ser, para que esa verdad sea y todo lo que implica se
cumpla, yo debo negar tu vida.
De pronto Fauno se abalanzó sobre la ninfa. La
chillaba pidiéndola que le otorgara el privilegio de existir y de estar vivo.
Anhelaba saber lo que se sentía al ser presencia y llenar el vacío que hubiera
en la realidad. ¿Pero qué vacío o hueco podía estar reservado en la realidad para
lo que no era? Fauno exigía un derecho que su difuminada conciencia, plagada de
apariencias, se imponía sobre sí mismo y la indiferencia del universo. Pero no
era al universo a quién reclamaba tal derecho, sino a la realidad. La misma
realidad que dotaba de apariencias su conciencia. No quería ser una ilusión
sino real; y no podía soportar que su realidad se redujese al limitado reino de
lo ficticio. Anhelaba, como todo lo que se percibe como vivo, nacer. Fauno
chillaba a la ninfa y la lastimaba arrojándola al suelo de la ciénaga. La ninfa
trataba de defenderse pero Fauno conseguía, aprovechando la ventaja de su desprevenido
ataque, apresarla y violentamente dañarla; ciego, insensible y desesperado por
infringir al mundo una herida que confirmase su propia existencia.
La ninfa sufría y el terror la desorientaba. Se
defendía agitando los brazos y las piernas, tratando de golpear a Fauno y
deshacerse de él para siempre. Su cuerpo temblaba y su respiración se agitaba entrecortándose
por el miedo. Fauno la agarraba con fuerza y sus manos la hacían daño. Deseaba
despertar y regresar a la plácida soledad de la laguna; quería librarse de
aquel ser quimérico que la torturaba.
De repente, en medio del forcejeo, el blanco aura
del cuerpo de Fauno se mezcló con el dorado aura de la ninfa. Ella sintió
atemorizada como aquella luz que le era ajena se infiltraba invadiendo lo más
íntimo de su ser. A la vez que él recordaba como el terreno que era alumbrado
por aquel brillo se embriagaba de naturaleza; por ello, forcejeaba arrastrado
por el deseo de fundirse a aquel limpio fulgor. Pretendía apoderarse de la
ninfa para que con el don que ella irradiaba consiguiera por fin existir;
naciendo igual que nacía la vida alrededor de ella. Desde la trastornada mente
de Fauno él estaba cumpliendo el cometido final de la existencia; mientras que
la ninfa sufría, llenándose de desprecio hacia aquel ser que la traicionaba. Su
luz se mancillaba, enturbiándose en una sombra que la cubría de ansiedad y
repugnancia. Hasta que, igual que se desvanece una apariencia, se quebró el
destello de su corazón y la intensidad de su luz se apagó para siempre.
La ciénaga sollozaba lágrimas de luz en la
oscuridad silenciosa. La arena de la laguna alumbraba un destello perlado de
tristeza. El árbol que compartía la esencia de la ninfa y de Fauno brillaba en
una armonía discordante a la armonía de la noche. El cuerpo de la ninfa
temblaba tumbado en el barro. La desesperación, el dolor y el odio hacia sí
mismo arrebató el corazón de Fauno. Había regresado de su delirio y contemplaba
lo que con su propia voluntad había hecho. “Yo solo quería existir” se repetía tratando
de engañarse a sí mismo para tranquilizarse. “Yo solo quería existir y sentir
la vida” seguía repitiéndose. Pero miraba a la ninfa perdida en el trauma y en
el dolor de su frágil y torturado cuerpo. Comprendía el mal que había causado y
se arrojó al barro de la ciénaga; suplicando una tortura que no llegaba ni se
sentía capaz de afrontar. Había causado una verdadera herida en la existencia.
En el vacío de esa herida el universo se revelaba ante sus ojos como un mundo
indiferente e inmoral. Huyó, buscando esconderse entre la frondosidad de los
árboles. Había profanado lo más sagrado y decidió perderse entre las tinieblas.
De pronto, las raíces de la tierra emergían a la superficie tratando de atrapar
a Fauno. Le agarraban de los brazos y del cuello y él las cortaba para poder
escapar. Caminaba y se hundía en la viscosidad de la ciénaga. Arrodillado en el
barro sentía como la tierra rezumaba lágrimas y el aire se viciaba de dolor. Los
frutos de los árboles estallaban salpicando un zumo de sangre. Las luces del
universo se apagaban sumiéndose el mundo en la indiferencia. A Fauno únicamente
le quedaba el aura de su ser que le confinaba en la soledad. Conoció la
desesperación de no merecer nada, y por tanto, anheló no querer nada. El
universo era un lugar sombrío e insensible, contrario a como la ninfa
transformaba la realidad, y constantemente le recordaba la crueldad con la que
había actuado y a la que sentía que pertenecía. No podía soportar que la
transparencia de su luz armonizara con la noche.
Regresó a la laguna y la ninfa, paralizada y
asustada, permanecía tumbada en el barro. Fauno la veía casi muerta y
destrozada en su interior. Pero, a pesad del horrible crimen que había
cometido, ahora que no se encontraba preso de la locura era capaz de sentir empatía.
Los pensamientos de ella se reflejaban en los suyos, la tristeza de la ninfa era
tan honda como alcanzaba la tristeza de Fauno. Recordó cómo le había contado
que él era la imagen del reflejo de la esencia de ella. Comprendía, ahora más
que nunca, la verdad de su ser. Entendía por qué la luz de la ninfa era
radiante como el día y alumbraba la verde naturaleza; por qué la luz de él era
casi transparente y se protegía en la noche. La ninfa le había dicho que él
habitaba un mundo irreal nacido de los sueños de ella. Como la luna, la vida de
Fauno solo era un reflejo de la vida de la ninfa; como el sol, ella alumbraba
la ilusión de la existencia de Fauno. Pero de aquella unión había nacido un
conflicto que los alienaba cada vez que defendían su propia identidad. La vida
deseaba una vida más allá de su existencia pero no lo conseguiría sin anular la
suya propia. Entre los dos, él era quién cometía el acto más terrible. Lleno de
remordimientos se acercó al brillante árbol que crecía en la laguna. De sus
hojas resplandecían las luces de la ninfa y de fauno. Recordaba que el árbol
había sido un obsequio de la ninfa como símbolo de amistad entre ellos. Ahora
el árbol crecía en la inmensidad de la noche como una verdad tangible que había
transgredido. Lloró y se arrodilló ante el árbol suplicando que todo lo hecho
pudiera deshacerse. Pero el árbol continuaba quieto y brillante. El silencio
llenaba el universo indiferente. Fauno se desesperó y hundido en su miseria ya
no deseaba luchar por existir. Solo quería aceptar que, tal como le había
contado la ninfa, él era una ilusión; el reflejo distorsionado de ella, y por
ello, anheló su final. En ese mismo instante, de una de las ramas del árbol
brotó una daga curvada. Su material era piedra de luna y destellaba la misma
luz que Fauno. Al ver la daga se acercó al árbol con feliz sorpresa en su
rostro. La unión de su esencia y de la ninfa reclamaba su propio ser y él
aceptó el obsequio. Primero enterró el cuerpo de la ninfa en el fondo de la
arena de la laguna, junto a las raíces del árbol. Se despidió de las luces que rutilaban
de los árboles, de los pantanos de humeante ausencia y del silencioso viento de
la oscuridad. Por último, arrancó de las ramas la daga y la clavó en su
corazón. El árbol absorbió la sangre plateada que se derramó sobre la laguna.
La daga cayó al suelo y la tierra la hundió en sus entrañas. Fauno se apagó
desvaneciéndose en la nada. La ninfa terminó por hundirse completamente en el
interior de la arena hasta desaparecer de aquel mundo de ilusión.
De pronto, la ninfa despertó del largo sueño. Su cuerpo
flotaba sobre la laguna envuelta en la inmensidad del universo. Nadó hacia la
orilla y se secó con la oscuridad del viento. Su luz había recuperado su
intensidad y comprobó como todo lo que había vivido con Fauno no había sido más
que un sueño. Su cuerpo había sido entregado a la tierra cuando había intentado
suicidarse. Todo lo que había sucedido después no fue real. No obstante, en su
interior todos sus recuerdos fluían con la misma fuerza de la vida. Percibía el
mundo de manera diferente; sentía como si el universo inerte la observara
expectante. Lo vivido con fauno jamás había sucedido; sabía que Fauno había
aceptado su muerte sacrificándose para salvarla, pero en su corazón notaba
henchirse de vitalidad un alma. Su vida se llenaba de la plenitud de todo lo
aprendido en su sueño.
Entonces recordó cómo Fauno la forzó. El recuerdo
del aura de Fauno intoxicando su luz la repugnaba. Dentro de ella nacía una
sensación de dolor que la oprimía el pecho. Ese alma que florecía en sus
sentimientos se había infiltrado en su ser arrebatándole su experiencia de la
vida. Sintió como si su vida no le perteneciera, como si Fauno se hubiera
apropiado violentamente de su ser. La luz melancólica de él la ahogaba desde
dentro. Hasta darse cuenta de que la oscuridad que sentía era la de un ser que
crecía dentro de ella. La ninfa se paralizó horrorizada. Notaba el pálpito de
un ser formándose y creciendo en su interior. Alzó la mirada al frente y
descubrió asustada que el mismo árbol que ella había ofrecido a Fauno existía
en el mundo todavía. Estaba allí, emergiendo de la laguna, como una esencia que
trascendía la realidad. De algún modo todo lo que había sucedido en su sueño se
cumplía. Comprendió que el ser que se generaba dentro de ella era la mitad de
aquella criatura quimérica que reflejaba su distorsionada identidad. El fulgor
lunar de Fauno eclipsaba la dorada vida de la ninfa. Mientras, ella apretaba
los puños de sus manos sintiendo desprecio hacia el ser de su interior.
Se acercó al árbol de las esencias. La arena de
la laguna brillaba amarilla como la luz del sol en vez de blanca como en su
sueño. El árbol transpiró en sus hojas la oscuridad que respiraba la ninfa y
brotó de una de sus ramas un corazón destellante. Aquel corazón brillaba como
el fuego del sol y bombeaba una oscuridad semejante a la sombra que crecía
dentro de la ninfa. De la tierra brotó el capullo de una flor plateada. La
ninfa se acercó a la flor que abrió sus pétalos descubriendo en su interior la
misma daga con la que se había sacrificado Fauno. La ninfa agarró la daga y con
el odio de su alma apuñaló el corazón de fuego. Como en el corazón, la
oscuridad se liberó de dentro de la ninfa difuminándose en las sombras de la
ciénaga.