Prólogo
I
El
universo se extendía sobre el espacio como una infinita ciénaga de oscuridad y
silencio. La húmeda niebla que cubría los pantanos sumía el mundo en una vacua
existencia desde el comienzo de los tiempos. Los ecos de la inmensidad se
hundían en el silencioso vacío de su extensión. La nada, estancaba el mundo en
una deprimida esencia que inspiraría dolor a quien lo viera. El barro, con el
que se amoldaba la forma del mundo, estaba ligado a las raíces de un árbol
blanco cuyas hojas resplandecían grisáceas como la plata. De aquel árbol se
constituían las hondas raíces que mantenían la profunda tierra de los profundos
pantanos.
Mientras
que el dolor de la nada, mezclado con la evanescencia de la niebla, humeaba en
los pantanos de la amplia ciénaga, la tierra, unida por las blancas raíces del
árbol blanco, se explayaba a través de los huecos de la existencia.
Pese al yermo dolor de la ciénaga habitaba en
sus pantanos una ninfa de radiantes cabellos dorados y claros ojos azules, cual
viva imagen del día, que brillaba con la misma intensidad que una estrella
sobre el firmamento. Sus descalzos pies, hundidos sobre la húmeda tierra,
germinaban en el terreno las flores y la verde hierba del día. Pero a cada
huella que dejaba atrás, la belleza que había florecido se marchitaba
retornando a la profunda oscuridad de la noche. Vivía sola, en un mundo de
sombras, sin mayor luz que el destello que la envolvía en el aura de la vida.
Un destello, claro y nítido, que desprendía calor y abrigaba a la ninfa
protegiéndola del humeante dolor de la nada.
Las estrellas de los cielos se reflejaban como
gotas de luz sobre el agua de los pantanos.
La
niebla de la existencia asfixiaba a la ninfa ahogándola en la tristeza de la
honda tierra. La ausencia de más seres que la acompañaran la deprimía vaciando
su corazón del brillo de la felicidad. Aunque la ninfa era incapaz de
comprender la verdad de su sufrimiento. Pues nunca había conocido el rostro, la
caricia, ni la compañía de un ser querido. Ella sola debía, con su luz, extinguir la oscuridad que la acompañaba en
su desesperada soledad. Y mientras el brillo envolvente de su aura la protegía
de la muerte, se distraía deslizando sus pies al caminar, perdida y sin rumbo, entre
la pena, el dolor y la pantanosa tierra en busca de la ausencia de tristeza.
Cada vez con menos frecuencia de sus pies brotaban
las flores y la amplitud de su aura lentamente se reducía. Como si quisiese
desvanecerse el brillo para fundirse el delicado cuerpo de la ninfa con el
sufrimiento del vacío. Como si el destino de la vida significase morir en
soledad para unirse a la soledad del mundo. Como si vivir no importase y
nuestras huellas estuviesen condenadas a no florecer jamás, áridas y desnudas
ante la insensible verdad de lo inerte.
La mística fuerza, que impulsaba lo sensible y
encarnaba a la ninfa, se extinguía hasta apagarse por completo, sin la
posibilidad de curarse de la negra enfermedad que la limitaba. Toda su pasión y
fuerza, sentía que se malgastaban en concentrarlas para encontrar una ilusión,
frágil y diluida sin esperanza, como los diluidos reflejos de las estrellas
sobre el agua de los pantanos. Buscaba ya no en la ciénaga de vasto sufrimiento
sino en el interior de ella misma, en el último lugar donde todavía brillaría
el aura de la vida antes de apagarse. Y recordando los puntos de luz que se
reflejaban en el agua pantanosa de la ciénaga. Decidió ahogarse en el interior
del pantano para fundirse a la compañía de su reflejo. Semejante a la imagen
que proyectaba ella de sí misma desde su interior.
Mientras se ahogaba la ninfa en el interior
del pantano, su cuerpo cayó sobre las profundas raíces del árbol blanco que se
erigía por encima del agua de la ciénaga. Y del interior de las raíces del árbol
surgió un fauno que brillaba como la ninfa, pero su luz, en vez de clara y
nítida, se encendía a su alrededor con la misma luz argéntea de las hojas del
árbol blanco.
Rescató a la ninfa de ahogarse en el pantano,
pero cuando la llevó a la superficie de la ciénaga, la ninfa continuaba
muriéndose. Su dorada aura se oprimía confinada en el oscuro dolor que envolvía
la niebla de la ciénaga. El fauno, tras observar su radiante belleza, sintió
germinar la vida en su corazón, una vida más profunda e intensa que la noche
que atormentaba su ser, siempre reducido a habitar su luz plateada en el
interior de los bosques y de la existencia. Se enamoró perdidamente de la ninfa
comprendiendo que su luz era la misma verdad que había cantado tantos años con
su música y poesía. Contempló como algunas flores y plantas brotaban del interior
de su aura y como se agarraba su esencia a las raíces de la tierra. De los ojos
del fauno cayeron dos gotas, frías como la noche, pero amorosas como su brillo
lunar. Lloró porque había comprendido el significado de su vida tras comprender
el sentido que guiaba a la ninfa. Por ello tomó la firme decisión de salvarla a
cualquier precio, incluso aunque el precio mismo significase su propio
sacrificio. El fauno no sería capaz de vivir fuera del interior del árbol
blanco, pero tampoco podía la ninfa. Ella que había sufrido desterrada de las
raíces de la tierra y que hundida en su soledad, se había entregado a la
ilusión de una argéntea esencia que la acompañara. Ahora, aquella argéntea
esencia, encarnada en el fauno, la hundía de nuevo en el interior del pantano y
la entregaba al interior del blanco árbol, para que su soleada vida
trascendiera sobre la ciénaga. Para que, de las hondas raíces del árbol, la
esencia de la ninfa embelleciera todos los campos y el oscuro cielo consiguiese
el mismo azul que los ojos de la ninfa, tan soñados por el fauno. El fauno,
sobrecogido ante tanta belleza, se abandonó a su mortecina luz, para morir él
en lugar de la ninfa. Y así, como brillo de la luna eclipsado por el brillo del
sol, el alma, con su muerte, salvaría a la vida…
II
Cuando el
fauno murió su esencia se unió a los cielos transformándose en la luna. El árbol
blanco suministró toda la fuerza de la ninfa, llenando los campos de vida,
hasta que el tronco del árbol convirtió el blanco de su corteza en una palidez
reseca. Entonces, la esencia de la ninfa se unió a los cielos transformándose
en el sol que alumbraría todas las noches, con la luz de la vida, el alma en la
luna. De los bellos campos surgieron los seres vivos y entre ellos, nació una
especie que, gracias a que había nacido del milagroso árbol, había conservado
la esencia del alma y de la vida. El destino de los humanos se vislumbraba bajo
la luz y la presencia de los astros…
El joven descansaba en la oscuridad de
la habitación somnolienta. Sus párpados estaban cerrados y su cuerpo, tendido
sobre la cama, reposaba en el pausado silencio de su cuarto. La persiana de la
ventana, herméticamente cerrada, ocluía la total oscuridad infranqueable.
Mientras, su móvil se encendía tras marcar el reloj las nueve en punto. Habría
despertado el sonido de la alarma a todos los que habitaban la casa de no ser
porque, el joven, se había dejado el móvil en silencio. Únicamente el espeso
silencio acompañaba al denso sueño. Pero la insignificante luz de la pantalla
bastó para despertar al joven de su cómodo letargo. Apartó las sábanas con la
relajada calma de quien ha dormido lo suficiente y tras ponerse de pie levantó
la oscuridad de sus persianas para abrir paso a la clara luminosidad del día.
Algo en el brillo de la calle llamó la atención del joven que admiró el paisaje
con extrañeza. Estiró con satisfacción sus músculos, para activar su cuerpo por
completo, y recorrió con firmeza inconsciente el pasillo que conducía a la
cocina. Allí se preparó su desayuno habitual y removió el café, caliente y
humeante en el interior de la taza, mientras sus pensamientos se distraían en
la extrañeza de aquel insólito brillo que sombreaba, con un oscuro tono
anaranjado, la atmósfera de la calle.
El
tranquilo y relajante silencio, sobre el que se desvanecía el humo del café y
reposaban los serenos pensamientos del joven, se vio interrumpido por el
alboroto que su familia armaba al despertarse y la increíble potencia con la
que su padre abría siempre la puerta del cuarto donde dormía. Aquel joven
madrugador, a quien le gustaba acostarse temprano y levantarse el primero para
administrar su energía siempre al máximo, saludó a su pequeña hermana de cinco
años, también madrugadora, que apareció en el umbral de la cocina después de
despertarse y venir corriendo. La hermana sonrió y abrazó a su hermano para
desearle suerte por el día tan duro que le esperaba. Al instante entraron sus
padres en la cocina.
-Hola ¿qué
tal? –Saludó el joven a sus padres que le devolvieron el cordial saludo-
¿habéis visto el extraño día que hace hoy? –Preguntó el joven a sus padres que
se sorprendieron por la pregunta- es el brillo de afuera ¿No lo habéis notado?
parece como si…
-No te
preocupes por el brillo de la calle hijo –Le interrumpió su padre- es más,
debería estar viéndote centrado, hoy tienes la selectividad ¿Cómo es posible
que nunca, ni siquiera hoy, hoy que es el gran día, tampoco te vea angustiado?
En serio hijo si supieras lo nervioso que estaba yo en aquel entonces cuando me
presenté a la selectividad… y lo apurado que iba… -Todos se rieron, incluido la
niña, contenta siempre de haber nacido en una feliz familia.
-Lo llevo
bien papá, en serio, no es problema –el padre le miraba sonriendo y asombrado-
de verdad, ya sabes que los exámenes nunca han sido un problema difícil –El
joven devolvió la sonrisa a su padre y reafirmó- Lo llevo bien.
-Bien seguro que es decir poco –habló
orgullosa la madre que le besó a su hijo en la frente- Y deberías, después de
todo el tiempo que te he visto encerrado en tu habitación, ¿Habrás aprovechado
el tiempo verdad? –Hablaba la madre mientras se distrajo un segundo a apreciar
el paisaje de la ventana.
-Claro
mamá –Afirmó con risueña seguridad y confianza en sí mismo.
-Pues
ahora que me fijo Marcos, Santiago va a tener razón acerca de que el día está
bastante raro ¿Qué hora es? ¿Nos hemos levantado demasiado pronto?
-Imposible,
¿tú crees que esta criaturita que tenemos aquí, mi pequeña –habló el padre
dirigiéndose a su hija- se iba a levantar más pronto que la hora?, imposible,
con lo que la gusta dormir. De todas formas déjame que vea un momento querida.
La familia
contempló el paisaje de la ventana y fueron incapaces de evitar sobrecogerse.
Sus rostros se ensombrecían junto con la inquietante neblina que adormecía la
figura de los árboles y edificios. Sus ánimos se iban minando lentamente, a
medida que más fijaban su atención en la tenue oscuridad que sombreaba la
calle. Mientras que el oscuro tono anaranjado se difuminaba en el espesor del
aire, transmitiendo un profundo y agobiante sopor, Santiago sintió, por primera
vez en mucho tiempo, verdadera ansiedad. La misma ansiedad que precedió a la
tristeza del trágico día que se evocaba en su memoria y que tanto se esforzaba
por no recordar. Únicamente no parecía afectarle a la niña aquel artificial brillo
sombreado. Incapaz de apreciar el paisaje de la ventana debido a su baja
estatura. Sin embargo, desde la baja posición en la que se encontraba, apreció
un importante detalle en el cielo que se visualizaba desde la ventana.
-¡Mirar!
–Gritó la niña- ¡un eclipse!
-Es verdad
–Afirmó Santiago que apartó la mirada de la vista del eclipse, pues los rayos
de su anillo le cegaban casi con totalidad.
-Hija,
cariño, no mires –Apartó la madre a su hija, de la vista del eclipse,
cogiéndola en brazos.
Algo muy
extraño pensó el padre que sentía, igual que su esposa, la misma desagradable
sensación que su hijo. Viniéndole a la memoria el mismo día amargo que
recordaba Santiago. Además de otros días que su hijo no había vivido y que se
habían incrustado en la memoria del padre y de la madre como una profunda
cicatriz incurable, que convertía los días más felices en los más aciagos.
Mientras
el brillo cegaba la claridad del paisaje lentamente, el mismo brillo que había
impedido que pudieran fijarse en la evidencia del eclipse, distrayéndoles en
oscuros pensamientos, la activa vida de las personas, que caminaban bajo la
lúgubre sombra del paisaje, se sumía en un hondo vacío, tan profundo como la
oscuridad de aquel ígneo anillo celeste, que parecía convertir sus vidas en una
existencia insoportable.
La imagen
de la ciudad y su entorno parecía perder intensidad, debilitándose y decayendo
muy levemente, como decaía el espeso brillo sobre lo inerte de los objetos.
Arrebatando a sus habitantes la fuerza de su vitalidad. El verde de las hojas
perdía parte de su frescura. La humedad de la hierba desprendía el insano aroma
de la ceniza. Los pájaros se agrupaban silenciosos bajo la taciturna protección
de los árboles. Y el oxígeno del aire, aunque respirable, se concentraba hasta
cargar cada denso instante de respiración. La vida parecía ahogarse en la
incierta oscuridad que se comprimía dentro del anillo del eclipse.
Santiago,
apesadumbrado, se despidió de su familia tras haber preparado todo el material
que necesitaba para el examen. Salió de su casa con la sensación de que, aunque
retenía en su privilegiada memoria todo el conocimiento que había estudiado, el
día no sería tan perfecto como había imaginado. Su imperfección se asomaba en
cualquier parte donde fijaba la atención. Salió de su portal y rápidamente se
encontró con el cadáver de un pobre gato negro que devoraban los cuervos. Como
un negro presagio carcomido por una maldición todavía muchísimo peor. El día se
tornaba sumamente aterrador a medida que avanzaba el tiempo y la impactante
silueta del eclipse reinaba, con su dorada corona de fuego, el agobiante vacío
del cielo.
Caminó
directo a la parada del autobús con el ánimo sobrecogido. Ya no pensaba en el
ansia por llegar al examen y completarlo con un perfecto aprobado. Ni en las
ganas de divertirse con sus amigos al terminar absolutamente relajado. Las
sombras del eclipse se reflejaban en el asfalto como anillos que hipnotizaban
deprimidos sentimientos. En la esquina de la parada del autobús el perro de un
vagabundo ladraba a su amo moribundo. Las personas acudían al trabajo con el
rostro severo y nublado de tristeza. La figura del eclipse emergía sobre los
ciudadanos con la profundidad de una hechizante y oscura estrella. El trágico
recuerdo que se asomó a la memoria de Santiago, cuando contempló por vez
primera el eclipse, todavía acaparaba los
pensamientos de su cabeza. Llegó a la parada y se cobijó dentro con la
intención de resguardarse de aquella oscura maldición, mientras esperaba
melancólico la llegada del autobús. Allí se encontró con un amigo. Sin embargo
se saludaron únicamente con la mirada. Ambos se sentían deprimidos como aquel
día el resto del mundo. Solo unas amigables miradas, una leve sonrisa recíproca
y un reflexivo silencio que los hundió durante todo el trayecto hacia el
examen.
Aquella
inesperada ola de tristeza había alcanzado a todo el mundo. A lo largo de la
mañana siguió incrementándose hasta el punto en que se había cancelado el
examen. Las empresas frenaron su producción y todas sus gestiones. En el
parlamento gobernaba una fría neutralidad que hundía a los políticos en la
indiferencia. Los parques se vaciaron como una prolongada pausa en una sinfonía
musical. Las calles quedaron desiertas, una vez se habían refugiado todos en sus
hogares, protegidos de la inerte esencia del eclipse.
Santiago
había comprendido lo que significaba aquel gato devorado por los cuervos. Justo
al tumbarse, cansado y abatido, cuando había regresado al refugio de su cómoda
familia. Había relacionado, quizás por una intuitiva inteligencia y una
despierta imaginación, aquel gato muerto y los cuervos con el mismo augurio que
la tenebrosa sombra del eclipse. Había recordado completamente el trágico
recuerdo, que desde el comienzo le asomaba a la memoria, y había interpretado
el extraño suceso. Una maldición soñolienta que carcomía la vida, obligándoles
a soñar con la tenebrosa presencia de la muerte, en un mundo falto de verdadera
vitalidad y total carencia de sentido.
El
radiante anillo del eclipse permanecía brillando sobre los cielos.
La viva
imagen de la muerte se había presentado ante la vida como una fuerza cósmica de
la naturaleza. Su oscuridad y brillo resaltaban con intensidad en el cielo como
la única certeza de la realidad. Tan clara su oscuridad y tan visible su
radiante círculo de temida perfección. Su luz se enmarcaba como un límite donde
se situaba la vida y brillaba con monótona intensidad, entre la angustiosa
oscuridad que cegaba la luz y la oscura ausencia de la nada. Y lo que más
aterrorizaba, a aquellos quienes al contemplar el hallazgo celestial
experimentaban la misma revelación, era la angustia que se confundía entre
ambas oscuridades. Una oscuridad que convertía el circular brillo de luz en un
débil hilo de insignificante vida.
La sombreada
cortina que cubría la luz cerraba su telón cayendo suavemente, mientras la luna
se distanciaba del sol retornando la natural claridad del día. Sin embargo, el
alma de las personas permaneció deprimida, enturbiada su pureza por el recuerdo
de la neblina que había ensuciado el destello del sol. La oscura suciedad, que
se había mezclado con la limpia nitidez de la luz, había bañado de nostalgia
las calles y praderas que atesoraban el interior de las personas. La melancolía
se cernía sobre los pensamientos que, como oscuras nubes, ocultaban el luminoso
y azul cielo de la felicidad. En el exterior los rayos de sol despejaban la
amplitud del cielo y su azul armonizaba con las naranjas fachadas de los
edificios de ladrillo. Pero los seres vivos se habían sobrecogido al miedo y al
dolor de la supervivencia. La tristeza maquillaba sensiblemente el paisaje y
sus conciencias se fueron aletargando hasta decaer en una hipnótica
somnolencia.
El
recuerdo del eclipse les había sumido en un profundo trauma que cargaba con su
espesor la existencia. La luz se había bañado en sombra y la sombra había
esparcido su espesor sobre la luz. Al igual que la felicidad se mezclaba con la
tristeza y la nostalgia llenaba la atmósfera del sentimiento.
III
La ciencia
nada pudo resolver en sus meticulosas investigaciones que relacionaban el
extraño suceso con el eclipse. Ninguna información se extraía de lo que en
apariencia se identificaba con un suceso nada anómalo. Las predicciones no
fallaron en el momento en que se vislumbraría el eclipse y sus condiciones se
cumplieron. Sin embargo, nadie se explicaba el terrible mal que desolaba el
alma de las personas y que obstaculizaba la investigación. La única resolución
apuntaba a una sugestión colectiva. Pero nadie se explicaba cómo, ya que
improbable era que todas las personas, incluido el resto de seres vivos, sintiesen
en su estado interno la misma agonía que les oprimía en el fondo de sus
corazones. El recuerdo de la fantasmagórica imagen del eclipse perduraba en sus
conciencias como un tormento que estropeaba la felicidad de sus vidas. Aunque
la intensidad de aquel fenómeno se redujo un poco cuando los astros, la tierra
y la luna, continuaron el trayecto de sus órbitas desalineándose del sol.
¿Entonces quizás se debía a la gravedad? ¿A la enigmática fuerza entre dos
cuerpos celestes? Absurdo. Aunque era cierto que la gravedad pesaba sobre el
alma de los humanos. Sin mencionar el resto de animales. Y ¿a qué se debía el
extraño aroma a ceniza que desprendía la vegetación? El aroma no se reducía a
las plantas, sino que también el agua desprendía el olor de la ceniza y la
humedad que flotaba en el aire favorecía aquel desconcertante olor. Aunque sí
se consiguió asociar el olor de las plantas por su efecto vinculado al rocío de
la mañana. El agua hasta entonces inodora había sorprendido con su vapor
insólito al olfato. Pero imposible asociar tan alejados fenómenos los unos con
los otros. ¿Entonces, pudiera ser, que el olor de la ceniza y el eclipse y el
mal de los seres vivos no fueran más que circunstancias fortuitas que se habían
encontrado en el mismo plazo de tiempo? Tal lógica no parecía imposible. Y bien
podría haber sido que fuera el olor de la ceniza la que extenuara las emociones
de los seres vivos y el eclipse solamente el factor que causara la sugestión, o
viceversa según el estado de cada individuo. Pero ninguna de ambas
posibilidades era posible. Ninguna impureza extraña se encontró en el agua. No
hubo ninguna explicación para que el agua oliera y también supiera a ceniza.
El
problema permaneció en suspenso, hasta que se fueron repitiendo los ciclos de
eclipses en todas las regiones de la tierra. La experiencia había triunfado una
vez más sobre la pasada ciencia pareciendo demostrar que sí que podía existir
una relación entre los extraños sucesos. Y los eclipses lucían en el cielo
periódicamente como los desencadenantes. Continuamente abatiendo el alma de los
seres vivos, cada vez con mayor pesar, y concentrando con mayor intensidad el
aroma a ceniza en el agua. Por tanto la cuestión del problema se convirtió en
superstición y la superstición enajenó a las asociaciones de sectas e
instituciones religiosas.
“Comprender el extraño fenómeno del eclipse
empujaba a desentrañar el misterioso secreto de la existencia”
Comenzaron a razonar las personas, tras los continuos pensamientos sobre la
muerte y la vida que inducía la luz del eclipse, y aquel lema, aquel misterio
inexplicable para la ciencia, se convirtió en el mayor incentivo para mistificar
las asociaciones religiosas.
La
desgracia se intensificó con cada nuevo eclipse hasta el grado que aumentaron
los suicidios, la vida de las personas se autodestruía marginándose al abandono y la soledad. Todas las glorias que monumentalizaban la
historia del ser humano quedaron reducidas a ruinas, al amparo de una sombra de
inquietud que desolaba la humanidad y la empujaba al abismo de la muerte. La
fértil tierra cayó en tinieblas y el manto de la noche se cernía sobre océanos,
desiertos, bosques y montañas como un siniestro estremecimiento.
Poco a
poco y lentamente, mientras el dolor de existir hería el placer de vivir, la
tierra se fue convirtiendo en un lugar sombrío. Recóndito a la luz de la
belleza pero profundo en el interior del oscuro corazón de la esencia.
La vida de
la vegetación se retraía a la sombra de sus bosques, la vida de los animales se
deprimía ajena al instinto y la humanidad cayó rendida para arrodillarse bajo
la impactante imagen de un trono, cuyo anillo coronaba la luz en sombra de la
incertidumbre.