Nocturno Secreto

martes, 10 de julio de 2018

La Luz en Sombra (Prólogo)

Prólogo
I
El universo se extendía sobre el espacio como una infinita ciénaga de oscuridad y silencio. La húmeda niebla que cubría los pantanos sumía el mundo en una vacua existencia desde el comienzo de los tiempos. Los ecos de la inmensidad se hundían en el silencioso vacío de su extensión. La nada, estancaba el mundo en una deprimida esencia que inspiraría dolor a quien lo viera. El barro, con el que se amoldaba la forma del mundo, estaba ligado a las raíces de un árbol blanco cuyas hojas resplandecían grisáceas como la plata. De aquel árbol se constituían las hondas raíces que mantenían la profunda tierra de los profundos pantanos.
Mientras que el dolor de la nada, mezclado con la evanescencia de la niebla, humeaba en los pantanos de la amplia ciénaga, la tierra, unida por las blancas raíces del árbol blanco, se explayaba a través de los huecos de la existencia.
Pese al yermo dolor de la ciénaga habitaba en sus pantanos una ninfa de radiantes cabellos dorados y claros ojos azules, cual viva imagen del día, que brillaba con la misma intensidad que una estrella sobre el firmamento. Sus descalzos pies, hundidos sobre la húmeda tierra, germinaban en el terreno las flores y la verde hierba del día. Pero a cada huella que dejaba atrás, la belleza que había florecido se marchitaba retornando a la profunda oscuridad de la noche. Vivía sola, en un mundo de sombras, sin mayor luz que el destello que la envolvía en el aura de la vida. Un destello, claro y nítido, que desprendía calor y abrigaba a la ninfa protegiéndola del humeante dolor de la nada.
Las estrellas de los cielos se reflejaban como gotas de luz sobre el agua de los pantanos.
La niebla de la existencia asfixiaba a la ninfa ahogándola en la tristeza de la honda tierra. La ausencia de más seres que la acompañaran la deprimía vaciando su corazón del brillo de la felicidad. Aunque la ninfa era incapaz de comprender la verdad de su sufrimiento. Pues nunca había conocido el rostro, la caricia, ni la compañía de un ser querido. Ella sola debía, con su luz,  extinguir la oscuridad que la acompañaba en su desesperada soledad. Y mientras el brillo envolvente de su aura la protegía de la muerte, se distraía deslizando sus pies al caminar, perdida y sin rumbo, entre la pena, el dolor y la pantanosa tierra en busca de la ausencia de tristeza.
Cada vez con menos frecuencia de sus pies brotaban las flores y la amplitud de su aura lentamente se reducía. Como si quisiese desvanecerse el brillo para fundirse el delicado cuerpo de la ninfa con el sufrimiento del vacío. Como si el destino de la vida significase morir en soledad para unirse a la soledad del mundo. Como si vivir no importase y nuestras huellas estuviesen condenadas a no florecer jamás, áridas y desnudas ante la insensible verdad de lo inerte.
La mística fuerza, que impulsaba lo sensible y encarnaba a la ninfa, se extinguía hasta apagarse por completo, sin la posibilidad de curarse de la negra enfermedad que la limitaba. Toda su pasión y fuerza, sentía que se malgastaban en concentrarlas para encontrar una ilusión, frágil y diluida sin esperanza, como los diluidos reflejos de las estrellas sobre el agua de los pantanos. Buscaba ya no en la ciénaga de vasto sufrimiento sino en el interior de ella misma, en el último lugar donde todavía brillaría el aura de la vida antes de apagarse. Y recordando los puntos de luz que se reflejaban en el agua pantanosa de la ciénaga. Decidió ahogarse en el interior del pantano para fundirse a la compañía de su reflejo. Semejante a la imagen que proyectaba ella de sí misma desde su interior.
Mientras se ahogaba la ninfa en el interior del pantano, su cuerpo cayó sobre las profundas raíces del árbol blanco que se erigía por encima del agua de la ciénaga. Y del interior de las raíces del árbol surgió un fauno que brillaba como la ninfa, pero su luz, en vez de clara y nítida, se encendía a su alrededor con la misma luz argéntea de las hojas del árbol blanco.
Rescató a la ninfa de ahogarse en el pantano, pero cuando la llevó a la superficie de la ciénaga, la ninfa continuaba muriéndose. Su dorada aura se oprimía confinada en el oscuro dolor que envolvía la niebla de la ciénaga. El fauno, tras observar su radiante belleza, sintió germinar la vida en su corazón, una vida más profunda e intensa que la noche que atormentaba su ser, siempre reducido a habitar su luz plateada en el interior de los bosques y de la existencia. Se enamoró perdidamente de la ninfa comprendiendo que su luz era la misma verdad que había cantado tantos años con su música y poesía. Contempló como algunas flores y plantas brotaban del interior de su aura y como se agarraba su esencia a las raíces de la tierra. De los ojos del fauno cayeron dos gotas, frías como la noche, pero amorosas como su brillo lunar. Lloró porque había comprendido el significado de su vida tras comprender el sentido que guiaba a la ninfa. Por ello tomó la firme decisión de salvarla a cualquier precio, incluso aunque el precio mismo significase su propio sacrificio. El fauno no sería capaz de vivir fuera del interior del árbol blanco, pero tampoco podía la ninfa. Ella que había sufrido desterrada de las raíces de la tierra y que hundida en su soledad, se había entregado a la ilusión de una argéntea esencia que la acompañara. Ahora, aquella argéntea esencia, encarnada en el fauno, la hundía de nuevo en el interior del pantano y la entregaba al interior del blanco árbol, para que su soleada vida trascendiera sobre la ciénaga. Para que, de las hondas raíces del árbol, la esencia de la ninfa embelleciera todos los campos y el oscuro cielo consiguiese el mismo azul que los ojos de la ninfa, tan soñados por el fauno. El fauno, sobrecogido ante tanta belleza, se abandonó a su mortecina luz, para morir él en lugar de la ninfa. Y así, como brillo de la luna eclipsado por el brillo del sol, el alma, con su muerte, salvaría a la vida…

II
Cuando el fauno murió su esencia se unió a los cielos transformándose en la luna. El árbol blanco suministró toda la fuerza de la ninfa, llenando los campos de vida, hasta que el tronco del árbol convirtió el blanco de su corteza en una palidez reseca. Entonces, la esencia de la ninfa se unió a los cielos transformándose en el sol que alumbraría todas las noches, con la luz de la vida, el alma en la luna. De los bellos campos surgieron los seres vivos y entre ellos, nació una especie que, gracias a que había nacido del milagroso árbol, había conservado la esencia del alma y de la vida. El destino de los humanos se vislumbraba bajo la luz y la presencia de los astros…

El joven descansaba en la oscuridad de la habitación somnolienta. Sus párpados estaban cerrados y su cuerpo, tendido sobre la cama, reposaba en el pausado silencio de su cuarto. La persiana de la ventana, herméticamente cerrada, ocluía la total oscuridad infranqueable. Mientras, su móvil se encendía tras marcar el reloj las nueve en punto. Habría despertado el sonido de la alarma a todos los que habitaban la casa de no ser porque, el joven, se había dejado el móvil en silencio. Únicamente el espeso silencio acompañaba al denso sueño. Pero la insignificante luz de la pantalla bastó para despertar al joven de su cómodo letargo. Apartó las sábanas con la relajada calma de quien ha dormido lo suficiente y tras ponerse de pie levantó la oscuridad de sus persianas para abrir paso a la clara luminosidad del día. Algo en el brillo de la calle llamó la atención del joven que admiró el paisaje con extrañeza. Estiró con satisfacción sus músculos, para activar su cuerpo por completo, y recorrió con firmeza inconsciente el pasillo que conducía a la cocina. Allí se preparó su desayuno habitual y removió el café, caliente y humeante en el interior de la taza, mientras sus pensamientos se distraían en la extrañeza de aquel insólito brillo que sombreaba, con un oscuro tono anaranjado, la atmósfera de la calle.
El tranquilo y relajante silencio, sobre el que se desvanecía el humo del café y reposaban los serenos pensamientos del joven, se vio interrumpido por el alboroto que su familia armaba al despertarse y la increíble potencia con la que su padre abría siempre la puerta del cuarto donde dormía. Aquel joven madrugador, a quien le gustaba acostarse temprano y levantarse el primero para administrar su energía siempre al máximo, saludó a su pequeña hermana de cinco años, también madrugadora, que apareció en el umbral de la cocina después de despertarse y venir corriendo. La hermana sonrió y abrazó a su hermano para desearle suerte por el día tan duro que le esperaba. Al instante entraron sus padres en la cocina.
-Hola ¿qué tal? –Saludó el joven a sus padres que le devolvieron el cordial saludo- ¿habéis visto el extraño día que hace hoy? –Preguntó el joven a sus padres que se sorprendieron por la pregunta- es el brillo de afuera ¿No lo habéis notado? parece como si…
-No te preocupes por el brillo de la calle hijo –Le interrumpió su padre- es más, debería estar viéndote centrado, hoy tienes la selectividad ¿Cómo es posible que nunca, ni siquiera hoy, hoy que es el gran día, tampoco te vea angustiado? En serio hijo si supieras lo nervioso que estaba yo en aquel entonces cuando me presenté a la selectividad… y lo apurado que iba… -Todos se rieron, incluido la niña, contenta siempre de haber nacido en una feliz familia.
-Lo llevo bien papá, en serio, no es problema –el padre le miraba sonriendo y asombrado- de verdad, ya sabes que los exámenes nunca han sido un problema difícil –El joven devolvió la sonrisa a su padre y reafirmó- Lo llevo bien.
-Bien seguro que es decir poco –habló orgullosa la madre que le besó a su hijo en la frente- Y deberías, después de todo el tiempo que te he visto encerrado en tu habitación, ¿Habrás aprovechado el tiempo verdad? –Hablaba la madre mientras se distrajo un segundo a apreciar el paisaje de la ventana.
-Claro mamá –Afirmó con risueña seguridad y confianza en sí mismo.
-Pues ahora que me fijo Marcos, Santiago va a tener razón acerca de que el día está bastante raro ¿Qué hora es? ¿Nos hemos levantado demasiado pronto?
-Imposible, ¿tú crees que esta criaturita que tenemos aquí, mi pequeña –habló el padre dirigiéndose a su hija- se iba a levantar más pronto que la hora?, imposible, con lo que la gusta dormir. De todas formas déjame que vea un momento querida.
La familia contempló el paisaje de la ventana y fueron incapaces de evitar sobrecogerse. Sus rostros se ensombrecían junto con la inquietante neblina que adormecía la figura de los árboles y edificios. Sus ánimos se iban minando lentamente, a medida que más fijaban su atención en la tenue oscuridad que sombreaba la calle. Mientras que el oscuro tono anaranjado se difuminaba en el espesor del aire, transmitiendo un profundo y agobiante sopor, Santiago sintió, por primera vez en mucho tiempo, verdadera ansiedad. La misma ansiedad que precedió a la tristeza del trágico día que se evocaba en su memoria y que tanto se esforzaba por no recordar. Únicamente no parecía afectarle a la niña aquel artificial brillo sombreado. Incapaz de apreciar el paisaje de la ventana debido a su baja estatura. Sin embargo, desde la baja posición en la que se encontraba, apreció un importante detalle en el cielo que se visualizaba desde la ventana.
-¡Mirar! –Gritó la niña- ¡un eclipse!
-Es verdad –Afirmó Santiago que apartó la mirada de la vista del eclipse, pues los rayos de su anillo le cegaban casi con totalidad.
-Hija, cariño, no mires –Apartó la madre a su hija, de la vista del eclipse, cogiéndola en brazos.
Algo muy extraño pensó el padre que sentía, igual que su esposa, la misma desagradable sensación que su hijo. Viniéndole a la memoria el mismo día amargo que recordaba Santiago. Además de otros días que su hijo no había vivido y que se habían incrustado en la memoria del padre y de la madre como una profunda cicatriz incurable, que convertía los días más felices en los más aciagos.
Mientras el brillo cegaba la claridad del paisaje lentamente, el mismo brillo que había impedido que pudieran fijarse en la evidencia del eclipse, distrayéndoles en oscuros pensamientos, la activa vida de las personas, que caminaban bajo la lúgubre sombra del paisaje, se sumía en un hondo vacío, tan profundo como la oscuridad de aquel ígneo anillo celeste, que parecía convertir sus vidas en una existencia insoportable.
La imagen de la ciudad y su entorno parecía perder intensidad, debilitándose y decayendo muy levemente, como decaía el espeso brillo sobre lo inerte de los objetos. Arrebatando a sus habitantes la fuerza de su vitalidad. El verde de las hojas perdía parte de su frescura. La humedad de la hierba desprendía el insano aroma de la ceniza. Los pájaros se agrupaban silenciosos bajo la taciturna protección de los árboles. Y el oxígeno del aire, aunque respirable, se concentraba hasta cargar cada denso instante de respiración. La vida parecía ahogarse en la incierta oscuridad que se comprimía dentro del anillo del eclipse.
Santiago, apesadumbrado, se despidió de su familia tras haber preparado todo el material que necesitaba para el examen. Salió de su casa con la sensación de que, aunque retenía en su privilegiada memoria todo el conocimiento que había estudiado, el día no sería tan perfecto como había imaginado. Su imperfección se asomaba en cualquier parte donde fijaba la atención. Salió de su portal y rápidamente se encontró con el cadáver de un pobre gato negro que devoraban los cuervos. Como un negro presagio carcomido por una maldición todavía muchísimo peor. El día se tornaba sumamente aterrador a medida que avanzaba el tiempo y la impactante silueta del eclipse reinaba, con su dorada corona de fuego, el agobiante vacío del cielo.
Caminó directo a la parada del autobús con el ánimo sobrecogido. Ya no pensaba en el ansia por llegar al examen y completarlo con un perfecto aprobado. Ni en las ganas de divertirse con sus amigos al terminar absolutamente relajado. Las sombras del eclipse se reflejaban en el asfalto como anillos que hipnotizaban deprimidos sentimientos. En la esquina de la parada del autobús el perro de un vagabundo ladraba a su amo moribundo. Las personas acudían al trabajo con el rostro severo y nublado de tristeza. La figura del eclipse emergía sobre los ciudadanos con la profundidad de una hechizante y oscura estrella. El trágico recuerdo que se asomó a la memoria de Santiago, cuando contempló por vez primera el eclipse, todavía acaparaba  los pensamientos de su cabeza. Llegó a la parada y se cobijó dentro con la intención de resguardarse de aquella oscura maldición, mientras esperaba melancólico la llegada del autobús. Allí se encontró con un amigo. Sin embargo se saludaron únicamente con la mirada. Ambos se sentían deprimidos como aquel día el resto del mundo. Solo unas amigables miradas, una leve sonrisa recíproca y un reflexivo silencio que los hundió durante todo el trayecto hacia el examen.
Aquella inesperada ola de tristeza había alcanzado a todo el mundo. A lo largo de la mañana siguió incrementándose hasta el punto en que se había cancelado el examen. Las empresas frenaron su producción y todas sus gestiones. En el parlamento gobernaba una fría neutralidad que hundía a los políticos en la indiferencia. Los parques se vaciaron como una prolongada pausa en una sinfonía musical. Las calles quedaron desiertas, una vez se habían refugiado todos en sus hogares, protegidos de la inerte esencia del eclipse.
Santiago había comprendido lo que significaba aquel gato devorado por los cuervos. Justo al tumbarse, cansado y abatido, cuando había regresado al refugio de su cómoda familia. Había relacionado, quizás por una intuitiva inteligencia y una despierta imaginación, aquel gato muerto y los cuervos con el mismo augurio que la tenebrosa sombra del eclipse. Había recordado completamente el trágico recuerdo, que desde el comienzo le asomaba a la memoria, y había interpretado el extraño suceso. Una maldición soñolienta que carcomía la vida, obligándoles a soñar con la tenebrosa presencia de la muerte, en un mundo falto de verdadera vitalidad y total carencia de sentido.
El radiante anillo del eclipse permanecía brillando sobre los cielos.
La viva imagen de la muerte se había presentado ante la vida como una fuerza cósmica de la naturaleza. Su oscuridad y brillo resaltaban con intensidad en el cielo como la única certeza de la realidad. Tan clara su oscuridad y tan visible su radiante círculo de temida perfección. Su luz se enmarcaba como un límite donde se situaba la vida y brillaba con monótona intensidad, entre la angustiosa oscuridad que cegaba la luz y la oscura ausencia de la nada. Y lo que más aterrorizaba, a aquellos quienes al contemplar el hallazgo celestial experimentaban la misma revelación, era la angustia que se confundía entre ambas oscuridades. Una oscuridad que convertía el circular brillo de luz en un débil hilo de insignificante vida.
La sombreada cortina que cubría la luz cerraba su telón cayendo suavemente, mientras la luna se distanciaba del sol retornando la natural claridad del día. Sin embargo, el alma de las personas permaneció deprimida, enturbiada su pureza por el recuerdo de la neblina que había ensuciado el destello del sol. La oscura suciedad, que se había mezclado con la limpia nitidez de la luz, había bañado de nostalgia las calles y praderas que atesoraban el interior de las personas. La melancolía se cernía sobre los pensamientos que, como oscuras nubes, ocultaban el luminoso y azul cielo de la felicidad. En el exterior los rayos de sol despejaban la amplitud del cielo y su azul armonizaba con las naranjas fachadas de los edificios de ladrillo. Pero los seres vivos se habían sobrecogido al miedo y al dolor de la supervivencia. La tristeza maquillaba sensiblemente el paisaje y sus conciencias se fueron aletargando hasta decaer en una hipnótica somnolencia.
El recuerdo del eclipse les había sumido en un profundo trauma que cargaba con su espesor la existencia. La luz se había bañado en sombra y la sombra había esparcido su espesor sobre la luz. Al igual que la felicidad se mezclaba con la tristeza y la nostalgia llenaba la atmósfera del sentimiento.

III
La ciencia nada pudo resolver en sus meticulosas investigaciones que relacionaban el extraño suceso con el eclipse. Ninguna información se extraía de lo que en apariencia se identificaba con un suceso nada anómalo. Las predicciones no fallaron en el momento en que se vislumbraría el eclipse y sus condiciones se cumplieron. Sin embargo, nadie se explicaba el terrible mal que desolaba el alma de las personas y que obstaculizaba la investigación. La única resolución apuntaba a una sugestión colectiva. Pero nadie se explicaba cómo, ya que improbable era que todas las personas, incluido el resto de seres vivos, sintiesen en su estado interno la misma agonía que les oprimía en el fondo de sus corazones. El recuerdo de la fantasmagórica imagen del eclipse perduraba en sus conciencias como un tormento que estropeaba la felicidad de sus vidas. Aunque la intensidad de aquel fenómeno se redujo un poco cuando los astros, la tierra y la luna, continuaron el trayecto de sus órbitas desalineándose del sol. ¿Entonces quizás se debía a la gravedad? ¿A la enigmática fuerza entre dos cuerpos celestes? Absurdo. Aunque era cierto que la gravedad pesaba sobre el alma de los humanos. Sin mencionar el resto de animales. Y ¿a qué se debía el extraño aroma a ceniza que desprendía la vegetación? El aroma no se reducía a las plantas, sino que también el agua desprendía el olor de la ceniza y la humedad que flotaba en el aire favorecía aquel desconcertante olor. Aunque sí se consiguió asociar el olor de las plantas por su efecto vinculado al rocío de la mañana. El agua hasta entonces inodora había sorprendido con su vapor insólito al olfato. Pero imposible asociar tan alejados fenómenos los unos con los otros. ¿Entonces, pudiera ser, que el olor de la ceniza y el eclipse y el mal de los seres vivos no fueran más que circunstancias fortuitas que se habían encontrado en el mismo plazo de tiempo? Tal lógica no parecía imposible. Y bien podría haber sido que fuera el olor de la ceniza la que extenuara las emociones de los seres vivos y el eclipse solamente el factor que causara la sugestión, o viceversa según el estado de cada individuo. Pero ninguna de ambas posibilidades era posible. Ninguna impureza extraña se encontró en el agua. No hubo ninguna explicación para que el agua oliera y también supiera a ceniza.
El problema permaneció en suspenso, hasta que se fueron repitiendo los ciclos de eclipses en todas las regiones de la tierra. La experiencia había triunfado una vez más sobre la pasada ciencia pareciendo demostrar que sí que podía existir una relación entre los extraños sucesos. Y los eclipses lucían en el cielo periódicamente como los desencadenantes. Continuamente abatiendo el alma de los seres vivos, cada vez con mayor pesar, y concentrando con mayor intensidad el aroma a ceniza en el agua. Por tanto la cuestión del problema se convirtió en superstición y la superstición enajenó a las asociaciones de sectas e instituciones religiosas.
“Comprender el extraño fenómeno del eclipse empujaba a desentrañar el misterioso secreto de la existencia” Comenzaron a razonar las personas, tras los continuos pensamientos sobre la muerte y la vida que inducía la luz del eclipse, y aquel lema, aquel misterio inexplicable para la ciencia, se convirtió en el mayor incentivo para mistificar las asociaciones religiosas.
La desgracia se intensificó con cada nuevo eclipse hasta el grado que aumentaron los suicidios, la vida de las personas se autodestruía marginándose al abandono y la soledad. Todas las glorias que monumentalizaban la historia del ser humano quedaron reducidas a ruinas, al amparo de una sombra de inquietud que desolaba la humanidad y la empujaba al abismo de la muerte. La fértil tierra cayó en tinieblas y el manto de la noche se cernía sobre océanos, desiertos, bosques y montañas como un siniestro estremecimiento.
Poco a poco y lentamente, mientras el dolor de existir hería el placer de vivir, la tierra se fue convirtiendo en un lugar sombrío. Recóndito a la luz de la belleza pero profundo en el interior del oscuro corazón de la esencia.
La vida de la vegetación se retraía a la sombra de sus bosques, la vida de los animales se deprimía ajena al instinto y la humanidad cayó rendida para arrodillarse bajo la impactante imagen de un trono, cuyo anillo coronaba la luz en sombra de la incertidumbre.