Nocturno Secreto

lunes, 11 de marzo de 2019

Sueños de arena #2. El material de la soledad

La ciudad existía ensimismada en la cadencia de sus calles y edificios. El monótono sonido del motor de los vehículos adormecía la circulación. Los peatones caminaban con el mutismo de su tristeza. El reflejo de los cristales de las ventanas palidecía la mañana. Las finas hojas de los periódicos se arrugaban con el soplo del viento. Las grises aceras se manchaban con la suciedad de las suelas, los charcos del alcohol y los restos de papeles desperdiciados. Los desnudos árboles secaban la naturaleza del paisaje. Los parques: deshabitados, silenciosos como espacios de reflexión, decorados con el frío e inerte metal de las estatuas; llenaban con sus céspedes el único sentimiento de paz que se respiraba en aquel desestructurado sistema urbano. Las plazas existían como los reductos donde terminaban los solitarios paseos de los ancianos, como los centros de desechos que abandonaban la juventud por la noche y el recuerdo glorioso de una historia perdida en el laberinto de rincones y escaparates. Los vagabundos dormían en ese suelo de suciedad, entre cartones, abrigos o estropeados colchones; marginados al hambre, al frío, la enfermedad y al desamparo, por culpa de una sociedad individualizada y asimétrica que se asfixiaba, encadenada a su propia cadena de producción, y habitaba recluida por el cemento y el ladrillo en sus vacíos hogares. Las terrazas de las cafeterías se llenaban, muy poco a poco durante la mañana, por personas imbuidas en la preocupación de sus pensamientos. El aroma y la temperatura del café despertaban sus sentidos, haciendo olvidar sus problemas y programándoles para el automatismo de sus trabajos. La ciudad se sobrecargaba con el cúmulo de los atascos, los pitidos de los automóviles y la saturación de líneas de autobuses y de metro. Bajo tierra, donde circulaban sobre sólidos y electrizantes railes los trenes de la red de metro, los ciudadanos proseguían el ritmo de sus ideas estancados en monótonos trayectos. Sobre tierra, solo el contaminado aire de la atmósfera oxigenaba sus vivencias.
Aquella mañana la ciudad había despertado sumida en la niebla. La atmósfera se había llenado de un espesor húmedo y grisáceo que todo lo envolvía. Los cristales se empañaban y el cielo, cubierto por un manto de oscuras nubes, se confundía con la vaporosa cortina del ambiente. Un velo de tristeza cubría la artificial luz de los semáforos, que apenas era traspasado por la claridad de los rayos del sol. Los peatones se perdían a la vista de los demás, adentrándose en la suspendida bruma. El corazón de las personas latía silencioso mientras la ciudad entera se hundía en aquel velo de densidad grisácea.
Entre aquella pálida oscuridad, dentro de su habitación, despertó, con cansado sopor, el joven Eidan de 18 años. Su rutinaria existencia consistía en la clásica vida de estudiante de universidad. Su carrera se trataba de la abrumadora filosofía que mucha gente admiraba y que a la par, mucha gente ignoraba. Él era un joven de pelo moreno, ojos negros y apagados como sus acostumbradas ojeras; las cuales, acunaba todas las noches con su acostumbrado insomnio. Se sentía incapaz de conciliar el sueño fácilmente y cada noche se ocluía en una total oscuridad dentro de su cuarto; malograda su despierta cabeza con tediosos y obsesivos pensamientos. Compartía apartamento con otro estudiante, ambos vivían en la misma residencia que les ofrecía la universidad. Su compañero resultaba un completo desconocido, ya que, aunque hubiera transcurrido un año de carrera, Eidan, todavía encontraba dificultades para relacionarse. Todo lo que sabía de su compañero era superficial y para él incluso indiferente. Había intentado conocerle, incluso entablar una buena amistad, pero nunca lograba encarar su más íntima timidez que constantemente le frenaba. Eidan se aislaba, contra sus verdaderos deseos, en una vida solitaria que difícilmente le ayudaría. Sin embargo, por alguna razón que Eidan no alcanzaba a entender, su compañero no actuaba con recelo o molestia hacia él. Todo lo contrario, su compañero lo saludaba con bastante frecuencia e incluso lo invitaba a muchas fiestas entre estudiantes. Pero Eidan, aunque jamás rechazara las invitaciones, no lograba dejar de sentirse solo. No era participativo y su actitud ante la vida escaseaba, pese a que a su compañero, Ángel, jamás le pareciera importar. Por lo tanto, Eidan, se sentía insignificante, no conseguía implicarse socialmente y a la gente de su alrededor, a las casuales personas con las que conversaba, no le daban importancia. Imaginaban que Eidan era un chico tímido, introvertido mejor dicho, por lo tanto le dejaban en paz la mayor parte del tiempo. A lo cual, Eidan, se marginaba todavía más, viviendo apartado del resto del grupo. Pero como se había dicho antes, esta situación solo hacía pensar a Eidan que su existencia carecía de verdadero valor. Pues resultaba indiferente para las personas que él se relacionara o dejara de hacerlo. Con aquel sentimiento de indiferencia, volátil y vacío como la niebla de afuera, había despertado Eidan. Su soledad se había encadenado a su ser de una manera más profunda que para el resto. Pues el leve alivio que encontraba en sus conversaciones con la gente, se esfumaba muy rápido y enseguida se encontraba solo en un amplio espacio lleno de personas.
Eidan desayunó y se aseó con presteza. Saludó a  Ángel y se cambió de ropa para dirigirse a su facultad. La mochila apenas le pesaba y aquella ligera sensación le incomodaba, le obligaba a extrañarse creyendo que se olvidaba algún libro en casa, aunque jamás fuera así. Afuera la niebla persistía, flotando sobre el campus, como una nube de abstracción que nacía de la concentración de pensamientos de los estudiantes. El frío y el temblor se fundían en su cuerpo que parecía atravesado por aquel vapor de humedad. Su mente volvía a atormentarle con la soledad de su ser, en medio de aquel campus repleto de estudiantes que caminaban, prácticamente en manada hacia sus clases. El camino que debía tomar Eidan, casualmente le empujaba a caminar en dirección contraria a la mayoría. Seguramente porque poca gente procedía de allí donde venía Eidan, tampoco importaba realmente. Lo relevante era que, siempre que caminaba en dirección contraria frente a la gran masa de estudiantes, incrementaba su sensación de aislamiento y soledad.
Eidan llegó a la cafetería. Allí se encontró con algunos compañeros de clase y, después de saludarlos, se sentó a su lado. Ellos hicieron como si no existiese, continuando su conversación, una conversación en la cual Eidan no sabía cómo encajar. Nunca encontraba a tiempo las palabras adecuadas, o también pensaba, cuando encontraba las palabras, que no tenía nada interesante que aportar a la conversación. Poco a poco más estudiantes, compañeros de clase de Eidan, se fueron sumando a la fluida y cálida conversación, en la cual, sobraba Eidan. Llegaba a un punto, sobre todo tras un año de aislamiento, que ya no se atrevía ni siquiera en esforzarse por abrir la boca, creyendo que estorbaba. Habían existido raras experiencias que Eidan ingenuamente no lograba explicar. En las cuales, se había sentido rechazado por alguno de sus compañeros. Por tanto, había optado por la opción de no hablar para no molestar. De vez en cuando la gente le miraba de reojo fugazmente, otras evitaban saludarle si podían y nunca le miraban cuando alguien se dirigía a todo el grupo donde él se encontraba. Así fue cuando, olvidado y perdido en aquella difusa vida sin experiencias, Eidan comprendía la vida con el vacío sentimiento de la indiferencia. Ya no sabía si merecía la pena existir. Ese era un pensamiento cada vez más frecuente en su monótona realidad y en algún momento se intensificaba peligrosamente. Las noches que pasaba en su cuarto se convertían en una inútil lucha contra su propia inutilidad en el mundo. Por ello, la lectura que más frecuentaba era la de autores como Camus o Sartre, ya que creía alcanzar a entender el vacío y el sin sentido, la falta de significado que le faltaba a su vida y que, de igual manera, tampoco percibía en la deprimente ciudad donde vivía. Podía darse cuenta que aquella enajenada manera de entender el mundo, ya no cuajaba con su siglo, que el sin sentido, el absurdo, o “el horror”, irónicamente dejaban de ser importantes en un mundo donde nada resultaba verdaderamente importante. Al menos así lo creía Eidan, marginado en su claustrofóbica soledad que le pesaba como su ansiedad volátil y opaca. ¿Cómo podía pensar que existían valores que dotaban de significado objetivo la vida? Si, tal como lo veía Eidan, cada vez más convencido, la gente de su ciudad no tenía nada a lo que aferrarse con verdadera honestidad. Vivimos acostumbrados a creer en valores que debemos desmentir a medida que crecemos. Creemos en un sistema al que llamamos democracia y del que no esperamos verdadera solución. Votamos a partidos en los que no creemos. Vivimos gracias a trabajos que odiamos. Anhelamos una felicidad que desaparece cuando te esfuerzas por vivir una vida digna. Malgastamos el tiempo conversando sobre temas inútiles, admirando personajes que son ficción. Consumiendo y leyendo unos libros, consumiendo y escuchando una música y consumiendo y mirando un cine que sabemos es una basura. Creemos que vivimos acorde a como pensamos, pero basta que se nos ponga en cuestión nuestra forma de pensar, para descubrir que nuestros pensamientos no existen en armonía con nuestras creencias, así tampoco con nuestro estilo de vida. De modo que, por culpa de esta hipocresía en unos e ignorancia en otros, existimos en una sociedad que roza el nihilismo. No ya un nihilismo existencial donde la nada impera en lo real, sino un nihilismo que nos transforma y nos vuelve indiferentes a lo que debería importarnos. Nuestra sociedad nos individualiza y nos distancia de los demás, permitiéndonos cegar por una oscuridad que se difumina junto con nuestras ideas. Inconscientes de la verdadera realidad, que si nos paramos a pensar en ella, quizás, lamentablemente, descubramos que nos está destruyendo por nuestra culpa. Pero el nihilismo que ha nacido como consecuencia se ha extendido tanto, que en la ciudad ya solo se aprecia la difusa niebla que todo lo envuelve y confunde. Al final, para Eidan, solo importaba el vacío en el cual se sentía confinado.
La niebla se extendía alrededor del campus. Los estudiantes caminaban adentrándose o apareciendo en ella. Los árboles armonizaban con la bruma transmitiendo una vaguedad imprecisa en el paisaje. La mañana se difuminaba en una mañana pálida y somnolienta. Eidan se terminó su café y junto con sus compañeros, siguiéndolos medio rezagado, entró en su facultad. Dentro, los muros del edificio resguardaban a los estudiantes y a los profesores de la niebla. Un largo pasillo que comunicaba con diversos módulos y aulas se extendía frente a Eidan. La temperatura abrigaba lo suficiente el calor de las personas, cobijadas en sus abrigos, y la luz y los colores resaltaban con mayor viveza que afuera en la ciudad o en el campus. No se trataba de un escenario gris y sobrio, sino de un espacio blanco, azul y luminoso, solo afligido por la nublada tristeza que traspasaba las ventanas. Pero gracias a los estudiantes el ambiente se llenaba de juventud y entusiasmo. Personas enérgicas se trasladaban de un lugar para otro, implicadas en grandes charlas o presionadas por la tensión de estudiar. Sin embargo, Eidan atravesaba aquel pasillo de vida como la imagen de un fantasma nacido de la niebla. Su rostro blanco como la nieve, sus ojos melancólicos y sus profundas ojeras avanzaban transparentes, surcando el camino de la indiferencia.
Cuando llegó al módulo correspondiente se quedó quieto. Sostenido en un acto de incertidumbre, dudaba si entrar en clase o si quizás merecía más la pena marchar hacía la otra cafetería, de dentro de la facultad, para terminar un trabajo. Su timidez se agarraba a su cuerpo y se acomplejaba ante la idea de ser observado por los demás. De modo que sin pensárselo mucho se decantó por mezclarse dentro del ambiente de la cafetería. Al fin y al cabo no se perdería una clase muy importante y no soportaba la soledad a la que debía enfrentarse, mientras el profesor exponía el contenido del temario. La cafetería de dentro de la facultad era cómoda, mucho más luminosa y alegre, y allí, extrañamente, siempre había sitio para un solitario capaz de pasar desapercibido. Allí podría sin lugar a dudas relajarse y aprovechar para adelantar el trabajo. Eidan recorrió el final del pasillo, bajó unas pocas escaleras y empujó la puerta para entrar en la cafetería. Dentro, tal y como esperaba Eidan, el ruido del bullicio destensaba su timidez. Era cierto que al entrar sentía el agobio de sentirse observado, pero una vez sentado frente a una mesa, su temor se perdía como su ser, difuminado silenciosamente entre el ruido de palabras y risas. Allí Eidan sentía paz. Cierto es que no era una paz imperturbable, pues su soledad hacía mucho que había florecido en su corazón y su tallo le molestaba cada día. Permaneció allí sentado, estudiando el libro que debía leer imbuido en un silencio de reflexión. De vez en cuando se distraía levemente mirando a su alrededor, pero en seguida se concentraba en su lectura. Los estudiantes entraban y salían siguiendo el ritmo activo de la universidad. Jóvenes tomaban alguna cerveza, mientras la mañana esparcía su vaho de ausencia, empañando las ventanas.
Hasta que de pronto, el mismo vaho que nublaba los parques y las farolas penetró dentro de la cafetería a ras de la puerta. Eidan, contemplaba sorprendido como una nube, fina y humeante, ascendía desde el suelo hasta flotar en la cargada atmósfera de la cafetería. Aquel hallazgo insólito solo lo parecía percibir Eidan. Pues el resto de jóvenes continuaban enfrascados en sus conversaciones de grupo, sin pestañear extrañados ante nada. Poco a poco la niebla iba enturbiando la cafetería. Se filtraba a través de las ventanas y las puertas, se colaba entre las sillas y las mesas, se posaba en los alimentos y bebidas, y se mezclaba con el aliento de los estudiantes; hasta nublar sus miradas permeables a la niebla. Al instante, Eidan comenzó a agobiarse, la cafetería semejaba una apariencia distorsionada en una atmósfera vaporosa. Sus formas se nublaban en una silenciosa cadencia que se suspendía en el aire. El tono claro y luminoso, que hacía brillar a la cafetería, se apagaba difuminándose en una oscuridad grisácea. El brillo de todo lo real se consumía monótonamente. Los objetos y las personas, junto con las paredes, palidecían en un limbo de neblina. Pero el resto de personas permanecían en una actitud normal e inmutable. Eidan bruscamente se levantó, guardó su libro en la mochila y huyó de la cafetería, perseguido por aquella inescrutable niebla que se diluía en todos los espacios y oquedades. Su cuerpo temblaba de ansiedad. Oscuros pensamientos, nebulosos y sin identidad, ensombrecían su conciencia. Caminó moderadamente rápido, con la prudencia de no chocar con ningún estudiante y procurando alejarse todo lo posible de aquel extraño fenómeno. Al final, observó como la niebla había desaparecido y a su alrededor todo recuperaba la normalidad. Un grupo de jóvenes miraba a Eidan medio en broma y medio extrañados.
El primer descanso de la primera hora había llegado y Eidan entró en clase, sentándose junto a sus compañeros. Ellos se relajaban: saliendo a fumar, yendo a tomar algo y otros pocos charlaban dentro de clase. Mientras que Eidan permanecía callado, cobijado en su asiento, buscando la manera de estar tranquilo. El ruido de las conversaciones le calmaba, pues le hacía volver a estar en la normalidad. Deseaba olvidar la desagradable sensación que experimentó, viendo como la niebla emborronaba lo real.
Durante la pesada y última clase el profesor conferenciaba el desarrollo de unas ideas que, en nuestro tiempo, no se dudaría de clasificar como míticas. Los estudiantes tomaban apuntes tecleando ametralladoramente en sus portátiles. La prisa justa y necesaria para conseguir alcanzar el ritmo de un profesor que arrojaba, prácticamente, las ideas a la nada. Al menos así era como lo pensaba Eidan. La crisis de su vida no se había frenado en su aislamiento frente a la sociedad, sino que también percibía la inutilidad de su vida en el modo en que se abordaba su carrera de filosofía. La filosofía debía servir para luchar contra el autoengaño, decía un profesor suyo. Pero aunque Eidan estuviera completamente de acuerdo, muchas de sus asignaturas se limitaban a contar la filosofía desde su historia, memorizando un cúmulo de ideas desfasadas respecto a la realidad o el ser humano. No encontraba en la carrera, sino en otros libros que no se mencionaban por sus profesores, el sistema filosófico que, creía Eidan, servía para ordenar y sistematizar con mayor rigor las ideas de su pasado y de su tiempo. De modo que Eidan se sentía atrapado en una espiral de inutilidad, hundiéndose en el vacío de su interior; dictándole que, mientras las personas se consumían en el nihilismo que justificaba la explotación y destrucción del planeta, probablemente terminaría vagabundeando por las  desarraigadas calles de la indiferente ciudad; hasta que le matara la enfermedad, el hambre o le asesinaran, y nadie supiese nunca quién había sido Eidan. Al fin y al cabo no era su destino tan extraño. Si se pensaba un poco, se comprendía que vivía en una sociedad individualizada y atrapada por un sistema que únicamente se medía por el beneficio egoísta; un egoísmo que nos encadena a ser altamente productivos, sin la preocupación o siquiera el conocimiento de nuestras circunstancias de vida. Y mientras tanto, los individuos afortunados no cesan de consumir un contenido basura que degrada, cada vez más, la pobreza y el ecosistema.
Entonces, mientras Eidan reflexionaba acerca de su trágico futuro, la niebla regresaba para acompañarle, nublando el ambiente de la clase. El profesor permanecía exponiendo la lección, los alumnos seguían impasibles, esforzándose por tomar sus apuntes, e incluso, quienes no prestaban atención al profesor, tampoco les llamaba la atención el extraño comportamiento de aquella infiltrada niebla. Eidan admiró sobrecogido como la existencia de la clase perdía intensidad. Todo se cegaba por el manto grisáceo de la niebla, e incluso las palabras del profesor se silenciaban, ocluidas por la concentrada atmósfera que todo lo ahogaba. La nube penetraba atravesando las paredes, la puerta y las ventanas; traspasaba las mesas y sillas, a los alumnos, al profesor e incluso a Eidan. Sentía flotar la niebla en su interior. Era como si hubiese dejado de sentir tristeza o cualquier sentimiento. Solo experimentaba un vacío dentro de él; un vacío acariciado por la niebla que lo hundía en el vértigo y en la insignificancia. Entonces comprendió que el material de aquella niebla no era común. Era una substancia forjada por el vacío y lo impreciso, por la ausencia de moral, por el cúmulo de creencias sin fundamento que imperaba en la realidad del ser humano. El sin sentido, la nada y el horror, o incluso la misma nausea que había leído en sus novelas, se posaba sobre su corazón como un telón que daba fin a toda posibilidad de sentirse parte del significado del mundo. De modo que Eidan, derrotado y abatido por el peso de aquella niebla dentro de su ser, se permitió perderse en aquella oscuridad que se diluía, como se diluía su alma en el vacío. Solo quedaba a su alrededor una atmósfera preñada de la densidad del vapor. Su dolor se difuminaba igual que se había difuminado lo real. Hasta que, finalmente, Eidan solo anhelaba cerrar los ojos para adentrarse en el negro corazón de la niebla; cuando de pronto...
-Quieres quitarte de en medio, Eidan ¿no ves que ha terminado la clase? –le dijo un compañero suyo, sentado a su derecha.
Eidan, atónito, se apartó para dejarle pasar, sintiéndose una vez más insignificante para el mundo, como un elemento sobrante incapaz de encajar en algún lado. Recogió los libros guardándolos en su mochila, se colocó los auriculares para escuchar la radio y salió de la facultad. Mientras en la radio decían que por fortuna la niebla se había despejado en todas las zonas, brillando un sol luminoso en el cielo, Eidan caminaba decaido a través del campus. Caminaba, como un autómata solitario y apático, por un camino nublado que se perdía a través de una infinita niebla.