La ciudad existía
ensimismada en la cadencia de sus calles y edificios. El monótono sonido del
motor de los vehículos adormecía la circulación. Los peatones caminaban con el
mutismo de su tristeza. El reflejo de los cristales de las ventanas palidecía
la mañana. Las finas hojas de los periódicos se arrugaban con el soplo del
viento. Las grises aceras se manchaban con la suciedad de las suelas, los
charcos del alcohol y los restos de papeles desperdiciados. Los desnudos
árboles secaban la naturaleza del paisaje. Los parques: deshabitados,
silenciosos como espacios de reflexión, decorados con el frío e inerte metal de
las estatuas; llenaban con sus céspedes el único sentimiento de paz que se
respiraba en aquel desestructurado sistema urbano. Las plazas existían como los
reductos donde terminaban los solitarios paseos de los ancianos, como los
centros de desechos que abandonaban la juventud por la noche y el recuerdo
glorioso de una historia perdida en el laberinto de rincones y escaparates. Los
vagabundos dormían en ese suelo de suciedad, entre cartones, abrigos o
estropeados colchones; marginados al hambre, al frío, la enfermedad y al
desamparo, por culpa de una sociedad individualizada y asimétrica que se
asfixiaba, encadenada a su propia cadena de producción, y habitaba recluida por
el cemento y el ladrillo en sus vacíos hogares. Las terrazas de las cafeterías
se llenaban, muy poco a poco durante la mañana, por personas imbuidas en la
preocupación de sus pensamientos. El aroma y la temperatura del café despertaban
sus sentidos, haciendo olvidar sus problemas y programándoles para el
automatismo de sus trabajos. La ciudad se sobrecargaba con el cúmulo de los
atascos, los pitidos de los automóviles y la saturación de líneas de autobuses
y de metro. Bajo tierra, donde circulaban sobre sólidos y electrizantes railes
los trenes de la red de metro, los ciudadanos proseguían el ritmo de sus ideas
estancados en monótonos trayectos. Sobre tierra, solo el contaminado aire de la
atmósfera oxigenaba sus vivencias.
Aquella mañana la
ciudad había despertado sumida en la niebla. La atmósfera se había llenado de
un espesor húmedo y grisáceo que todo lo envolvía. Los cristales se empañaban y
el cielo, cubierto por un manto de oscuras nubes, se confundía con la vaporosa
cortina del ambiente. Un velo de tristeza cubría la artificial luz de los
semáforos, que apenas era traspasado por la claridad de los rayos del sol. Los
peatones se perdían a la vista de los demás, adentrándose en la suspendida
bruma. El corazón de las personas latía silencioso mientras la ciudad entera se
hundía en aquel velo de densidad grisácea.
Entre aquella pálida
oscuridad, dentro de su habitación, despertó, con cansado sopor, el joven Eidan
de 18 años. Su rutinaria existencia consistía en la clásica vida de estudiante
de universidad. Su carrera se trataba de la abrumadora filosofía que mucha
gente admiraba y que a la par, mucha gente ignoraba. Él era un joven de pelo
moreno, ojos negros y apagados como sus acostumbradas ojeras; las cuales,
acunaba todas las noches con su acostumbrado insomnio. Se sentía incapaz de
conciliar el sueño fácilmente y cada noche se ocluía en una total oscuridad
dentro de su cuarto; malograda su despierta cabeza con tediosos y obsesivos
pensamientos. Compartía apartamento con otro estudiante, ambos vivían en la
misma residencia que les ofrecía la universidad. Su compañero resultaba un
completo desconocido, ya que, aunque hubiera transcurrido un año de carrera,
Eidan, todavía encontraba dificultades para relacionarse. Todo lo que sabía de
su compañero era superficial y para él incluso indiferente. Había intentado
conocerle, incluso entablar una buena amistad, pero nunca lograba encarar su
más íntima timidez que constantemente le frenaba. Eidan se aislaba, contra sus
verdaderos deseos, en una vida solitaria que difícilmente le ayudaría. Sin
embargo, por alguna razón que Eidan no alcanzaba a entender, su compañero no
actuaba con recelo o molestia hacia él. Todo lo contrario, su compañero lo
saludaba con bastante frecuencia e incluso lo invitaba a muchas fiestas entre
estudiantes. Pero Eidan, aunque jamás rechazara las invitaciones, no lograba
dejar de sentirse solo. No era participativo y su actitud ante la vida
escaseaba, pese a que a su compañero, Ángel, jamás le pareciera importar. Por
lo tanto, Eidan, se sentía insignificante, no conseguía implicarse socialmente
y a la gente de su alrededor, a las casuales personas con las que conversaba,
no le daban importancia. Imaginaban que Eidan era un chico tímido, introvertido
mejor dicho, por lo tanto le dejaban en paz la mayor parte del tiempo. A lo
cual, Eidan, se marginaba todavía más, viviendo apartado del resto del grupo.
Pero como se había dicho antes, esta situación solo hacía pensar a Eidan que su
existencia carecía de verdadero valor. Pues resultaba indiferente para las
personas que él se relacionara o dejara de hacerlo. Con aquel sentimiento de
indiferencia, volátil y vacío como la niebla de afuera, había despertado Eidan.
Su soledad se había encadenado a su ser de una manera más profunda que para el
resto. Pues el leve alivio que encontraba en sus conversaciones con la gente,
se esfumaba muy rápido y enseguida se encontraba solo en un amplio espacio
lleno de personas.
Eidan desayunó y se
aseó con presteza. Saludó a Ángel y se
cambió de ropa para dirigirse a su facultad. La mochila apenas le pesaba y
aquella ligera sensación le incomodaba, le obligaba a extrañarse creyendo que
se olvidaba algún libro en casa, aunque jamás fuera así. Afuera la niebla
persistía, flotando sobre el campus, como una nube de abstracción que nacía de
la concentración de pensamientos de los estudiantes. El frío y el temblor se
fundían en su cuerpo que parecía atravesado por aquel vapor de humedad. Su
mente volvía a atormentarle con la soledad de su ser, en medio de aquel campus
repleto de estudiantes que caminaban, prácticamente en manada hacia sus clases.
El camino que debía tomar Eidan, casualmente le empujaba a caminar en dirección
contraria a la mayoría. Seguramente porque poca gente procedía de allí donde
venía Eidan, tampoco importaba realmente. Lo relevante era que, siempre que
caminaba en dirección contraria frente a la gran masa de estudiantes,
incrementaba su sensación de aislamiento y soledad.
Eidan llegó a la
cafetería. Allí se encontró con algunos compañeros de clase y, después de
saludarlos, se sentó a su lado. Ellos hicieron como si no existiese,
continuando su conversación, una conversación en la cual Eidan no sabía cómo
encajar. Nunca encontraba a tiempo las palabras adecuadas, o también pensaba,
cuando encontraba las palabras, que no tenía nada interesante que aportar a la
conversación. Poco a poco más estudiantes, compañeros de clase de Eidan, se
fueron sumando a la fluida y cálida conversación, en la cual, sobraba Eidan.
Llegaba a un punto, sobre todo tras un año de aislamiento, que ya no se atrevía
ni siquiera en esforzarse por abrir la boca, creyendo que estorbaba. Habían
existido raras experiencias que Eidan ingenuamente no lograba explicar. En las
cuales, se había sentido rechazado por alguno de sus compañeros. Por tanto,
había optado por la opción de no hablar para no molestar. De vez en cuando la
gente le miraba de reojo fugazmente, otras evitaban saludarle si podían y nunca
le miraban cuando alguien se dirigía a todo el grupo donde él se encontraba.
Así fue cuando, olvidado y perdido en aquella difusa vida sin experiencias,
Eidan comprendía la vida con el vacío sentimiento de la indiferencia. Ya no
sabía si merecía la pena existir. Ese era un pensamiento cada vez más frecuente
en su monótona realidad y en algún momento se intensificaba peligrosamente. Las
noches que pasaba en su cuarto se convertían en una inútil lucha contra su
propia inutilidad en el mundo. Por ello, la lectura que más frecuentaba era la
de autores como Camus o Sartre, ya que creía alcanzar a entender el vacío y el
sin sentido, la falta de significado que le faltaba a su vida y que, de igual
manera, tampoco percibía en la deprimente ciudad donde vivía. Podía darse
cuenta que aquella enajenada manera de entender el mundo, ya no cuajaba con su
siglo, que el sin sentido, el absurdo, o “el horror”, irónicamente dejaban de
ser importantes en un mundo donde nada resultaba verdaderamente importante. Al
menos así lo creía Eidan, marginado en su claustrofóbica soledad que le pesaba
como su ansiedad volátil y opaca. ¿Cómo podía pensar que existían valores que
dotaban de significado objetivo la vida? Si, tal como lo veía Eidan, cada vez
más convencido, la gente de su ciudad no tenía nada a lo que aferrarse con
verdadera honestidad. Vivimos acostumbrados a creer en valores que debemos desmentir
a medida que crecemos. Creemos en un sistema al que llamamos democracia y del
que no esperamos verdadera solución. Votamos a partidos en los que no creemos. Vivimos
gracias a trabajos que odiamos. Anhelamos una felicidad que desaparece cuando
te esfuerzas por vivir una vida digna. Malgastamos el tiempo conversando sobre
temas inútiles, admirando personajes que son ficción. Consumiendo y leyendo
unos libros, consumiendo y escuchando una música y consumiendo y mirando un
cine que sabemos es una basura. Creemos que vivimos acorde a como pensamos,
pero basta que se nos ponga en cuestión nuestra forma de pensar, para descubrir
que nuestros pensamientos no existen en armonía con nuestras creencias, así
tampoco con nuestro estilo de vida. De modo que, por culpa de esta hipocresía
en unos e ignorancia en otros, existimos en una sociedad que roza el nihilismo.
No ya un nihilismo existencial donde la nada impera en lo real, sino un
nihilismo que nos transforma y nos vuelve indiferentes a lo que debería
importarnos. Nuestra sociedad nos individualiza y nos distancia de los demás,
permitiéndonos cegar por una oscuridad que se difumina junto con nuestras
ideas. Inconscientes de la verdadera realidad, que si nos paramos a pensar en
ella, quizás, lamentablemente, descubramos que nos está destruyendo por nuestra
culpa. Pero el nihilismo que ha nacido como consecuencia se ha extendido tanto,
que en la ciudad ya solo se aprecia la difusa niebla que todo lo envuelve y
confunde. Al final, para Eidan, solo importaba el vacío en el cual se sentía
confinado.
La niebla se extendía
alrededor del campus. Los estudiantes caminaban adentrándose o apareciendo en
ella. Los árboles armonizaban con la bruma transmitiendo una vaguedad imprecisa
en el paisaje. La mañana se difuminaba en una mañana pálida y somnolienta.
Eidan se terminó su café y junto con sus compañeros, siguiéndolos medio
rezagado, entró en su facultad. Dentro, los muros del edificio resguardaban a
los estudiantes y a los profesores de la niebla. Un largo pasillo que
comunicaba con diversos módulos y aulas se extendía frente a Eidan. La
temperatura abrigaba lo suficiente el calor de las personas, cobijadas en sus
abrigos, y la luz y los colores resaltaban con mayor viveza que afuera en la
ciudad o en el campus. No se trataba de un escenario gris y sobrio, sino de un
espacio blanco, azul y luminoso, solo afligido por la nublada tristeza que
traspasaba las ventanas. Pero gracias a los estudiantes el ambiente se llenaba de juventud y entusiasmo.
Personas enérgicas se trasladaban de un lugar para otro, implicadas en grandes
charlas o presionadas por la tensión de estudiar. Sin embargo, Eidan atravesaba
aquel pasillo de vida como la imagen de un fantasma nacido de la niebla. Su
rostro blanco como la nieve, sus ojos melancólicos y sus profundas ojeras
avanzaban transparentes, surcando el camino de la indiferencia.
Cuando llegó al módulo
correspondiente se quedó quieto. Sostenido en un acto de incertidumbre, dudaba
si entrar en clase o si quizás merecía más la pena marchar hacía la otra cafetería,
de dentro de la facultad, para terminar un trabajo. Su timidez se agarraba a su
cuerpo y se acomplejaba ante la idea de ser observado por los demás. De modo
que sin pensárselo mucho se decantó por mezclarse dentro del ambiente de la cafetería.
Al fin y al cabo no se perdería una clase muy importante y no soportaba la
soledad a la que debía enfrentarse, mientras el profesor exponía el contenido
del temario. La cafetería de dentro de la facultad era cómoda, mucho más
luminosa y alegre, y allí, extrañamente, siempre había sitio para un solitario
capaz de pasar desapercibido. Allí podría sin lugar a dudas relajarse y
aprovechar para adelantar el trabajo. Eidan recorrió el final del pasillo, bajó
unas pocas escaleras y empujó la puerta para entrar en la cafetería. Dentro,
tal y como esperaba Eidan, el ruido del bullicio destensaba su timidez. Era
cierto que al entrar sentía el agobio de sentirse observado, pero una vez
sentado frente a una mesa, su temor se perdía como su ser, difuminado silenciosamente
entre el ruido de palabras y risas. Allí Eidan sentía paz. Cierto es que no era
una paz imperturbable, pues su soledad hacía mucho que había florecido en su
corazón y su tallo le molestaba cada día. Permaneció allí sentado, estudiando
el libro que debía leer imbuido en un silencio de reflexión. De vez en cuando
se distraía levemente mirando a su alrededor, pero en seguida se concentraba en
su lectura. Los estudiantes entraban y salían siguiendo el ritmo activo de la
universidad. Jóvenes tomaban alguna cerveza, mientras la mañana esparcía su
vaho de ausencia, empañando las ventanas.
Hasta que de pronto, el
mismo vaho que nublaba los parques y las farolas penetró dentro de la
cafetería a ras de la puerta. Eidan, contemplaba sorprendido como una nube,
fina y humeante, ascendía desde el suelo hasta flotar en la cargada atmósfera
de la cafetería. Aquel hallazgo insólito solo lo parecía percibir Eidan. Pues
el resto de jóvenes continuaban enfrascados en sus conversaciones de grupo, sin
pestañear extrañados ante nada. Poco a poco la niebla iba enturbiando la
cafetería. Se filtraba a través de las ventanas y las puertas, se colaba entre
las sillas y las mesas, se posaba en los alimentos y bebidas, y se mezclaba con
el aliento de los estudiantes; hasta nublar sus miradas permeables a la niebla.
Al instante, Eidan comenzó a agobiarse, la cafetería semejaba una apariencia
distorsionada en una atmósfera vaporosa. Sus formas se nublaban en una
silenciosa cadencia que se suspendía en el aire. El tono claro y luminoso, que
hacía brillar a la cafetería, se apagaba difuminándose en una oscuridad
grisácea. El brillo de todo lo real se consumía monótonamente. Los objetos y
las personas, junto con las paredes, palidecían en un limbo de neblina. Pero el
resto de personas permanecían en una actitud normal e inmutable. Eidan
bruscamente se levantó, guardó su libro en la mochila y huyó de la cafetería,
perseguido por aquella inescrutable niebla que se diluía en todos los espacios
y oquedades. Su cuerpo temblaba de ansiedad. Oscuros pensamientos, nebulosos y
sin identidad, ensombrecían su conciencia. Caminó moderadamente rápido, con la
prudencia de no chocar con ningún estudiante y procurando alejarse todo lo
posible de aquel extraño fenómeno. Al final, observó como la niebla había
desaparecido y a su alrededor todo recuperaba la normalidad. Un grupo de
jóvenes miraba a Eidan medio en broma y medio extrañados.
El primer descanso de
la primera hora había llegado y Eidan entró en clase, sentándose junto a sus
compañeros. Ellos se relajaban: saliendo a fumar, yendo a tomar algo y otros
pocos charlaban dentro de clase. Mientras que Eidan permanecía callado,
cobijado en su asiento, buscando la manera de estar tranquilo. El ruido de las
conversaciones le calmaba, pues le hacía volver a estar en la normalidad.
Deseaba olvidar la desagradable sensación que experimentó, viendo como la
niebla emborronaba lo real.
Durante la pesada y
última clase el profesor conferenciaba el desarrollo de unas ideas que, en
nuestro tiempo, no se dudaría de clasificar como míticas. Los estudiantes
tomaban apuntes tecleando ametralladoramente en sus portátiles. La prisa justa
y necesaria para conseguir alcanzar el ritmo de un profesor que arrojaba,
prácticamente, las ideas a la nada. Al menos así era como lo pensaba Eidan. La
crisis de su vida no se había frenado en su aislamiento frente a la sociedad,
sino que también percibía la inutilidad de su vida en el modo en que se
abordaba su carrera de filosofía. La filosofía debía servir para luchar contra
el autoengaño, decía un profesor suyo. Pero aunque Eidan estuviera
completamente de acuerdo, muchas de sus asignaturas se limitaban a contar la
filosofía desde su historia, memorizando un cúmulo de ideas desfasadas respecto
a la realidad o el ser humano. No encontraba en la carrera, sino en otros
libros que no se mencionaban por sus profesores, el sistema filosófico que,
creía Eidan, servía para ordenar y sistematizar con mayor rigor las ideas de su
pasado y de su tiempo. De modo que Eidan se sentía atrapado en una espiral de
inutilidad, hundiéndose en el vacío de su interior; dictándole que, mientras las
personas se consumían en el nihilismo que justificaba la explotación y
destrucción del planeta, probablemente terminaría vagabundeando por las desarraigadas calles de la indiferente
ciudad; hasta que le matara la enfermedad, el hambre o le asesinaran, y nadie
supiese nunca quién había sido Eidan. Al fin y al cabo no era su destino tan
extraño. Si se pensaba un poco, se comprendía que vivía en una sociedad individualizada
y atrapada por un sistema que únicamente se medía por el beneficio egoísta; un
egoísmo que nos encadena a ser altamente productivos, sin la preocupación o
siquiera el conocimiento de nuestras circunstancias de vida. Y mientras tanto,
los individuos afortunados no cesan de consumir un contenido basura que degrada,
cada vez más, la pobreza y el ecosistema.
Entonces, mientras
Eidan reflexionaba acerca de su trágico futuro, la niebla regresaba para
acompañarle, nublando el ambiente de la clase. El profesor permanecía
exponiendo la lección, los alumnos seguían impasibles, esforzándose por tomar
sus apuntes, e incluso, quienes no prestaban atención al profesor, tampoco les
llamaba la atención el extraño comportamiento de aquella infiltrada niebla.
Eidan admiró sobrecogido como la existencia de la clase perdía intensidad. Todo
se cegaba por el manto grisáceo de la niebla, e incluso las palabras del
profesor se silenciaban, ocluidas por la concentrada atmósfera que todo lo ahogaba.
La nube penetraba atravesando las paredes, la puerta y las ventanas; traspasaba
las mesas y sillas, a los alumnos, al profesor e incluso a Eidan. Sentía flotar
la niebla en su interior. Era como si hubiese dejado de sentir tristeza o
cualquier sentimiento. Solo experimentaba un vacío dentro de él; un vacío
acariciado por la niebla que lo hundía en el vértigo y en la insignificancia.
Entonces comprendió que el
material de aquella niebla no era común. Era una substancia forjada por el
vacío y lo impreciso, por la ausencia de moral, por el cúmulo de creencias sin
fundamento que imperaba en la realidad del ser humano. El sin sentido, la nada
y el horror, o incluso la misma nausea que había leído en sus novelas, se
posaba sobre su corazón como un telón que daba fin a toda posibilidad de
sentirse parte del significado del mundo. De modo que Eidan, derrotado y
abatido por el peso de aquella niebla dentro de su ser, se permitió perderse en
aquella oscuridad que se diluía, como se diluía su alma en el vacío. Solo
quedaba a su alrededor una atmósfera preñada de la densidad del vapor. Su dolor
se difuminaba igual que se había difuminado lo real. Hasta que, finalmente,
Eidan solo anhelaba cerrar los ojos para adentrarse en el negro corazón de la
niebla; cuando de pronto...
-Quieres quitarte de en
medio, Eidan ¿no ves que ha terminado la clase? –le dijo un compañero suyo,
sentado a su derecha.
Eidan, atónito, se
apartó para dejarle pasar, sintiéndose una vez más insignificante para el
mundo, como un elemento sobrante incapaz de encajar en algún lado. Recogió los
libros guardándolos en su mochila, se colocó los auriculares para escuchar la
radio y salió de la facultad. Mientras en la radio decían que por fortuna la
niebla se había despejado en todas las zonas, brillando un sol luminoso en el
cielo, Eidan caminaba decaido a través del campus. Caminaba, como un autómata
solitario y apático, por un camino nublado que se perdía a través de una
infinita niebla.