I
En tiempos de oscuridad y laúd,
cuando la fe quebrantaba la virtud
y lo real semejaba una ilusión,
nació un joven dotado de talento
para llenar el alma de sentimiento
y al mundo ampliar su visión.
Este joven de perlado ingenio
vivía más sabio que necio,
pues cosechaba en poesía su don
recibiendo los frutos del genio.
Se crio bajo humilde techo
aprendiendo a conservar lo propio
ganado por esfuerzo y derecho.
Así cultivó, para el injusto, odio
y, para el honrado, premio.
De modo que tras cumplir la adultez
se fue de casa para servir al gremio
que esculpía del poeta la esbeltez.
Aplaudidos todos sus tesoros
que brillaban, con hermosa rima,
en cuantía de innumerables oros,
de los escritores recogía la envidia
y de las mujeres la flor de la vida.
Pronto abandonó las calles y tabernas
para encontrar acomodo en las riquezas
de salones que le invitaban a ser la fiesta.
Cantó en inmensos y opulentos castillos
divirtiendo a familias con bellos estribillos.
El mundo se extendió en su imaginación
al recibir el aplauso del que era tenor.
Por ello no tardó en herir el tiempo
el deseo, que sangraba su corazón,
por amar la inmortal gloria del recuerdo.
Así, en el solitario castillo donde vivía
el insomnio, el delirio y la melancolía
se hicieron dueños de su cerebro.
Ya no creaba los reflejos más bellos
solo era esclavo de su poblado sueño
de hiedras, espinas y febriles destellos.
El atardecer brillaba engañoso
con el mismo amanecer rojo.
Confundiendo la noche de la nostalgia
con el verdoso campo de la esperanza.
Las memorias de sus poéticas hazañas
quedaron denostadas en un pozo
donde el olvido se nutre del alma.
Fue entonces cuando una noche
soñó con una voz lejana.
II
La voz cantaba oro, plata y bronce,
aquel cántico prometía poesía y goce.
¿De dónde procedía tal milagro?
¿Tal vez del aura de la luna?
o ¿Quizás era solo soplo soñado?
El viento acariciaba con dulzura
a la nostalgia del alma desnuda.
Al final, el juglar cayó obsesionado,
del laurel de la gloria ansió ser coronado.
Creyendo que esclavo de tanta pureza
compondría versos que le darían grandeza.
Abandonó su triste castillo
persiguiendo aquel hechizo.
Acompañado de su laúd
en su caballo fue tras la luz.
Se adentró en un oscuro bosque
y dentro creyó ser vencido.
Ya que ocurrió entonces
que había perdido la estela
de aquel cántico de belleza.
Envuelto en amenazadoras ramas
y ocluido en niebla de oscuridad
vagó errante sin esperanza
temeroso de su fragilidad.
El silencio en aquel lugar
semejaba al de una lápida,
donde en el interior la vida calla
y no hay consuelo en ninguna lágrima.
De modo que errante creyó ver su final
rindiéndose a su cansada ánima.
Allí soñó con la voz que le guiaba,
ya que era dentro de su alma
y no fuera de su cuerpo
de donde aquel ángel cantaba.
Así que despertó de su silencio
encontrándose junto a su musa amada.
Ella vivía en un gran palacio
sobre el famoso monte Parnaso.
Allí la inspiración era el viento
y la belleza cada sentimiento.
Allí el poeta encontró descanso.
III
Conoció a la musa de su ensueño
cegado por la luz que desprendía.
Escuchó su voz, cántico de poesía,
y quedó prendado como un sueño.
El trovador le preguntó su nombre
y ella respondió que era Calíope,
madre del amante de Eurídice,
reina de la elocuencia como orbe.
El Trovador tras conocerla cayó
suplicando que por favor le amase,
que escribiría los mayores versos
si contaba con la dicha de su amor.
Mas ella contó que debía ganarse
el amor y no regalarse sin afecto.
El pago por un verso no es un beso
que se ofrezca sin enamorarse.
Buscó el poeta con qué enamorarla
hasta que decidió la belleza regalarla.
Le traería la mismísima radiante rosa
que el dragón noche y día custodia.
Y abandonó a la hermosa musa
sin su gran cometido desvelar.
Prometiendo pronto regresar,
prometiendo, elocuente, la luna.
Pasaron las estaciones en el Parnaso,
oyéndose cánticos de nieve y flor.
Para la musa ardía su corazón
esperando del poeta su paso
a su preciado encuentro y amor.
Hasta que llegó el día señalado
en que el trovador se mereció poeta.
Volvió con la radiante rosa en su cuidado
y le regaló a la musa la belleza.
El poeta contó cómo se adentró
en el gótico castillo en ruinas.
Cómo durmió al fiero dragón
con versos de somníferas espinas.
Escaló la torre hasta alcanzar la cima,
rescató la rosa sin quitar ninguna vida.
De ello el poeta presumió con orgullo
creyéndose por fin dueño del mundo.
Pero rápido la musa lloró de tristeza,
de sus ojos resbalaban negras perlas.
“¿Dices que has conseguido la rosa
y no has quitado ninguna vida?
¿Y qué le has quitado al dragón
sino de su ser la razón?
¿No ves el precio de tu victoria?
¿No vislumbras su ilusión perdida?”
La musa desveló un espejo
que no reflejaba reflejo,
sino del mundo su secreto.
“Mira la vida del dragón rendida
¿No ves el charco, no de sangre,
sino de lágrimas por su herida?
Arrebatándole el tesoro que amaba
le has privado de la dicha de su alma.
Hablas de amor y de gloria
sin entender que ambas son una sola
cuando de vivir completo se trata.
Desecha de mi ser amor
pues solo obtendrías miseria.
Temo que no entiendes el valor
que alberga un verdadero poema.”
IV
El destronado y triste poeta
abandonó desterrado la fértil tierra.
Peregrinó por el vasto mundo
buscando un sentido cual vagabundo.
Un día regresó al castillo del dragón,
del cadáver solo quedaban los huesos,
en su poder quedaba marchita la flor.
La soledad le inundó en su silencio
y apenado compuso azules versos.
Con su cántico dibujó un fiel lienzo
de lo que significaba morir de amor.
Cantó con tanta pasión y lamento
que el aire se llenó de sentimiento.
Del cielo grises nubes se cernieron
cayendo gotas de arrepentimiento.
Llovió y nuevos pétalos florecieron.
Tocó una nueva música con su laúd
que le transformó en la criatura
de escamosas alas y aliento de luz.
Destello que engendró la figura
encarnando la poesía su virtud.
Así regresó la bella poderosa imagen
del dragón y su flor de ángel.
Termina aquí esta alegórica historia
de la poesía, la belleza y el amor
que a un taciturno joven le enseñó
la inspirada y verdadera gloria.