Los reflejos de lluvia eran la única belleza
que acariciaba la negra noche. Yo estaba sentado frente al volante en el coche
estacionado, con los ojos fijos y la mirada perdida en las diminutas gotas que
se desvanecían en la oscuridad más allá de la luz de los faros. Del techo del
coche se oía el gotear del cielo y el motor susurraba levemente. Los
limpiaparabrisas despejaban la visión oscilando entre la ansiedad y la certeza empañada.
La oscuridad que me rodeaba abrazaba el frío de mi interior como un vacío en la
distancia. El mundo se había colmado de áspera tristeza; las hojas de los
árboles flotaban en el aire empujadas por el frío del otoño. La soledad
tiritaba mi alma y de nuevo me oprimía la oscuridad de la noche ocluyéndome en
la apatía y el placer de la indiferencia.
Ellos jamás lo comprenderían. La vida
les había resultado un bello jardín de paz, una tierra y todo un mundo que
descubrir. Un hogar donde la felicidad caminaba de la mano del verano y el
invierno arropaba con un amoroso manto sus sueños. En cambio, yo no podía
seguir acompañando sus esperanzas. El jardín que mi alma había clausurado,
arrojando las llaves al fondo del lago en el que se hundía mi ser, se deshacía
en cenizas ardiendo en oscuras llamas de odio y remordimiento. El cielo de
aquella amarga noche sollozaba un llanto que solo mi agrietado corazón
alcanzaba a beber con anhelo y desesperación.
Giré las llaves del contacto apagando
el motor del coche. Los brillantes reflejos de lluvia se extinguieron
bruscamente ahogándose en la sombra y en el imperio de la soledad. Bajé del
coche pisando los charcos del suelo mientras marcaba con mis desgastadas suelas
la huella de mi indiferencia. Protegido por mi capucha encendí la linterna del
móvil y su luz alumbró, unos pasos a lo lejos, una casa llena de habitaciones y
de malos recuerdos. Sin embargo, aquella morada con el techo de pizarra y las
fachadas pintadas en ocre, formaba parte de lo único material, arraigado a las
raíces de esta pútrida civilización, que me quedaba de mis difuntos padres. Seguramente
mi hermana debía haber estado aquí conmigo, acompañándome de la mano para
guiarme y así ayudarme a soportar todo el peso de una realidad que, cada vez
más, contemplaba como se desgastaba su artificial pintura borrada por las
lágrimas de la lluvia. Pero ella jamás entendería que sencillamente me
estorbaba; no podía permitirme cometer el error de decírselo porque en el fondo
siempre la he querido y por ello, su silueta e imagen del reflejo de mis
pensamientos debía nublarse hasta desaparecer completamente de mi memoria. La
realidad posee la sádica ironía de herirte con su afilado cuchillo y no
permitirte cortar los hilos de tu sufrimiento hasta el día que sin desearlo
mueres. Entonces ya no hay retorno; el tiempo te ha cortado, tu miserable vida
se ha roto y todo lo que queda de ti es un cadáver en descomposición. Del
recuerdo de nuestras esperanzas solo el cruel silencio que flota en el espacio
nos habla de su ausencia.
La lluvia caía hiriente desde el cielo
ahogado de oscuridad. Mis pisadas seguían el rumbo propio de un sonámbulo que
callejea por las moradas de su inconsciente a través de la hueca realidad. El
suelo húmedo reflejaba en sus pequeños charcos el llanto de la soledad. La
linterna de mi móvil alumbraba el camino. Un pequeño erizo se cruzó en mi
camino deteniéndose tras ser contemplado por la luz. Mi mente trastornada,
hundida en el juego de la abstracción guió mis pasos vagando entre la humedad
hasta la puerta de la casa. De niño me habría detenido maravillado al ver a
aquel animal que nunca había visto; pero lo único que sentí por aquel animal es
la envidia por no poder refugiarme en una piel de espinas que me protegiera de
los golpes de la vida. Mi mano sacó del
bolsillo las llaves e introduciéndolas en la cerradura giré el pomo y me
resguardé de la lluvia; dentro de la que una vez fue la casa de mi rota
familia. La sombra y la humedad estancada acogieron mi bienvenida.
Los muebles estaban cubiertos por
mantos y polvo, el reflejo del pasado moraba en el espacio de sus habitaciones
como si del espejo de mi conciencia se tratara. Desde el tejado se escuchaba el
repiquetear de la lluvia y las suelas de mis zapatos mojaban el suelo de
piedra. Con la luz de mi móvil me conduje, medio ausente y deprimido, al
interior del sótano bajando las escaleras. Allí la oscuridad abrazaba la
humedad y se respiraba una sensación de mucosidad en la garganta. De vez en
cuando mi linterna alumbraba algunos insectos reptar por las paredes mientras
chocaba con finos restos de telarañas que se pegaban viscosos a mis manos y
pelo. Caminé en medio de los cuatro pilares que mantenían el techo del sótano
hasta el panel de la luz eléctrica. Subí los plomos y la luz regresó a aquel
hogar sumido en el abandono del tiempo.
Pocas personas comparten que la nada
es tan real como los nostálgicos objetos que pueblan su caverna. Su ser
anestesia nuestros alegres sentimientos anegándonos al dolor y al vacío,
porque, y en ello consiste la ironía de toda nuestra vida, la nada es, y lo
único que podemos hacer al respecto es negarla para seguir ilesos en nuestras
vidas carentes de amor y felicidad. Su sustancia envuelve como una pálida
sombra la figura de los objetos vaciándolos de contenido. Confunde la belleza
con el vértigo y la asesina hasta que el espejo de la existencia queda
completamente pulido y sin rostro en el reflejo. Es amenazante, acecha nuestra
nuca como un frío que todo lo hiela; convierte todo lo que a uno le importa, y
alguna vez gozó de vida y destello, en un desierto de objetos inútiles. Aquella
casa no se diferenciaba de aquel desierto. Sus paredes impregnaban de ausencia
mis emociones ofreciendo comodidad a la nada. La desesperanza habitaba en
aquella casa como si un demonio invisible y sin forma llenase el corazón de las
cosas, incluyéndome a mí.
La televisión aquella noche no ofrecía
ningún programa interesante, para variar. Las luces de las lámparas iluminaban
el salón con un artificial fulgor amarillento que en todo debía envidiar a la
luz del sol. Me tumbé en el sofá mirando al techo, mientras escuchaba de fondo
la televisión y la lluvia gotear sobre el tejado, pensando en la naturaleza y
su choque brusco y apático con lo irreal. Todo lo que me rodeaba era nulo,
mohoso en el ambiente y asfixiante como una ciénaga hundida en depresión. Mi
anhelo por conservar el sol en mis brazos para acercarlo a mi pecho se había
extinguido; convertido en cenizas por haberme quemado demasiado con aquel sol. Rápido
y tras aquel pensamiento doloroso arrojé el mando estampándolo contra la pared.
La lluvia caía incesante y la tele emitía fogonazos de luz y sonidos de
palabras banales. El móvil marcaba las 2 de la madrugada, hora exacta. Las
ventanas del salón mostraban un negro campo moteado por puntos luminosos de las
farolas. La tierra y el cielo se confundían llenando el mundo entero de ciego
espesor. Caminé en derredor un rato, abatido por el aburrimiento y estancado en
la inoperancia. Debía haber llamado a mi hermana en aquel preciso momento;
entender que yo no sería capaz de superarlo. Todo la resultaba siempre tan
sencillo, parecía como si poseyera una infinita fuerza que naciera de la
voluntad de su corazón. ¿Dónde estaría ahora mismo? Siempre me cuenta cuales
son sus planes, a qué lugares viaja por trabajo; pero yo apenas consigo
concentrarme para escucharla cuando nos encontramos. Ella relata sus
experiencias, a qué personas ha conocido, quién le ha gustado y cómo de
alocadas e inconscientes son esas absurdas fiestas de pijos enfrascados en sus
botellas de alcohol y egoísmo. Ella, sin embargo, se da perfecta cuenta de mi
actitud y me mira como al hermano pequeño que soy. Me conoce desde que ella
tenía 6 años y desde entonces siempre me ha cuidado; cada vez que nuestros
padres no estaban en casa e incluso las noches de tormenta que yo me asustaba.
De los dos ella siempre ha sido la más fuerte y yo el más frágil y, para
preocupación de mi familia, el más inestable. Pero mi familia ahora estaba
rota. Se había enterrado muerta bajo tierra la mitad de ella que son mis padres
y yo no podía soportar hablar con nadie; ni mucho menos obligar a cargar a mi
hermana Ángela con el dolor de mi conciencia y que al mismo tiempo me estorbara
en mis planes. Ella no me entendería y simplemente fingiría comprensión para
ayudarme. El único problema era que yo sabía perfectamente que no necesitaba
ayuda sino salvación y nada ni nadie podía ofrecerme esa solución. Mi familia
se había roto y al romperse se había abierto una grieta en el mundo que
mostraba la verdad de las cosas tal como eran. Nadie debería privarme por
haberme dado cuenta de que el mundo debía seguir estando roto para no vivir
engañado ni un momento más.
Aquella noche iba a ser una de las
primeras noches difíciles que me estaban deparadas. De modo que sin pensármelo
dos veces entré en la cocina y abrí la despensa para sacar el alcohol. Llené un
vaso como si de un suero para mi dolor se tratase. Lo bebí rápido, sintiendo en
mi paladar un sabor que asfixiaba lo dulce y quemaba en mi garganta. Llené otro
vaso y con él en la mano paseé por la casa. Subí las escaleras de mi heredado
hogar y ojeé las vacías y melancólicas habitaciones. El dormitorio que antaño
había pertenecido a mis padres estaba lleno de ausencia y tristeza. El malestar
imprimía su imagen en la inhabitada cama y el recuerdo punzaba en mi corazón,
mi cabeza y en mis ojos que derramaron incontrolables lágrimas. La soledad
comprimía mi pecho asfixiándome en el dolor que me golpeaba invisible sin saber
de donde procedía y cómo defenderme. Vacié el vaso y lo dejé en el suelo. Todo
a mi alrededor me recordaba a mi familia fallecida y por tanto ya, para todos
los años del resto de mi vida y toda la eternidad: ausente. La realidad
asestaba sus poderosos golpes con una fuerza más perversa que la crueldad y era
la indiferencia; ya que si hubiese sido crueldad habría podido canalizar toda
esa ira contra alguien. Pero estaba yo solo aquella noche perdido en una amplia
casa conviviendo con la soledad de los objetos y paredes inertes de la vida. ¿Dónde
estaba dios? si dios realmente existiese no habría permitido crear un mundo en
el que gobernase la injusticia y el sufrimiento. Yo sabía dónde estaba dios, en
la misma nada que deterioraba la belleza inerte del mundo. Dios no se
diferenciaba en absoluto a la misma naturaleza que estaba descomponiendo el
cadáver de mis padres. Todo daba lo mismo: la ira y el odio, al igual que el
amor y la felicidad, no significaban nada. Dios no existe y nada podían hacer
mis sentimientos contra lo que es ilusorio. El mundo no escucharía mis
plegarias porque no posee conciencia, el mundo no me ayudaría ni siquiera me
reconfortaría en un futuro, sino que se mantendría impasible limitándose a
existir como una niebla sin alma. Por ello debía aprender a afrontar yo solo
esta situación. La realidad es fría, inmoral y debía aprender a fortalecerme;
el problema era que no encontraba nada a que aferrarme en mi vida. Más que
nunca era consciente de como todo se desgasta y se pierde inexorablemente.
Me desnudé por completo y me metí en
la bañera. Me permití rociar con agua caliente un espacio de tiempo intentando
que mi dolor se evaporara empañando los reflejos del baño. Pero el dolor que
sentía era más crudo e intenso del que hubiera soportado nunca. El agua
resbalaba sobre mi piel acariciando el frío de mi tristeza sin abrigarme. La
nada afloraba en mi corazón marchitado.
Cerré el agua de la ducha. Mi corazón
latía acompasado al frío de mi desnudez. Las gotas que resbalaban de mi pelo
por mi rostro se mezclaban con mis lágrimas. El espejo empañado distorsionaba
la imagen de mi reflejo abstrayéndome en la irrealidad del mundo. Miré
fijamente aquel espejo del cuarto de baño buscándome a través del vapor y el
monótono silencio. Afuera había dejado de llover. Me arropé después de secarme;
abrigado cogí las llaves y salí de la casa para tratar de despejarme en el aire
húmedo y fresco del exterior. Afuera misteriosamente se apreciaba alguna
estrella en el cielo; no parecía que fuera a continuar la lluvia. Respiré
calmado, esforzándome por tranquilizarme, conteniendo mis emociones y
recreándome en el escondrijo de la oscuridad. La negrura del espacio nutría mi
vacío reconciliándome con aquella pequeña porción de tierra anclada a la
existencia. La atmósfera transpiraba la humedad de la yerba y su olor me
proporcionó un mínimo destello de placer. Mi ensoñación dejó volar mi fantasía
permitiéndome identificar con alguna estrella perdida como un minúsculo punto
en el firmamento oscuro y difuso. La noche dormitaba como un infinito velo los
sueños de mis vecinos en sus hogares. Cerré con llave la casa y decidí perderme
a través de los caminos que atravesaban el pueblo. De vez en cuando se
escuchaba el rumor de algún vehículo que circulaba por la carretera. Las
piedras del camino chasqueaban con mi caminar y sonámbulo me dejaba llevar de
farola en farola como una polilla caprichosa en busca de la luz más perfecta.
Mis pisadas me condujeron a la
carretera. Había tenido la esperanza de encontrarme con algún animal, tal vez
uno de esos gatos que acostumbran a vagabundear por las calles, pero todo,
aquella noche, parecía rehuirme como un animal maldito. Me senté en un banco
cercano al pueblo sin importarme más de lo necesario el frío. Era evidente que
trataba de encontrar algo, quizás a mí mismo o, si pudiera ser, una especie de
revelación. Como anhelaba que me aconteciera por lo menos el haz de una
revelación que me iluminase en el camino. No podía seguir soportándolo y
fingirlo allí mismo; recluido en la oscuridad y desamparado en el aire nocturno
me abandoné a mi desesperación. La soledad hizo eco de mi personalidad. No
aguantaba la fría brutalidad de este mundo. El mero hecho de lo existente me
consumía como un veneno y entre llantos secos y silenciosos me devoraba a mí
mismo. No encontraba ninguna salida. No soportaba renunciar a la vida pero la
vida me atormentaba.
La noche avanzaba con lentitud. Su
ritmo de frío, aire y negrura demoraba mi alegría. El río fluía y su sonido
rompía el silencio generando armonía. La rueda de la vida se había reducido a
una existencia que quebrantaba mi pasión por lo bello. El mundo era más real de
noche que de día. Los átomos de mis pensamientos desencadenaban la reacción de
la violencia contra mi ego. Solo la destrucción parecía conservar la verdadera
esencia de los elementos. Comencé a detestar mi propia libertad incapaz de
doblar la férrea voluntad caótica de los hechos. Mi destino doblegaba mi ánimo
recordándome el valor de mi vida. Una vida que a ojos de mi interior estaba
acabada y agotada en todas sus formas y sensaciones. Yo me había asegurado de
ello. Toda ilusión o deseo se había consumado. Las aguas del río reflejaban la
luz de las farolas destellando el cauce hacia la laguna estigia.
El reloj marcaba las cuatro de la
madrugada. Había guardado el coche en el garaje y cerrado con llave la puerta
de mi casa después de entrar. Había regresado al aislamiento de mi soledad, la
prisión de mi impotencia que me obligaba a resignarme y a dormir hasta que
comenzara el día.
Miré en el móvil el número y la foto
de perfil de mi hermana. Ella posaba radiante con una sonrisa y una mirada
risueña junto a la torre Eiffel de París. No debía molestarla, ni siquiera
dejarla un mensaje. Seguramente me llamaría por la mañana para preguntarme por
la mudanza. La casa pertenecía a ambos pero le había solicitado que trasladáramos
algunos objetos y muebles a su hogar. Detestaba convivir con el recuerdo de lo
que ya no existía. Me bastaba con mi herida y no saber cómo cicatrizar.
El tiempo pesaba como una larga
alfombra polvorienta cuyos bordados dibujaban la caída de la torre de babel.
Una torre en cuyos niveles se ordenaban todas las inútiles experiencias de mi
memoria. Los minutos se acompasaban unos sobre otros mientras la
procrastinación presionaba su huella inmóvil sobre el cansancio. Aparté el
móvil de mi lado dejándolo olvidado sobre la mesilla central del salón. Me
forzaba a aislarme de todo contacto con mi exterior; en mí solo quedaba mi
pesar, mis recuerdos y aquella casa que habitaba. La noche era lenta y el sueño
no me abatía pese al cansancio. No soportaba la idea de cerrar los ojos y
descansar. La placidez solo ofrecía angustia; una angustia inevitable nacida
del hecho de no saber afrontar la inquietud de mi vida despedazada en
sentimientos y deseos sin finalidad. El tiempo pesaba como una alfombra
polvorienta.
El televisor continuaba imprimiendo
destellos de imágenes en la pantalla. Necesitaba luz, estar despierto. Buscaba
en medio del abismo de aquella noche encontrar una respuesta; quizás esperaba
que la solución de mis problemas apareciera de repente, en verdad, en el fondo
de mi corazón no aceptaba la inutilidad de existir, no cuando la soledad lo
llenaba todo a mi alrededor.
Subí de nuevo al dormitorio que
perteneció a mis padres para repasar los objetos de la mudanza. Abrí la caja
donde se habían guardado las memorias que ellos habían escrito juntos. Me había
decidido a leerlas por última vez. Había algo extraño escrito en aquellos
papeles, mi hermana y yo lo comentábamos a veces. Papá y mamá desarrollaban la
extraña costumbre de pincelar sus vivencias con enigmas de sus sentimientos. La
escritura de sus vidas no era clara. Los hechos que relataban llegaban a
extremos en los que parecían absurdos, incoherentes y demasiado irreales sobre
todo para ser la imaginación de la mente de dos adultos. Todo cobraba la
apariencia de la extrañeza. Ambos habían muerto al mismo tiempo… No se había
producido suicidio, ni asesinato, sus organismos simplemente fallaron; en el
lecho donde dormían solo quedó la imagen petrificada de sus cadáveres
abrazados, y también, sus memorias…
Tanto papá como mamá habían cambiado
durante los últimos cinco años antes de sus muertes. En ese tiempo parecían más
distantes respecto al entorno que les rodeaba, aunque era cierto que tampoco
los había visto tan unidos como aquellos últimos años. Jamás se podría haber
dicho de ellos que fueron una pareja rota, habían sido capaces de formar una
familia y cuidarla con cariño y afecto. Por tanto, nada que yo haya vivido me
servía para explicarme el extraño comportamiento de ellos en el tramo final de
sus vidas. El sorprendente cambio de sus rutinas y la muerte inexplicable de
ambos se me presentaban como una coincidencia demasiado llamativa. El problema
era el informe médico y las enigmáticas palabras del doctor: “Les falló el
corazón, si realmente existe la muerte natural, este ha sido el caso de ellos,
de verdad que lo siento mucho, le doy mis condolencias, al menos no sufrieron”
Les falló el corazón… Me lo podría creer de no ser porque un suceso así no se
presenta al mismo tiempo en dos individuos tan cercanos. Era obvio que no tenía
ningún sentido. ¿Pero qué podría haberlo provocado? sus dietas eran sanas ¿Cómo
se suponía que iba a afrontar aquella pérdida si todo a mi alrededor se
disfrazaba con la máscara de lo absurdo? Siempre cabía la posibilidad de que le
diera vueltas a la cabeza porque me negaba a aceptar sus muertes. Sabía que
habían muerto, era un hecho. Recordaba ver sus dos cadáveres en el velatorio
junto a mi hermana y el resto de familiares lejanos con los que apenas mantenía
el contacto. No obstante, me atormentaba no entender lo que sucedió. Mis padres
habían muerto, joder, ya nunca volvería a saber de ellos, todo el tiempo que
pasé con ellos, aquella felicidad, ya comenzaba a perderse a través del río de
mi memoria fluyendo hasta difuminarse en el océano del olvido.
Permanecí un rato más ojeando las
memorias de mis padres hasta que el cansancio venció a mis párpados. La noche
se precipitó sobre el abismo de lo inconstante. Al día siguiente Ángela, mi
hermana, me estaba llamando al móvil; eran las once y cuarto de la mañana.
- ¿Has conseguido dormir algo? –Me
preguntaba Ángela con su voz dulce y cariñosa a través del sonido del móvil.
- Lo cierto es que sí he dormido,
tarde, pero al final he pegado ojo. Oye ¿Dónde estás, vas a venir a recoger las
cosas entonces? –hablé con tono de cansancio mientras me esforzaba por
despertar completamente.
- Sí te llamaba por eso, estaré en
cuarenta minutos ¿Está todo preparado?
- Ya casi está, anoche estuve leyendo
las memorias de papá y mamá pero el resto está empaquetado. Te quería
preguntar… bueno no, mejor… es decir, prefiero preguntártelo cuando vengas. ¿Tú
estás bien?
- Yo… bueno aguantando, se hace
difícil pensar que ya no están, en realidad es bastante duro, ni siquiera sé si
me he hecho a la idea todavía; creo que estoy intentando tapar el dolor…
- Comprendo – la interrumpí bordemente
y ella lo notó. Transcurrió un breve silencio cargado por mi ansiedad- Lo
siento, es que yo… Lo siento, a mí también me cuesta aceptarlo. Debe ser estar
en esta casa, demasiados sentimientos y adornos inservibles…
- Lauro, salgo para allá, procura no
torturarte, tú estás vivo, ellos no habrían querido que te abandonaras al
sufrimiento. Cuando llegue charlamos. Hasta ahora.
- Adiós.
La llamada se terminó y el silencio inundó
nuevamente el hogar. Me levanté y me dirigí a la cocina. Las ventanas mostraban
el paisaje montañoso y los campos de las demás casas. Una fina neblina que
pronto se difuminaría cubría el ambiente. Procuré no pensar en papá y mamá.
Esperaba que desayunar me curara brevemente por dentro, que el calor del café
despertara no solo mi cuerpo sino también mi latente estado de ánimo. Pero el
café amargo solo calmó mi tristeza el fugaz tiempo que lo bebía. Mi dolor no se
derretía con el calor. Mis sentidos despiertos agudizaban la conciencia de la
soledad. La luz traspasaba las ventanas de la casa iluminándola con sus tonos
apagados de la mañana. La primera noche había sido un constante sometimiento a
la desesperación. Ahora, la oscuridad había desaparecido, esperando a regresar
de nuevo para ensombrecer mis emociones. Miré la hora calculando que Ángela no
tardaría en llegar. En el móvil las noticias de la política, la sociedad y el
entretenimiento habían dejado de interesarme. Quería apreciar el contacto con
lo verdaderamente real, inmediato y accesible. El mundo cobraba mayor
intensidad más allá de las ventanas que en la negra opacidad de las
tecnologías. Buscaba, en el día, a través de la mirada furtiva hacia las hojas
de los árboles, las colinas y sus extensos verdores, así como en el blanco de
las fachadas de las casas y sus tejados anaranjados, una verdad que siempre
había existido delante de mí pero que había perdido en lo invisible. La belleza
que se presentaba ante mis ojos me mostraba una música melancólica y amarga que
me abandonaba a la indiferencia. El cielo cubierto de nubes tapiaba el
escenario del mundo confinándome en mi propio pesar. Sobre un prado de trigo
unos cuervos despedazaban la paja de un triste hombrecillo solitario y absurdo.
Os echo demasiado de menos mamá y papá…
La realidad húmeda de aquella mañana
mancillaba con su aroma la paz de mis emociones desprendiendo el olor de la
ansiedad. El tiempo no cesó ni un solo instante y al poco apareció Ángela en su
furgoneta de reportera entrando en el jardín de la casa. Salió del vehículo con
una agradable sonrisa que hablaba de ternura en sus ojos. Ambos nos dimos un
extenso abrazo en el que curamos, al menos por unos instantes, todo nuestro
dolor. De mis ojos escapó el destello de pequeñas lágrimas.
-¿Estás seguro de que quieres deshacerte
de todos esos recuerdos, Lauro? –me preguntó Ángela estudiándome con la mirada.
-No se trata de lo que de verdad
quiero Ángela, yo no deseo nada de lo que está pasando, en verdad odio todo
esto. Lo odio con toda mi alma, demasiado. No quiero convivir con el dolor y el
odio cogidos de la mano. Ángela, por favor, dime cómo haces… No te veo tan
destrozada como yo. No me mal interpretes, no te estoy acusando de nada, solo
quiero saber cómo haces para ser tan fuerte.
-Yo también estoy pasándolo mal,
Lauro, he estado todos estos recientes días llorando. En el trabajo me he
tomado unas semanas libres porque no era capaz de concentrarme. Pero no me
obsesiono en pasar el duelo yo sola. No entiendo porque te empeñas con aislarte
de los demás encerrándote en este pueblucho. Nada se te ha perdido aquí. Te
conozco, nunca has soportado la soledad. Cuando éramos pequeños y vivíamos aquí
con papá y mamá siempre te acurrucabas de noche a mi lado porque llorabas de
tristeza al sentirte solo en tu cuarto.
-Ángela, aquello fue hace mucho, pasó
el tiempo y crecí…
-Pero ese sentimiento en ti nunca ha
desaparecido. Nunca has soportado la soledad. ¿Por qué cortaste con Claudia? ¿No
vivías con ella y erais felices?
-El amor desapareció. No, más bien se
apagó. Ambos nos distanciamos, nos queríamos pero no nos amábamos. Por lo menos
yo ya no supe como volverla a amar. Luego con la muerte de nuestros padres…
-¿Si, Lauro? –me preguntó expectante
de obtener por fin la respuesta que le explicase mi conducta.
- Luego nos separamos.
-Porque tú lo quisiste –me habló
tajante Ángela.
-Porque yo lo quise sí. Pero a Claudia
tampoco la resultó difícil; ambos comenzamos a discutir… No quiero hablar de
eso Ángela. ¿Por qué insistes en hablar de esto cuando nuestros padres han
muerto? Claudia y yo habríamos cortado tarde o temprano, la muerte de papá y
mamá no fue el desencadenante. Simplemente me abrió los ojos… -Hablé y un velo
de preocupación me cubrió como una sombra.
Ángela me contempló con la mirada triste
un breve tiempo. Era evidente que lo que había hablado con ella no la convencía
pero también comprendía que yo no quería hablar del tema, yo no podía o más
bien todavía no estaba preparado; seguro que pensó Ángela.
-Entonces ¿qué era lo que me dijiste
por teléfono que querías preguntarme?
Mi mente retornó a la oscuridad con la
que había convivido la pasada noche hasta antes de ver a Ángela aquella mañana.
Mi mirada expresaba una preocupación que no sabía disimular y que por dentro me
carcomía en angustia.
-Ángela, ¿Has leído las memorias de
papá y mamá alguna vez?
-De niña mamá me leía sus memorias
antes de dormir – Ángela parecía preocupada recordando su pasado, sus ojos de
pronto se habían perdido en el limbo de su memoria.
-¿Por qué las llamaban memorias? Nada
de lo que cuentan parece real.
-Supongo que para ellos era un juego.
La verdad es que no tengo ni idea, siempre hablaban como si todo lo que
sucediese fuera de esta casa les fuera ajeno.
-¿Ellos no estaban locos verdad?- pregunté
asustado y confundido.
-No Lauro, yo sé que no estaban locos,
todos los que les conocían pensaban muy bien de ellos. Sencillamente pienso que
eran más conscientes de las cosas…
-¿Más conscientes de las cosas? Lo que
he leído en sus memorias no se corresponde con unas mentes que son más
conscientes de las cosas tal y como tú dices. No comprendo por qué nunca me
hablaron directamente a mí de aquellos escritos. Nunca me dejaron leerlos, tuve
que encontrarlos yo mismo.
-¿Por qué te preocupan tanto esas
memorias?
-¿Por qué te hablaron solo a ti de
aquellos escritos? Además me molesta que llames “memorias” a esos escritos.
-No has contestado a mi pregunta.
-Da lo mismo, aquí ocurre algo que no
consigo comprender pero es igual. ¿No habías venido para llevarte las cajas de
las mudanzas? tampoco es mucho, solo un par de adornos, fotos y cuadros. Seguro
caben en tu furgoneta.
Ángela se quedó callada un momento
como silenciando una voz dentro de ella que la asustara respecto al futuro,
pero que no obstante, era consciente debía de afrontar. Aceptó que me negara a
responderla y me acompañó adentro de la casa. El voluminoso espacio de aquel
salón la llenó del sentimiento de la nostalgia y soledad. Sobre sus mejillas
resbalaron unas pocas lágrimas. Todas las cajas estaban listas para ser transportadas.
Mientras tanto, yo me mostraba inquieto esperando a que mi hermana se marchara.
Haber hablado con ella sentía que me distraía de lo importante. No podía
permitírmelo, los sentimientos son demasiado hirientes como para que uno se
atreva a abrazarlos. Su calor nos escita y atrae pero algo dentro de ellos los
sustancializa como una enfermedad helada. Mi vida había alcanzado un punto en
el que los detestaba por no encontrar nada real en ellos. Eran inconstantes e
intensos. Los sentimientos siempre nos contemplan con sus hechizantes ojos y
después terminan por traicionarnos mientras nosotros admiramos enamorados la
belleza de sus miradas. No soportaba la idea de ser un esclavo de los
sentimientos así como tampoco que mi hermana se quedara y me hiciera compañía.
No, lo auténticamente real era la inmanente mudez de lo inerte, lo único
perdurable en el tiempo.
Conforme ayudaba a Ángela a cargar con
la mudanza en su furgoneta ella percibía destellos de mi apatía. A veces daba
la impresión de querer decirme algo, así como un deseo de ocultármelo.
-Las memorias deseo quedármelas –le
hablé a Ángela entendiendo que ella me escondía una verdad que, no obstante,
debía ser yo quien la encontrara por mi cuenta.
-Cómo te plazca, pero sólo recuerda
una cosa, tanto nuestros padres como yo siempre te hemos querido. Esas memorias
eran algo muy personal para ellos y siempre quisieron contártelo, simplemente
esperaban al momento adecuado para que las leyeras.
-¿Con tanto misterio esperas que no
las lea?
-Solo papá y mamá sabían cuando
estarías preparado. Ahora ellos están muertos y no me parece justo que no sepas
del contenido de esas páginas. Aunque, sinceramente, todavía dudo de que estés
preparado. Por favor Lauro, solo son un cúmulo de palabras sobre pensamientos
irreales. No te obsesiones con encontrar una luz que aparezca de la nada. Para
ellos no era más que un juego.
Nos dimos un último abrazo y Ángela se
marchó. “Que no me esforzara por encontrar una luz que apareciese de la nada”
Lo cierto es que era la mejor forma de definir cómo me sentía en aquel momento.
Pero no me afectaba oírlo, sabía que estaba por encima. La esperanza se había
convertido en una ilusión y saberlo me estaba transformando. Ya no veía el mundo
como un bello paisaje de felicidad y armonía. El mundo, siempre el mundo, era
una prisión de caos y destino cuyos retorcidos caminos conducían siempre a la
nada. No, lo cierto era que yo no esperaba una luz que apareciese de repente,
sino que esperaba, como todo en esta vida, que mi luz alumbrase el vacío de la
nada llenándolo de sentido como el vértigo al abismo.
Ángela se marchó, contemplé como se
perdía la imagen de su furgoneta en la distancia. Nuevamente me encontraba
solo, apenado y desorientado. En el cielo un águila volaba en círculos
acechando a su presa. Mi corazón latía cortando el lazo de mis emociones, pero
mi yo, mi cuerpo y mi mente mantenían la serenidad. Regresé a casa abatido por
la apatía.
Tengo demasiados pájaros en la cabeza.
Sabía que debía haber llamado a Claudia y reconciliarme con ella, no obstante
me sentía incapaz de regresar. Quizás jamás la había amado. Pero no, no es
cierto, porque cada vez que recordaba el tiempo que pasé con ella la felicidad
invadía el aura de mis recuerdos. Sin embargo, yo ya no era el mismo y el
cambio no me afectaba. Sencillamente me entregaba porque sentía que no podía
ocurrir de otro modo. La lógica perecedera de este mundo acaparaba mis
pensamientos. El amor debía ser más real que el mismo reflejo del cariño. El
mundo debía ser más auténtico, menos impuro y desorganizado. Lo bello se
anexionaba a lo sucio en la naturaleza cuya propia naturaleza era una entidad
vacía. Lo cierto era que si hubiese llamado a Claudia en aquel entonces y
hubiese vuelto con ella, mi actitud habría sido deshonesta. Pero nada me
liberaba del egoísmo de haberme desentendido de ella tan fácilmente. El tiempo
marcha siempre como una cinta mecánica transportando inútiles objetos de
consumo con fecha de defunción.
Nuevamente dentro de mi casa, el
silencio acompañaba mi actitud apática. Las paredes vacías, impregnadas de
pintura, encarcelaban mis emociones en una prisión de artificiosa serenidad.
Las páginas de las memorias de mis padres esperaban en el centro de la mesilla
para ser leídas. La cabeza me dolía y el pecho se aprisionaba dentro de mí
doliéndome al respirar. Había cortado con los lazos de mi pasado y no era capaz
de sentir ningún remordimiento. La realidad se extendía sobre el espacio y el
tiempo como un vacío que todo lo asfixiaba, anegando su ser. La sustancia del
dolor me encogía el corazón hasta hacerlo añicos. Continuamente en cada pálpito
notaba una muesca desprenderse y formando una oscura grieta. La tristeza había
sucumbido a una desazón más pesada y profunda; una pasión que espesaba la
angustia y llenaba mi ser. La casa había perdido su claridad y se hundía en una
hipnosis de traumas que todo lo adormecía. La ansiedad latía golpeando mi pecho
procurando asfixiarme sin compasión, únicamente torturándome, anhelándome que
desapareciese de esta vida y todo cuanto en ella acontecía. Perdí
momentáneamente el equilibrio, mis rodillas golpearon contra el suelo sin
apenas notar el impacto. Mi mente se mareaba y entonces…
De los cristales de la casa se
dibujaba la imagen de una mujer. Su imagen, contorneada por los cristales,
correspondía a una joven de pelo largo y castaño con un vestido blanco de noche
que relucía como un destellante reflejo. Mis ojos adormecidos se esforzaron por
contemplar aquella mujer cuya sonrisa radiante armonizaban con la dulzura de
sus preciados ojos. Ella se deslizaba a través de los reflejos de los cristales
con la elegancia de una ninfa en los bosques, transportándose de cristal en
cristal. De vez en cuando, si el cristal era pequeño o demasiado fino, solo
relucía el brillo de sus ojos o su sonrisa. Ella parecía danzar de un cristal a
otro bailando una melodía silenciosa que cautivaba cada sentimiento. La
oscuridad del dolor de mi corazón se había extinguido con aquella luz y de mi
pecho una pasión nueva y distinta de todas a cuantas había experimentado en mi
vida acababa de nacer.
Mi alma se había curado. Había
vislumbrado una belleza más intensa que la felicidad misma y mis pensamientos
me arrebataron mis emociones desbordándose por completo. La joven entonó una
melodía con la voz más hermosa que nunca antes había escuchado. Su cántico
parecía angelical y los sentimientos que inspiraba hablaban de esperanza y
amor. Era como si comprendiese que todas las poetisas y poetas del mundo en
vano buscaran su propia voz, sino que la voz más certera y honesta fuese
aquella que les cantase su propia musa.
Yo, hechizado, seguí el cántico de
aquel ángel dentro de la casa. Ella me guió por debajo de las escaleras de
madera y en el suelo se abrió una trampilla por el que se descendía a una
cueva. En la oscuridad de aquella cueva la luz de su reflejo se había consumido
pero su cántico permanecía sonando, guiándome y curando cada herida de mi
interior. Hasta que finalmente llegué a una laguna rodeada de espejos dentro de
la caverna. La joven se volvió más nítida e intensa conforme parecía ganar
sustancia su imagen sobre la superficie de la laguna. Yo, entregado por un
deseo inmenso, arrastrado por una pasión que nunca antes había conocido, ni
creo que alguna vez llegue a comprender, abracé aquella joven que perlaba mis
emociones con su belleza y cariño; dejándome hundir en el interior de la
laguna.
Desperté en mi cama con una fuerte sensación
de cansancio. Era de noche. Al parecer había dormido todo el día después de que
Ángela se hubiera marchado. No haber dormido a penas la noche pasada me había
pasado factura. En el móvil no había ninguna llamada perdida, prácticamente era
como si estuviese desconectado del mundo. El cansancio pesaba sobre mis ojos y
llenaba de dolor mi cabeza. Mis pensamientos parecían querer escapar de mi
mente y mi cuerpo estar agarrotado en mi propio cuerpo. La quietud, el silencio
y los muebles transpiraban la sequedad de la apatía.