Nocturno Secreto

lunes, 30 de noviembre de 2020

Confesiones II


Otra vez, en mí, solo queda existencia. 
De nuevo se ha marchitado la vida, 
los ríos ya no fluyen transparentes, 
los bosques se envenenan en la bruma. 

Otra vez mi esencia me grita silencio. 
La nada se refleja quebrada en el espejo, 
mi corazón late roto y hueco.  

Estoy harto de buscarte en los cielos, 
de nunca encontrarte en cada plegaria, 
de pensar que todo se termina, 
que no hay luz más allá de la vida. 

Otra vez, en mí, solo queda existencia. 

El vacío de una cáscara que envejece, 
los surcos en una piel que muere. 

Me he rendido en mi lucha contra ti, 
ahora solo anhelo que me perdones 
y centellees tu divina presencia. 
Solo deseo que, por una vez, existas. 

Pero te busco y nunca te encuentro. 
Solo me queda la fuerza de mi razonamiento, 
la soledad de saberme ciego ante la luz del cielo, 
la tristeza de abrazar un mundo ateo 
y llorar suplicando tu desalmada existencia. 

No me sirve esta fugaz paz de mis palabras, 
no me basta este silente sentimiento. 
Estoy cansado de añorar esperanza, 
de herirme los labios con su frío beso, 
de la ilusión de haberme creído más, que solo existencia.  

Estoy cansado, harto y malherido, 
en mí solo queda estatua y materia, 
en mí solo queda existencia, 
en mí, solo queda un río de lágrimas sin amor, ni belleza.

lunes, 16 de noviembre de 2020

Sin ilusión

Se ha muerto mi ilusión y mi esperanza. 
Me enamoré de una fantasía 
más intensa que cualquier poesía, 
más profunda y nítida que mi mañana. 

Estoy hundido y perdido en mi tristeza, 
vencido y herido, como un prisionero de guerra. 
Sin alas, sin alegría, sin pasión, ni belleza. 

Se ha roto mi presente, 
se ha distanciado mi futuro. 
Me esfuerzo por construir un puente 
que alcance la lejanía de tu radiante mundo. 
Pero siempre se derrumba y caigo a mi suerte, 
siempre se derruye lo que construyo. 

Existo como un receptáculo de lágrimas, 
como un monte de ceniza de ánimas, 
como un sol, que solo incendia humo. 

Y existo, y existo y no dejo de existir, 
en la nostalgia y en la depresión, 
en este infierno que es vivir 
y en el trauma de arrancarme amor.

miércoles, 21 de octubre de 2020

Delirios de luz blanca

Dormido y soñando un nocturno secreto 
la luna proyecta espejismos en mi recuerdo. 
Recuerdo una pequeña habitación pálida 
donde el amor se cobijaba en una luz cálida. 
El nácar de unos besos dulces y ardientes, 
la nieve de una piel suave y ahora evanescente. 
Recuerdo unos ojos radiantes y sombríos, 
una intensa mirada de destinos perdidos. 
El erotismo que comulgaba con la nada 
de una existencia por el vacío marcada. 
El placer que estallaba en monótonos destellos 
y la atracción de bañarnos en profundos fuegos. 
La claridad de una noche evaporada, 
la difusa oscuridad que nos cohabitaba. 
Palabras que confunden diferencias con sentimientos, 
sentimientos que vibran en el eco de mis recuerdos. 
La soledad se presentaba ausente 
en aquella prisión de hielo incandescente. 
Pero aquí, en aquella habitación vaporosa, 
la verdad se clava como espinas de una rosa, 
cuyos pétalos se desprenden de tus caricias, 
cuyas espinas se clavan en mis memorias. 
Y es que la ausencia se mezcla con la oscuridad 
en este espacio donde la lluvia permea soledad. 
En este lugar recurrente de escondida esencia, 
en esta blanca tumba… de mi conciencia.

sábado, 5 de septiembre de 2020

La indiferencia

He cometido errores 
que me hieren en el silencio. 
He llorado de felicidad y tristeza, 
al final, siempre derrotado por la indiferencia. 
He dibujado flores y besos, 
soñado caricias, bebido amor en excesos. 
Excesos de ternura y cariño, 
excesos de obsesión y pasión, 
entrega de amor cual río. 
He caído víctima de mi engaño, 
me he levantado con el alma rota 
y he vuelto a tropezar en el mismo peldaño. 
La realidad fracturada cose la cicatriz de mi cabeza. 
He sangrado mi propia hipocresía, 
he sanado con la felicidad de mis amigos. 
He calmado mi tristeza con poesía, 
sollozando versos a una luna que en mi nostalgia habita. 
Escribiendo metáforas que brotaban del jardín de mi alma 
he renacido en el paraíso del parnaso. 
He bailado con la incertidumbre 
hasta rendirme a los pies de la duda. 
He saltado al abismo de la locura 
y me he guiado en la oscuridad 
sin ninguna luz que el camino alumbre. 
He respirado la armonía en soledad. 
He sentido la victoria en la tragedia, 
el aprendizaje de la catarsis, 
y he derramado alegría en la comedia. 
Pero la vida se consume sin que la agote. 
El océano del sentimiento se hiela 
y, al final, no hay ilusión que roce, 
no hay alegría sin dolor que note. 
Porque he cometido errores… 
que me hieren en el silencio. 
Porque he llorado de felicidad y tristeza… 
pero al final, siempre vence la indiferencia.

viernes, 4 de septiembre de 2020

Sombra de la existencia

Este es un poema que escribí a finales del 2010, al que tengo mucho cariño, y que escribí influenciado por mi amigo "cuervosinalas". Espero que les guste.

De oscuras cuevas escapé. 
Alma calma mi ideal, 
mente siente me hace real. 
Nuevas reglas inventé. 
¿Somos homos sapienciales? 
¿Somos siquiera racionales? 
Explícame que es la razón, 
yo la perdí al descubrir mi don, 
reo de una vida de pasión. 
Pienso y siento mas no veo existencia, 
la perdí al tomar conciencia. 
No soy consciente de una salvación, 
víctimas de la maldición del creador. 
Busco en lo profundo de mi ser, 
alma enséñame a creer, 
porque odio esta vida de ilusión. 
Harto de experiencias que sufriste 
con la mente y el alma, muerte, 
dime que hiciste. 
Condenados a la duda eterna,
condenados al deseo de hallar respuesta, 
condenados a nacer en caverna, 
solo veo mirada incierta 
y un trágico fin antes de superar la cuesta. 
¿escrito está el futuro? 
Detesto ser esclavo del destino. 
Libertad plena auguro, 
no el final negro oscuro. 
¿Hay en todo esto un sentido? 
o es solo un concepto que mi mente ha definido. 
¡Maldita realidad relativa! 
¡Dubitativa verdad o mentira permitida!

domingo, 9 de agosto de 2020

Me he perdido

Me he perdido,
admirando mi felicidad en el reflejo de tus ojos.
Llorando cada instante que nos imaginé juntos,
soñando con hacerte el amor en nuestro refugio.
Me he perdido, 
nadando en el océano de nuestro amor,
sin apenas recordar cómo regresar a casa,
tan solo adentrándome en el infinito.
Me he perdido
tratando de encontrarte. 
Dibujando tu bella sonrisa de diosa
en un papel humedecido por mis lágrimas.
Me he perdido, 
sangrando el deseo de besarte,
cuando en realidad bebía la tristeza de perderte.
Pues no recuerdo a qué saben tus labios
y es ese vacío la certeza de no poder amarte.
Me he perdido, 
entregado a una felicidad maravillosa, 
pero que ha cortado todos los hilos
y me ha soltado empujándome a la caída.
Me he perdido.
La realidad sabe demasiado amarga
y no me cura la caricia de su aspereza.
Despierto cada mañana en la indiferencia
y lloro cada tarde de soledad y nostalgia.
Me he perdido
y deseo que nadie me encuentre.
No hasta que consiga convertir lo irreal en esencia. 
Hasta que perciba, del sabor de tus labios, 
un te quiero más dulce que la ternura de tu mirada.
Me he perdido, 
soñando recordar en tus ojos lágrimas de miel
por la pérdida de nuestro cariño.
Y en definitiva, sin esperanza me he perdido,
ya que me cuesta aceptar… que nunca has existido.

lunes, 27 de julio de 2020

Seco de emociones

Creía haber encontrado el destello del sol,
sentía arder el cielo dentro de mi pecho
y avivar sus llamas por el abrazo del viento.

En cambio, el delirio me ha secado por dentro,
ya no diferencio entre vacío y amor,
ya no siento nada, solo órganos en mi interior.

Creía haber conquistado la tierra y la felicidad,
pero mi imaginación me ha corrompido
rozando tan solo las cadenas de mi soledad.

Soy víctima, esclavo de la cárcel de mi cerebro,
sustancia biológica sin pasiones ni sentido.
Solo un mellado hueco en mi corazón detenido,
confusa marioneta enredada en los hilos de cada recuerdo.

La noche ya solo inspira el calor sofocante,
el cielo estrellado se esconde en un cielo contaminado,
la ciudad sufre el insomnio de no dormir por cansancio
y mis latidos quiebran el ritmo de un amor sin amante.

miércoles, 3 de junio de 2020

La luz en sombra

El universo era una infinita ciénaga donde imperaba la oscuridad y el silencio. Sus pantanos humeaban el vacío de la existencia y su oscuridad era el viento silencioso. Sus árboles eran como sombras sinuosas que susurraban con el movimiento del aire. Sin embargo, aquellos árboles daban frutos que brillaban como puntos de luz sobre la región del espacio. La extensión de la ciénaga se prolongaba tanto como huecos pudiese llenar la existencia. La ausencia flotaba como niebla que abrigaba de tristeza aquel pantanoso bosque de tiniebla. Las copas de los árboles se juntaban y de ellas nacían nuevos árboles con nuevos y brillantes frutos. Formando infinitas superficies en un espacio de esferas de luz que colgaban de los árboles fantasmales. La sombra abrazaba al dolor de no sentir, a la carencia del movimiento y de la experiencia, al estático cometido de ser presencia escondida en oscura presencia. Juntos, los árboles ganaban resistencia con sus flexibles troncos capaces de soportar la profunda fuerza de la oscuridad. Tapizaban el vacío creando un velo bordado con múltiples destellos de agujas. Diminutos puntos de luz que desnudaban presencia y temblaban como gotas relucientes sobre el reflejo del agua. El universo era una frondosa ciénaga cuya eternidad inundaba los pantanos.
Pero entre aquella densa oscuridad, permeada por agujeros luminosos, había un árbol del que brotaban multitud de frutos tan brillantes que terminaron por incendiarlo. La luz de los frutos cubrió al árbol en un aura de intensidad hasta convertirse en un nuevo ser. Del tronco y de las pobladas ramas apareció una ninfa de verdes cabellos y piel dorada que cayó al suelo tras cobrar vida. El frío afilado de la oscuridad la rozaba, pero su dorada piel calentaba su cuerpo protegiéndola. Al comienzo temblaba, no de frío sino de terror. Se sentía desnuda e indefensa ante el vértigo de una realidad que la abandonaba al vacío de la oscuridad. Se abrazó, recogiéndose sobre sí misma, tumbada en el suelo mientras continuaba temblando. Sentía que se caería en la profundidad del vacío si dejaba de abrazarse. Por ello se agarraba a sí misma extraviada en un universo inhóspito; plagado de negrura y horizonte. El aire se deslizaba sobre su cuerpo como una cortina acaricia en silencio las noches. El tiempo palpitaba en el agua estancada, la ciénaga lloraba lágrimas de fuego y los árboles murmuraban con sus ramas pensamientos que acunaban a la ninfa. Ella escuchaba la dulzura de las hojas que suavizaban la noche espesa. La luz de los frutos incendiaba sus emociones; avivando un fuego en cada rincón del universo que ella sentía en su interior. La ciénaga le hablaba de la calma del agua y de la nostalgia de sus fulgurantes y apagados reflejos; de la frondosa extensión de aquellos árboles que prometían una libertad infinita; del íntimo refugio que la oscuridad ofrecía con su sosiego… Los pantanos continuaban humeando la neblina de la nada. Entonces, el dolor de la niebla se infiltró como una nausea en la respiración de la ninfa y se mezcló con sus intensas sensaciones. Hasta nacer dentro de ella una agonía que exhalaba el deseo de despertar. La ninfa dejó de temblar y huyendo del sueño en el que la ciénaga le cobijaba se atrevió a abrir los ojos. Sus claros ojos azules contemplaron la opaca negrura del universo, en el que transpiraban motas de destellos relucientes. El aire se impregnaba de ausencia, contaminando de tristeza la felicidad de las emociones de la ninfa. Había despertado de los rumores que velaban sus ilusiones y la inerte esencia de la nada la ahogaba secando su corazón. El dolor crecía como un abismo que se hundía en su interior; la angustiaba notando la presión del vacío y el peso de la existencia.
Pronto comenzó a notar la aspereza en su dorada carne que la quemaba como un calor seco. El oro ardiente de su piel resbalaba como arena sobre su cuerpo igual que un sol quemado deshaciéndose en luz. Apoyó las manos en el suelo para levantarse y un vapor cálido ascendió desde la húmeda tierra. Sus descalzos pies secaban el terreno carbonizándolo. El aire entraba asfixiado en sus pulmones acumulando la ansiedad que aprisionaba sus sentimientos. Se agarró a un árbol y selló en su tronco la señal de sus manos. El árbol herido soltó sus frutos que brillaban con la misma pureza que el diamante. La ninfa observó que la luz de los frutos alumbraba la armonía de la noche. Aquella luz pura estallaba su destello en el corazón con la mirada. Acariciaba sus manos que no se quemaban con el contacto y cuando mordió la fruta, la prisión de soledad que sentía, se condensó en un haz de destello hasta evaporarse la apatía de su ser. De pronto, creció de su interior un luminoso aura que alumbraba un reducido volumen de su alrededor. Del húmedo terreno afloraba una gran vegetación que cobraba el color de la viva naturaleza. Sus pies ya no quemaban la tierra sino que la rejuvenecían. La belleza brotaba allí donde ella caminaba. Sin embargo, después de avanzar unos pocos pasos y de dejar, con su luz, atrás el terreno pisado, la vegetación se marchitaba regresando a la solitaria oscuridad.
La ciénaga era la única existencia del universo. Un mundo sin límites que acogía la ninfa como un hogar. Recorría la ciénaga fascinada por cada una de las maravillas que crecían a su paso. Disfrutaba viendo nacer toda la vegetación, las diferentes flores y plantas que la sorprendían. Se maravillaba al descubrir que aparecían pequeños seres capaces de movimiento. Sonreía porque al tocarlos aquellos diminutos seres recorrían sus brazos y le hacían cosquillas. Admiraba como revoloteaban dentro de la radiante esfera que procedía de su interior. Corría sobre la pureza de campos sembrados envuelta en una felicidad tangible. Trepaba hasta las innumerables copas de los árboles y, durante unos instantes, su pasión inundaba el suelo de incesante vida. Los árboles que ofrecían sus frutos eran negros con las hojas viscosas como manchas de barro, pero sus frutos redondos y dulces sembraban en la ninfa la capacidad de transformar los árboles en majestuosos troncos con las hojas verdes y frescas, al menos, el tiempo que ella caminara cerca de ellos. La oscuridad se anexionaba a la inexistencia como un hueco insondable, cuyos límites se frenaban en los contornos del aura que protegía a la ninfa.
Cerca de una eternidad, el volumen del aura de la ninfa había crecido en amplitud hasta invadir inmensas distancias. Ella había encontrado en su camino multitud de especies vivas. Las había cogido con cariño y observado el transcurso de sus vidas. Había sido el calor que las cuidaba y también las lágrimas que lloraban sus muertes. La dolía abandonar aquellos diminutos seres, pero en su corazón latía una ansiedad que palpitaba por explorar no el bosque de la ciénaga sino el universo. Frecuentemente se alimentaba de los frutos para mantener encendida su poderosa aura que contenía la energía de la vida. Y tiempo tras tiempo la ninfa comenzó a notar en su pecho un hueco, que parecía, solo la oscuridad era capaz de llenar. De repente daba igual que continuara alimentándose de los frutos. El aura de su vida empezaba a extinguirse. Aunque, los periodos en los que la amplitud de su brillo se reducía eran largos y podrían ser felices, también se prolongaba el tiempo que duraba su tristeza. La oscuridad iba penetrando nuevas capas que destruían las fronteras de la radiante aura. La ninfa se consumía hundiéndose su esencia en la estéril tierra de la que procedía. Poco a poco la belleza que florecía de su brillo se tornaba simple e insignificante a sus ojos. El sabor de los frutos se iba pareciendo a la viscosidad de las hojas de los árboles. Su intensa pasión se apagaba como apagado era el universo en su mayoría. Su sentimiento, húmedo de apatía y humeante de indiferencia, se estancaba pantanoso.
La ninfa desarrolló el sentimiento de asco hacia los seres que nacían por su luz. Los aplastaba repulsivamente y solo percibía en ellos la misma viscosidad que, agobiante, impregnaba la atmósfera del universo que la rodeaba. La claridad era un mal que alumbraba dolor cuando en verdad solo debía existir materia insensible e inerte. Recordaba la angustia que soportó el día de su nacimiento y ya solo comprendía que durante una vida solo había estado huyendo de aquella desgracia inevitable. La misma desgracia a la que estaban sometidos los seres que surgían de los campos cubiertos por su luz. Estaba harta de aquella belleza. El destello de lo brillante estallaba odio en su ser. Su vida consumaba la vida en cada nacimiento y solo ahora comprendía la tragedia. Ahora que la penetrante oscuridad la limitaba a proyectar luz en la figura de su cuerpo únicamente. Pero, sin embargo, la ninfa se negaba a morir. El aura de su cuerpo irradiaba el deseo de seguir siendo. Su vida debía consumar la vida en cada nacimiento. Los límites del mundo podían ocluirse en el vacío de un abismo de oscuridad, pero dentro de ella avivaba una llama tan intensa que todo lo quemaba. Necesitaba estar en el mundo, ser la radiante ninfa que con sus azules ojos contemplaba en el reflejo de los pantanos sus verdes cabellos y dorada piel. Se veía en el reflejo del agua mirando la intensidad de la vida. Pero inevitablemente se moría porque, aunque deseara vivir, no anhelaba la vida a la que le condenaba la realidad. Ella afirmaba su deseo de estar en el mundo pero constantemente el mundo le negaba a ella. La negrura fue haciéndose más espesa. La oscuridad soplaba el viento que agitaba las ramas de los negros árboles. Al final, el brillo de la ninfa terminó por extinguirse en su fría carne. De nuevo solo los frutos de los árboles alumbraban el silencio de la eterna noche.
La ninfa desamparada a su desnudez conoció entonces el desgarramiento helado de la noche. Los pantanos humeaban el volátil vacío que se difuminaba en la inmensa mancha de la oscuridad. Las frutas de los árboles llameaban blancas como lágrimas que encendían nocturnos sentimientos. El frondoso bosque de la ciénaga poblaba el universo de rumores sin palabras ni sentidos. De repente la ninfa sintió un pequeño golpe parecido a una caricia en su pecho. De seguido le acompañó otro golpe y otro y otro. Hasta que todos aquellos golpes retumbaban dentro de ella con el pulso de latidos constantes. Estaba tumbada sobre la humedad de la tierra. Su cuerpo tendido sobre el barro se ensuciaba del dolor de la ciénaga. Su indefenso corazón palpitaba en una profunda oscuridad sin eco. La ninfa, arrebatada su vitalidad, se arrastró serpenteando sobre la ciénaga hasta alcanzar una amplia laguna. Conseguía apreciar su reflejo a través de la oscuridad gracias a las brillantes frutas de un árbol cercano. La laguna temblaba sus aguas con la misma ligereza del aire y el ritmo pausado del tiempo. Su rostro rememoraba todas las experiencias que había vivido mientras contemplaba su reflejo. En su interior la oscuridad había tocado lo profano. La vida ya solo era un recuerdo que palidecía en su memoria, como una débil luz oculta en la bruma o como la oscura nitidez que ondeaba en el reflejo de la laguna. De modo que la ninfa atesoró dentro de sí la ínfima luz que flotaba en el vacío de su mortal corazón… y se arrojó al vacío húmedo y espeso que inundaba la oscuridad de la ciénaga. Destellos de agua brotaron extendiéndose en ondas sobre la superficie.
En la profundidad de la laguna el cuerpo inmóvil de la ninfa descendía suavemente. Caía hacia el fondo resbalando entre las aguas. En medio de aquella oscuridad mojada se hundía por el peso de la tenue luz que había atesorado dentro de sí misma. Los cabellos de la ninfa se extendían apagados y su cuerpo terminó apoyándose en la arena del fondo. Instantáneamente la arena empezó a brillar como una fuente de perlas que centelleaban en el húmedo espacio. Parecía que la ninfa había encendido aquella luz con el último destello de su interior. Porque después de que la arena brillara como blanca pureza su cuerpo flotó hacia la superficie y allí se quedó quieta. Apagada en la inmensidad.
Fue entonces cuando apareció entre la espesura del negro bosque un ser que brillaba como la arena de la laguna. De cintura para arriba tenía la apariencia de un humano, mientras que sus dos piernas eran de cabra al igual que los dos cuernos de su cabeza. El pelo de sus patas y su cabello rizado eran grises como la ceniza, su piel era pálida y sus retorcidos cuernos brillaban como plata. Se hacía llamar a sí mismo Fauno y llevaba colgando de su cuello una flauta de Pan, de la que nunca se separaba. Su figura había emergido de la oscuridad como un haz que alumbraba con caricias la melancolía. El redondo iris de sus ojos brillaba perlado de blanco con motas de tintes grisáceos. El destello de su mirada sollozaba la ternura de una íntima belleza.  Fauno se había acercado a la laguna atraído por la radiante luz que emergía de la arena del fondo. Aquella luz desprendía un aura que se proyectaba sobre la copa de los árboles y sus brillantes frutos, confundiéndose ambos destellos en el bosque. Entonces Fauno se acercó al agua y vio el débil cuerpo de la ninfa. La sensibilidad de sus ojos, que penetraban la espesura de la noche, percibía el trémulo latido que residía en su pecho. Pero lo que más impresionó a Fauno fue encontrar a otro ser que se semejara a él en movimiento y posiblemente también en pensamiento.
Se acercó tímido a la ninfa. Sabía que ella permanecía con vida y que su tiempo no peligraba en su contra. El silencio extendía su eco como ondas que temblaban en la laguna. La ninfa respiraba la vibración que palpita en la noche. Pronto la luz de Fauno fue incrementando su brillo acercándose más al destello que bronceaba a la ninfa. La arena transpiraba la humedad de un brillo perlado de blanco y Fauno se frenó contemplando con sorpresa aquel cuerpo. Cogió con delicadeza el cuerpo y lo tumbó en el suelo debajo de un árbol con frutos de jugoso brillo. Haber poseído el cuerpo de la ninfa le había transformado por dentro. Había sentido la excitación de un calor más intenso que su fría luz, cuando rozaron sus ásperas manos el tacto de aquella suave y curvada piel. Su aura temblaba ruborizándose y palideciendo momentáneamente en la noche. Su agitada respiración se cortaba por momentos debido a la ansiedad. Exhalaba el mismo aire que la ninfa bañaba con su aroma y la veía desnuda latiendo dócilmente sobre la negra hierba. El universo llenaba su presencia en la ciénaga. Fauno sentía hervir dentro de él el sentido de su existencia. Su corazón bombeaba el ritmo de una pasión que hasta entonces desconocía. Todas las luces que colgaban de los árboles irradiaban la felicidad que emanaba su sangre. El mundo se transformaba dentro de él en una celebración que le impulsaba a desear a la ninfa.
De modo que tocó una melodía nunca oída en la ciénaga. Aquella música vibraba la armonía de unos sonidos capaces de extender su brillo a zonas imposibles tapiadas de oscuridad. Su invisible aura rozaba lo intangible de la noche y todo se plagaba de transparentes presencias de vida silvestre. La belleza de aquella música recordaba a la intensa fuerza que la ninfa poseía para irradiar de vida la ciénaga. Fauno había arrancado aquellas mágicas notas de la carne de su corazón como fogonazos destellos que nacían de dentro. Su ser se realizaba en aquella música que inmortalizaba cada instante, desnudando el aire y arropando de esencia cada piedra. Se inspiraba en la conjunción de un mundo poblado de frondosidad y aquella inspiración la dedicaba a la existencia de la ninfa. Entonces fue cuando los ojos de la ninfa se abrieron a la atmósfera de la ciénaga. El antiguo y radiante destello de su cuerpo recobró intensidad.
Había despertado de su desvanecimiento. Su aura relucía entre la densidad de la niebla. El deseo que centelleaba en Fauno, como inmaterial hálito, había despertado el deseo que destellaba en la ninfa por vivir. Ella se levantó y su luz se deslizaba sobre su grácil figura que había absorbido toda la energía de la música. Acarició su tez cálida, ruborizada de dorada vida y de uno de sus ojos se desprendió una lágrima. Fauno se arrodilló asombrado y, al igual que ella, lloraba de emoción ante tal belleza. Ella caminó hacia él y agradecida tocó una lágrima suya y otra de Fauno. La lágrima que emitía luz dorada se transformó en una esfera de fuego; mientras que la lágrima tildada de blanco nácar se convirtió en una esfera de pureza. Ambas esferas giraron en círculos cruzándose entre sí. Sus sustancias se combinaron y dieron forma a lo que parecía una semilla que flotaba en el aire. La semilla se posó sobre la palma de la mano y la ninfa la llamó “Esencia”.
-Tú me has devuelto el aura de mi ser y ahora, desde mi ser mismo, te agradezco que me salvaras ofreciéndote este obsequio.
La ninfa se acercó junto con Fauno a la laguna de blanca arena en su fondo. Dejó caer la semilla “Esencia” en el agua, hundiéndose hasta enterrarse en la blanca arena. Acto seguido habló a Fauno; quién se había quedado mudo, retraído en una timidez y sorpresa constante, pero observándolo todo con atención.
-Toca tu bella música para conocer el regalo que te hago –Habló con dulzura la ninfa.
Fauno contemplaba hipnotizado, absorto en sí mismo, mientras el fulgor de la arena le bronceaba la mirada. Toda su vida había existido deambulando en la oscuridad del bosque sin mayor placer que la melodía de sus pensamientos. Pero ahora, había conocido a un nuevo ser, diferente a él y a todo lo que conocía, y sin embargo mucho más esplendoroso que cualquier otra existencia. Pasó un breve tiempo concentrado en aquella semilla enterrada sobre la límpida arena. Recordó todo lo que había visto y sentido desde que había conocido a la ninfa y al final, se decidió a tocar su música.
Cogió la flauta de Pan que llevaba colgada del cuello y sopló a través de los huecos de sus tubos. Sonó una melodía que parecía vibrar desde la profunda frondosidad del espacio. Los sonidos atrapaban la belleza extendiéndola en un inmenso cielo azul. Cada recuerdo vital de la ninfa se dibujaba en el reflejo de la laguna; ondeando sus aguas una mezcla de sentimientos que calmaban la sed. Pronto la música llenó la atmósfera. A medida que la melodía incrementaba la complejidad de sus notas, más crecía la semilla enterrada en la arena. La semilla iba recubriéndose de capas constantemente; hasta ser una gran esencia de la que brotaban raíces y de ella misma crecía un tronco que se dividía en diversas ramas. El tiempo en que duró la música se formó un gran árbol; de resistente corteza, cuyas hojas brillaban verdes en el haz y destellaban plata en el envés. Emergía de la circular laguna un árbol claro como el día y difuso como la luz de la noche.
-Este árbol será el símbolo de nuestro lazo de amistad –dijo la ninfa caminando sobre el agua de la laguna hacia el árbol. Con el tacto de su mano estalló una luz en el tronco dibujando la silueta de ella y Fauno; como imágenes grabadas sobre un ánfora que brillaban con la savia de aquel árbol. La savia, líquida pero espesa, era transparente como el agua y resplandecía como el diamante. De su imagen emanaban apariencias de lo bello.
Fauno, agradecido y viendo que había compartido la ninfa la mayor riqueza de su don; decidió enseñarla el conocimiento de todas las artes. Pues la música era solo una de las grandes maravillas que él conocía. De esta manera, la ninfa y Fauno compartieron el conocimiento de lo vivo y lo inmaterial. Con la ayuda de Fauno la ninfa aprendió a ver a través de su propia condición y límites. Su insatisfacción por existir en un mundo oscuro y monótono se transformó en una sensibilidad que había aflorado dentro de ella; extendiéndose sin fronteras. Aquella sensibilidad, transparente como la savia del árbol, le apegaba a la naturaleza a través del sentido de lo trascendental. Su interior se henchía hacia una verdad que relucía más allá del destello que pudiera captar el cielo de sus ojos. Mientras que los ojos de Fauno descubrían un universo escondido en la oscuridad que abrigaba su brillo. Conoció todas las maravillas que germinaban de la vida y sus significados. Cuanto más aprendía de la ninfa la soledad de su ser palidecía como el blanco aura que le rodeaba. La belleza de su esencia trascendió lo estético y se convirtió en expresión de lo real. Una realidad que crecía ramificándose como el árbol que brillaba con la luz de los dos seres.
Transcurrió el largo tiempo de la eternidad. Del conocimiento de la ninfa y de Fauno floreció el saber de la ciencia. Entonces fue cuando Fauno descubrió cual era el material que conformaba su ser. Entendió por qué su luz era más frágil que la intensa aura de la ninfa. Por qué la oscuridad solo cedía a la dorada claridad y su irrisorio brillo apenas acariciaba el vacío del espacio. Se veía a sí mismo como un monstruo. Su cuerpo extraño y quimérico le trastornaba. Su vida la percibía como un reflejo flotando en una solitaria laguna. Sus pensamientos eran la acaricia de un fino velo que soplaba la oscuridad. Sus sentimientos se hundían en el vacío de sus pupilas. Su mirada se tornaba sombría. El brillo de su cuerpo tiritaba en el frío de la noche como una delgada luz inalcanzable. Miraba a la ninfa y envidiaba su fulgor. Quería aquel fulgor. Lo anhelaba por encima de toda pasión de deseo. Antes, la compañía de la ninfa alegraba el frío de sus sentimientos, acunaba su melancólico corazón; ella había traído más verdad y sentido a su vida de la que podía ofrecerle su música y el resto de las artes. Pero ahora que comprendía su verdadero ser, el lugar que ocupaba su esencia en la existencia, como un rayo de luna cegado en la noche; ahora, envidiaba y quería desmesuradamente poseer a la ninfa. Su deseo de alumbrar, aunque fuese siquiera un hueco de la existencia, lo atormentaba y nublaba como una niebla blanca. Cuando la ninfa dormía él la expiaba maquinando su recóndito deseo. La luz de aquel radiante fulgor le mantenía despierto obsesionándole. Quería ser ese destello.
La ninfa también llegó a comprender cuál era la naturaleza de su ser y la de Fauno. Entendió por qué su vida había seguido aquellos cauces de felicidad y tristeza. Por qué su luz dorada se encendía como el fuego y la luz de Fauno únicamente brillaba como brilla la nieve. Ella era como un sol y él como una luna cuyo ilusorio brillo reflejaba la verdad. Pero sus dos esencias significaban mucho más. Ambos compartían una misma identidad, en la cual, ella habitaba la existencia desde la intensidad de la materia y él desde la belleza de lo inmaterial.
Entonces llegó el día que marcaría el resto de días en el universo. La ninfa se encontraba taciturna, contemplando su reflejo frente a la laguna. Mientras, Fauno se acercó a ella con los ojos sombríos como una noche de media luna.
- Yo existía sola –decía la ninfa, hechizada por las aguas, a Fauno- vivía en esta ciénaga de humeante vacío y sola debía brotar toda la vida. No sé por qué nací, ni siquiera sé, ni creo que llegue a saberlo, por qué existe todo esto. Solo sé que sucedió un accidente. El mundo era entonces más oscuro de lo que es ahora. La existencia estaba poblada de ciénaga y el bosque poblaba la ciénaga. Entonces del fulgor de un árbol yo nací. Jamás entenderé por qué aquel árbol o, al menos, qué otras existencias dormitan en otros árboles. Solo puedo saber que de la intensidad de la existencia yo vine al mundo. Desde entonces aquella intensidad me ha quemado por dentro como un deseo irrefrenable. Es este ciego fulgor de mi ser, que no cesa de ahogar la oscuridad de lo inerte, el que ha encendido mi corazón y alumbrado mi mente de promesas. Pero por alguna razón, de la que yo soy ajena, la oscuridad es una fría verdad más eterna que el calor de una llama. Quizás, a ojos de esta inmensidad, yo jamás nací; pudiera ser que mi luz solo sea el vacío arrancado a lo inconmensurable. Un flameante fuego, pero, como todo sentimiento de mi interior, un fugaz destello de una breve llama.
Fauno acechaba con odio cada palabra. ¿Cómo podía la ninfa menospreciar su luz, aquella luz que a él le otorgaba sentido y al mismo tiempo se lo arrebataba regresando a ella? Sin embargo permaneció escuchando, agazapado en las sombras que imperaban en su corazón.
- Entonces ocurrió algo- seguía diciendo la ninfa- no sé si soy capaz de entender qué cabida tiene en el significado de todo, pero me es imposible negarlo. La vida llama a la vida y fue tu luz, Fauno, imagen en el espejo de mi esencia, la que respondió para acompañarme en mi desesperada soledad. No creas que te aborrezco. Tú me has mostrado que hay más verdad de la que abarcan mis sentidos, que el mundo aspira a ser más que la total suma de sus partes. Le has dado movimiento a lo que está quieto y regalado un fin al movimiento.
Fauno escuchaba la revelación de la ninfa. La esperanza que oía de sus palabras parecía que le tranquilizaban; como tranquiliza la esfera de la luna una plácida noche de verano.
-La vida llama a la vida –repetía la ninfa mientras con ternura miraba a Fauno- quizás mi ser deba consumarse para que se consuma aquello que brota. Pero ¿cómo puede nombrarse siquiera vida a aquello que está destinado a morir? Yo existo –se repetía la ninfa a sí misma mirando su reflejo en la laguna- yo existo. ¿Por qué entonces tiene que ser la muerte, el comienzo de mi inexistencia, el único fin de mi existencia? Yo no quiero sucumbir a esa lógica, yo anhelo negar esa lógica y consumar lo consumado. Ser la vida que llama a la vida. Incendiar la oscuridad del universo con la misma luz que me quema y fundirme para siempre a esa verdad. Ser completamente la vida.
Fauno cambió su serenidad por un dolor que ennegrecía sus sentimientos. Mientras, la ninfa continuaba explicándose:
-Hubieras podido ser tú esa verdad –decía la ninfa refiriéndose a Fauno- Tu luz no es una llama que todo lo quema, sino una luz más próxima a lo transparente y lo puro. Es cierto que tu aura es capaz de armonizar con la noche, y por ello, la noche jamás negaría tu esencia. Tú no buscas alcanzar lo inconmensurable, porque eres capaz de entender que te bastaría existir para llenar el vacío de la existencia. Pero tú no existes, tu luz no es la vida; solo es un destello pálido en la noche; una promesa de inmortalidad que no es real –Fauno respiraba con nostalgia. Mientras oía la amarga verdad, que él ya conocía, caían lágrimas de sus tristes ojos- Lo entiendes ¿verdad? sabes que este mundo no es real, no es más real que los reflejos que ondean la laguna. Tú no eres la verdad que busco. La verdad es que todo esto es un sueño del que debo despertar. Ahora mismo mi verdadero cuerpo yace flotando sobre la laguna; tú jamás debiste aparecer, porque solo eres una melancólica apariencia.
Pero Fauno seguía afanándose en el tormento de anhelar el destello de la ninfa. No podía, como un errante que se aferra al camino, renunciar a la ilusión que la vida le ofrecía. ¿Por qué ella era real y él solo existía como un reflejo de su esencia? ¿Para qué le había dado la apariencia de la vida y después se la arrebataba? Si como ella decía eso jamás podría tener sentido. Se veía abocado a renunciar y no creer en él mismo. Pero si no debía creer en él mismo, entonces ¿qué le quedaba por creer? Debía renunciar a ella también, al bosque, la ciénaga, al universo y a todo. Negar al mundo su verdad eterna porque de esa eternidad jamás participaría. Entonces ¿en qué verdad debía creer? ¿Acaso podía creer únicamente en la misma verdad que niega su existencia? Como la ninfa tampoco quería desaparecer. El mismo deseo de ella irradiaba con fuerza en Fauno; brillando como un reflejo que los unía y al mismo tiempo los separaba a ambos. Ella lo había dicho antes, la vida llama a la vida, entonces, si ella poseía ese don, que ella lo consumara entregándole a él la vida.
-No es posible que pueda creer en una verdad que me niega –Hablaba Fauno con la mirada enfermiza- Si el mundo niega mi existencia y tú niegas todo mi ser, para que esa verdad sea y todo lo que implica se cumpla, yo debo negar tu vida.
De pronto Fauno se abalanzó sobre la ninfa. La chillaba pidiéndola que le otorgara el privilegio de existir y de estar vivo. Anhelaba saber lo que se sentía al ser presencia y llenar el vacío que hubiera en la realidad. ¿Pero qué vacío o hueco podía estar reservado en la realidad para lo que no era? Fauno exigía un derecho que su difuminada conciencia, plagada de apariencias, se imponía sobre sí mismo y la indiferencia del universo. Pero no era al universo a quién reclamaba tal derecho, sino a la realidad. La misma realidad que dotaba de apariencias su conciencia. No quería ser una ilusión sino real; y no podía soportar que su realidad se redujese al limitado reino de lo ficticio. Anhelaba, como todo lo que se percibe como vivo, nacer. Fauno chillaba a la ninfa y la lastimaba arrojándola al suelo de la ciénaga. La ninfa trataba de defenderse pero Fauno conseguía, aprovechando la ventaja de su desprevenido ataque, apresarla y violentamente dañarla; ciego, insensible y desesperado por infringir al mundo una herida que confirmase su propia existencia.
La ninfa sufría y el terror la desorientaba. Se defendía agitando los brazos y las piernas, tratando de golpear a Fauno y deshacerse de él para siempre. Su cuerpo temblaba y su respiración se agitaba entrecortándose por el miedo. Fauno la agarraba con fuerza y sus manos la hacían daño. Deseaba despertar y regresar a la plácida soledad de la laguna; quería librarse de aquel ser quimérico que la torturaba.
De repente, en medio del forcejeo, el blanco aura del cuerpo de Fauno se mezcló con el dorado aura de la ninfa. Ella sintió atemorizada como aquella luz que le era ajena se infiltraba invadiendo lo más íntimo de su ser. A la vez que él recordaba como el terreno que era alumbrado por aquel brillo se embriagaba de naturaleza; por ello, forcejeaba arrastrado por el deseo de fundirse a aquel limpio fulgor. Pretendía apoderarse de la ninfa para que con el don que ella irradiaba consiguiera por fin existir; naciendo igual que nacía la vida alrededor de ella. Desde la trastornada mente de Fauno él estaba cumpliendo el cometido final de la existencia; mientras que la ninfa sufría, llenándose de desprecio hacia aquel ser que la traicionaba. Su luz se mancillaba, enturbiándose en una sombra que la cubría de ansiedad y repugnancia. Hasta que, igual que se desvanece una apariencia, se quebró el destello de su corazón y la intensidad de su luz se apagó para siempre.
La ciénaga sollozaba lágrimas de luz en la oscuridad silenciosa. La arena de la laguna alumbraba un destello perlado de tristeza. El árbol que compartía la esencia de la ninfa y de Fauno brillaba en una armonía discordante a la armonía de la noche. El cuerpo de la ninfa temblaba tumbado en el barro. La desesperación, el dolor y el odio hacia sí mismo arrebató el corazón de Fauno. Había regresado de su delirio y contemplaba lo que con su propia voluntad había hecho. “Yo solo quería existir” se repetía tratando de engañarse a sí mismo para tranquilizarse. “Yo solo quería existir y sentir la vida” seguía repitiéndose. Pero miraba a la ninfa perdida en el trauma y en el dolor de su frágil y torturado cuerpo. Comprendía el mal que había causado y se arrojó al barro de la ciénaga; suplicando una tortura que no llegaba ni se sentía capaz de afrontar. Había causado una verdadera herida en la existencia. En el vacío de esa herida el universo se revelaba ante sus ojos como un mundo indiferente e inmoral. Huyó, buscando esconderse entre la frondosidad de los árboles. Había profanado lo más sagrado y decidió perderse entre las tinieblas. De pronto, las raíces de la tierra emergían a la superficie tratando de atrapar a Fauno. Le agarraban de los brazos y del cuello y él las cortaba para poder escapar. Caminaba y se hundía en la viscosidad de la ciénaga. Arrodillado en el barro sentía como la tierra rezumaba lágrimas y el aire se viciaba de dolor. Los frutos de los árboles estallaban salpicando un zumo de sangre. Las luces del universo se apagaban sumiéndose el mundo en la indiferencia. A Fauno únicamente le quedaba el aura de su ser que le confinaba en la soledad. Conoció la desesperación de no merecer nada, y por tanto, anheló no querer nada. El universo era un lugar sombrío e insensible, contrario a como la ninfa transformaba la realidad, y constantemente le recordaba la crueldad con la que había actuado y a la que sentía que pertenecía. No podía soportar que la transparencia de su luz armonizara con la noche.
Regresó a la laguna y la ninfa, paralizada y asustada, permanecía tumbada en el barro. Fauno la veía casi muerta y destrozada en su interior. Pero, a pesad del horrible crimen que había cometido, ahora que no se encontraba preso de la locura era capaz de sentir empatía. Los pensamientos de ella se reflejaban en los suyos, la tristeza de la ninfa era tan honda como alcanzaba la tristeza de Fauno. Recordó cómo le había contado que él era la imagen del reflejo de la esencia de ella. Comprendía, ahora más que nunca, la verdad de su ser. Entendía por qué la luz de la ninfa era radiante como el día y alumbraba la verde naturaleza; por qué la luz de él era casi transparente y se protegía en la noche. La ninfa le había dicho que él habitaba un mundo irreal nacido de los sueños de ella. Como la luna, la vida de Fauno solo era un reflejo de la vida de la ninfa; como el sol, ella alumbraba la ilusión de la existencia de Fauno. Pero de aquella unión había nacido un conflicto que los alienaba cada vez que defendían su propia identidad. La vida deseaba una vida más allá de su existencia pero no lo conseguiría sin anular la suya propia. Entre los dos, él era quién cometía el acto más terrible. Lleno de remordimientos se acercó al brillante árbol que crecía en la laguna. De sus hojas resplandecían las luces de la ninfa y de fauno. Recordaba que el árbol había sido un obsequio de la ninfa como símbolo de amistad entre ellos. Ahora el árbol crecía en la inmensidad de la noche como una verdad tangible que había transgredido. Lloró y se arrodilló ante el árbol suplicando que todo lo hecho pudiera deshacerse. Pero el árbol continuaba quieto y brillante. El silencio llenaba el universo indiferente. Fauno se desesperó y hundido en su miseria ya no deseaba luchar por existir. Solo quería aceptar que, tal como le había contado la ninfa, él era una ilusión; el reflejo distorsionado de ella, y por ello, anheló su final. En ese mismo instante, de una de las ramas del árbol brotó una daga curvada. Su material era piedra de luna y destellaba la misma luz que Fauno. Al ver la daga se acercó al árbol con feliz sorpresa en su rostro. La unión de su esencia y de la ninfa reclamaba su propio ser y él aceptó el obsequio. Primero enterró el cuerpo de la ninfa en el fondo de la arena de la laguna, junto a las raíces del árbol. Se despidió de las luces que rutilaban de los árboles, de los pantanos de humeante ausencia y del silencioso viento de la oscuridad. Por último, arrancó de las ramas la daga y la clavó en su corazón. El árbol absorbió la sangre plateada que se derramó sobre la laguna. La daga cayó al suelo y la tierra la hundió en sus entrañas. Fauno se apagó desvaneciéndose en la nada. La ninfa terminó por hundirse completamente en el interior de la arena hasta desaparecer de aquel mundo de ilusión.
De pronto, la ninfa despertó del largo sueño. Su cuerpo flotaba sobre la laguna envuelta en la inmensidad del universo. Nadó hacia la orilla y se secó con la oscuridad del viento. Su luz había recuperado su intensidad y comprobó como todo lo que había vivido con Fauno no había sido más que un sueño. Su cuerpo había sido entregado a la tierra cuando había intentado suicidarse. Todo lo que había sucedido después no fue real. No obstante, en su interior todos sus recuerdos fluían con la misma fuerza de la vida. Percibía el mundo de manera diferente; sentía como si el universo inerte la observara expectante. Lo vivido con fauno jamás había sucedido; sabía que Fauno había aceptado su muerte sacrificándose para salvarla, pero en su corazón notaba henchirse de vitalidad un alma. Su vida se llenaba de la plenitud de todo lo aprendido en su sueño.
Entonces recordó cómo Fauno la forzó. El recuerdo del aura de Fauno intoxicando su luz la repugnaba. Dentro de ella nacía una sensación de dolor que la oprimía el pecho. Ese alma que florecía en sus sentimientos se había infiltrado en su ser arrebatándole su experiencia de la vida. Sintió como si su vida no le perteneciera, como si Fauno se hubiera apropiado violentamente de su ser. La luz melancólica de él la ahogaba desde dentro. Hasta darse cuenta de que la oscuridad que sentía era la de un ser que crecía dentro de ella. La ninfa se paralizó horrorizada. Notaba el pálpito de un ser formándose y creciendo en su interior. Alzó la mirada al frente y descubrió asustada que el mismo árbol que ella había ofrecido a Fauno existía en el mundo todavía. Estaba allí, emergiendo de la laguna, como una esencia que trascendía la realidad. De algún modo todo lo que había sucedido en su sueño se cumplía. Comprendió que el ser que se generaba dentro de ella era la mitad de aquella criatura quimérica que reflejaba su distorsionada identidad. El fulgor lunar de Fauno eclipsaba la dorada vida de la ninfa. Mientras, ella apretaba los puños de sus manos sintiendo desprecio hacia el ser de su interior.
Se acercó al árbol de las esencias. La arena de la laguna brillaba amarilla como la luz del sol en vez de blanca como en su sueño. El árbol transpiró en sus hojas la oscuridad que respiraba la ninfa y brotó de una de sus ramas un corazón destellante. Aquel corazón brillaba como el fuego del sol y bombeaba una oscuridad semejante a la sombra que crecía dentro de la ninfa. De la tierra brotó el capullo de una flor plateada. La ninfa se acercó a la flor que abrió sus pétalos descubriendo en su interior la misma daga con la que se había sacrificado Fauno. La ninfa agarró la daga y con el odio de su alma apuñaló el corazón de fuego. Como en el corazón, la oscuridad se liberó de dentro de la ninfa difuminándose en las sombras de la ciénaga.

domingo, 3 de mayo de 2020

Frío interior

Caminando por un sendero que conduce a la nada
lloro la sequía en el silencio de mi miseria.
Perdido por un camino confinado en la niebla
la oscuridad me guía hacia una existencia errada.

La muerte sabe dulce desde el corazón de su esencia,
bañado en el vacío y en el pecado de la tristeza.
La emoción cortada, el amor herido y la felicidad desangrada
desnudan mis sentimientos arropados por el manto de escarcha.

Estoy muerto, cadáver de la conciencia hundida en el abismo,
pagando el precio de mi soledad querida y desalmada.
Escucho un coro de ángeles que en burla recitan mi destino,
una orquesta de carcajadas que me amarran a mi alma esclava.

Soy un necio que buscó perderse en las ilusiones
enamorado de la intangibilidad de sus besos y amores.
Estoy enfermo y existo desahuciado de mis sentimientos,
sangrando la cordura de saberme loco en mis pensamientos.

Reo de una inútil, onírica inteligencia débil e hipnótica,
destruyo mi vida salpicada con sangre de mi rabia.
Vencido por mi sombra que me ha arrebatado toda luz y magia,
solo un necio, víctima del negro velo de una estéril lógica.

jueves, 16 de abril de 2020

Felicidad es

Felicidad es…

Amanecer cada mañana en tu corazón.
Llorar tu enigmática tristeza de soledad.
Darle juntos un sentido a la realidad.
Vivir un mañana en la promesa de tu amor.
Escribir soñándote intensa inspiración.
Abrazarme cariñosamente a tu ardiente calidez.
Con tu ternura abrigarme en embriaguez.

Respirarte como el cielo despejado del verano.
Anhelar la pureza y el aire de tus pensamientos.
Soñar con dormir y despertar, amar a tu lado.
Beberte de deseo por cada uno de mis sentimientos.

Contagiarme con el insomnio del placer.
Saber que el amor es belleza y miel.
Escribir tristeza compartiendo nuestra tristeza.
Reír juntos desbordando nuestras lágrimas.
Acariciar tu suave melancólica mirada.

Renacer en las cenizas de nuestra cama.

Contenernos jugando a ahogarnos en un beso.
Alentar a los demonios al cielo de la lujuria.
Transformar el vicio en amor exceso.
Asesinarnos en el fuego de nuestra locura.

Llorar el éxtasis de ser sol y flor, destello y vida.
Sangrar la manzana que muerde nuestra pasión.
Beber el zumo de nuestra nostalgia.
Hacer vibrar la melodía de nuestra canción.
Sonrojar el crepúsculo de nuestro íntimo cielo.
Derramar de sensaciones la fuente de experiencias.

Felicidad es… a cada instante, sentir toda tu existencia.

jueves, 5 de marzo de 2020

Te echo de menos

Bloqueado, porque ningún poema dibuja tu mirada,
porque no existen palabras que plasmen el sentimiento,          
que me llenen de sed y sacien de felicidad mi alma.

Tus ojos son la intensidad que da vida al universo,
tu sonrisa la esperanza que destruye la tristeza
y tu voz la dulce nostalgia distanciándose en el silencio.

Te amo porque es belleza el alma que florece en tu pecho.

Te imagino llorando sola en tus ocultos y secretos sueños
y anhelo beber tus lágrimas, sentir el reflejo de tus emociones.
Besar tus labios mientras resbala el líquido de tus lágrimas,
que se funden en felicidad y tristeza como dos espejos.

Te amo y te quiero. Te deseo y te necesito. Te amo y te rezo,
suplicando que me perdones por mi desesperanza y olvido.

Eres el diamante más imperfecto y roto, el mineral más preciado.
La luz rasgando los sueños que en el cielo de tu amor cristalizan;
la armonía y la existencia, la fuente que destella placer en la vida.

domingo, 16 de febrero de 2020

Reflejos Quebrados (1)

Los reflejos de lluvia eran la única belleza que acariciaba la negra noche. Yo estaba sentado frente al volante en el coche estacionado, con los ojos fijos y la mirada perdida en las diminutas gotas que se desvanecían en la oscuridad más allá de la luz de los faros. Del techo del coche se oía el gotear del cielo y el motor susurraba levemente. Los limpiaparabrisas despejaban la visión oscilando entre la ansiedad y la certeza empañada. La oscuridad que me rodeaba abrazaba el frío de mi interior como un vacío en la distancia. El mundo se había colmado de áspera tristeza; las hojas de los árboles flotaban en el aire empujadas por el frío del otoño. La soledad tiritaba mi alma y de nuevo me oprimía la oscuridad de la noche ocluyéndome en la apatía y el placer de la indiferencia. 
Ellos jamás lo comprenderían. La vida les había resultado un bello jardín de paz, una tierra y todo un mundo que descubrir. Un hogar donde la felicidad caminaba de la mano del verano y el invierno arropaba con un amoroso manto sus sueños. En cambio, yo no podía seguir acompañando sus esperanzas. El jardín que mi alma había clausurado, arrojando las llaves al fondo del lago en el que se hundía mi ser, se deshacía en cenizas ardiendo en oscuras llamas de odio y remordimiento. El cielo de aquella amarga noche sollozaba un llanto que solo mi agrietado corazón alcanzaba a beber con anhelo y desesperación.
Giré las llaves del contacto apagando el motor del coche. Los brillantes reflejos de lluvia se extinguieron bruscamente ahogándose en la sombra y en el imperio de la soledad. Bajé del coche pisando los charcos del suelo mientras marcaba con mis desgastadas suelas la huella de mi indiferencia. Protegido por mi capucha encendí la linterna del móvil y su luz alumbró, unos pasos a lo lejos, una casa llena de habitaciones y de malos recuerdos. Sin embargo, aquella morada con el techo de pizarra y las fachadas pintadas en ocre, formaba parte de lo único material, arraigado a las raíces de esta pútrida civilización, que me quedaba de mis difuntos padres. Seguramente mi hermana debía haber estado aquí conmigo, acompañándome de la mano para guiarme y así ayudarme a soportar todo el peso de una realidad que, cada vez más, contemplaba como se desgastaba su artificial pintura borrada por las lágrimas de la lluvia. Pero ella jamás entendería que sencillamente me estorbaba; no podía permitirme cometer el error de decírselo porque en el fondo siempre la he querido y por ello, su silueta e imagen del reflejo de mis pensamientos debía nublarse hasta desaparecer completamente de mi memoria. La realidad posee la sádica ironía de herirte con su afilado cuchillo y no permitirte cortar los hilos de tu sufrimiento hasta el día que sin desearlo mueres. Entonces ya no hay retorno; el tiempo te ha cortado, tu miserable vida se ha roto y todo lo que queda de ti es un cadáver en descomposición. Del recuerdo de nuestras esperanzas solo el cruel silencio que flota en el espacio nos habla de su ausencia.
La lluvia caía hiriente desde el cielo ahogado de oscuridad. Mis pisadas seguían el rumbo propio de un sonámbulo que callejea por las moradas de su inconsciente a través de la hueca realidad. El suelo húmedo reflejaba en sus pequeños charcos el llanto de la soledad. La linterna de mi móvil alumbraba el camino. Un pequeño erizo se cruzó en mi camino deteniéndose tras ser contemplado por la luz. Mi mente trastornada, hundida en el juego de la abstracción guió mis pasos vagando entre la humedad hasta la puerta de la casa. De niño me habría detenido maravillado al ver a aquel animal que nunca había visto; pero lo único que sentí por aquel animal es la envidia por no poder refugiarme en una piel de espinas que me protegiera de los golpes de la vida.  Mi mano sacó del bolsillo las llaves e introduciéndolas en la cerradura giré el pomo y me resguardé de la lluvia; dentro de la que una vez fue la casa de mi rota familia. La sombra y la humedad estancada acogieron mi bienvenida.
Los muebles estaban cubiertos por mantos y polvo, el reflejo del pasado moraba en el espacio de sus habitaciones como si del espejo de mi conciencia se tratara. Desde el tejado se escuchaba el repiquetear de la lluvia y las suelas de mis zapatos mojaban el suelo de piedra. Con la luz de mi móvil me conduje, medio ausente y deprimido, al interior del sótano bajando las escaleras. Allí la oscuridad abrazaba la humedad y se respiraba una sensación de mucosidad en la garganta. De vez en cuando mi linterna alumbraba algunos insectos reptar por las paredes mientras chocaba con finos restos de telarañas que se pegaban viscosos a mis manos y pelo. Caminé en medio de los cuatro pilares que mantenían el techo del sótano hasta el panel de la luz eléctrica. Subí los plomos y la luz regresó a aquel hogar sumido en el abandono del tiempo.

Pocas personas comparten que la nada es tan real como los nostálgicos objetos que pueblan su caverna. Su ser anestesia nuestros alegres sentimientos anegándonos al dolor y al vacío, porque, y en ello consiste la ironía de toda nuestra vida, la nada es, y lo único que podemos hacer al respecto es negarla para seguir ilesos en nuestras vidas carentes de amor y felicidad. Su sustancia envuelve como una pálida sombra la figura de los objetos vaciándolos de contenido. Confunde la belleza con el vértigo y la asesina hasta que el espejo de la existencia queda completamente pulido y sin rostro en el reflejo. Es amenazante, acecha nuestra nuca como un frío que todo lo hiela; convierte todo lo que a uno le importa, y alguna vez gozó de vida y destello, en un desierto de objetos inútiles. Aquella casa no se diferenciaba de aquel desierto. Sus paredes impregnaban de ausencia mis emociones ofreciendo comodidad a la nada. La desesperanza habitaba en aquella casa como si un demonio invisible y sin forma llenase el corazón de las cosas, incluyéndome a mí.
La televisión aquella noche no ofrecía ningún programa interesante, para variar. Las luces de las lámparas iluminaban el salón con un artificial fulgor amarillento que en todo debía envidiar a la luz del sol. Me tumbé en el sofá mirando al techo, mientras escuchaba de fondo la televisión y la lluvia gotear sobre el tejado, pensando en la naturaleza y su choque brusco y apático con lo irreal. Todo lo que me rodeaba era nulo, mohoso en el ambiente y asfixiante como una ciénaga hundida en depresión. Mi anhelo por conservar el sol en mis brazos para acercarlo a mi pecho se había extinguido; convertido en cenizas por haberme quemado demasiado con aquel sol. Rápido y tras aquel pensamiento doloroso arrojé el mando estampándolo contra la pared. La lluvia caía incesante y la tele emitía fogonazos de luz y sonidos de palabras banales. El móvil marcaba las 2 de la madrugada, hora exacta. Las ventanas del salón mostraban un negro campo moteado por puntos luminosos de las farolas. La tierra y el cielo se confundían llenando el mundo entero de ciego espesor. Caminé en derredor un rato, abatido por el aburrimiento y estancado en la inoperancia. Debía haber llamado a mi hermana en aquel preciso momento; entender que yo no sería capaz de superarlo. Todo la resultaba siempre tan sencillo, parecía como si poseyera una infinita fuerza que naciera de la voluntad de su corazón. ¿Dónde estaría ahora mismo? Siempre me cuenta cuales son sus planes, a qué lugares viaja por trabajo; pero yo apenas consigo concentrarme para escucharla cuando nos encontramos. Ella relata sus experiencias, a qué personas ha conocido, quién le ha gustado y cómo de alocadas e inconscientes son esas absurdas fiestas de pijos enfrascados en sus botellas de alcohol y egoísmo. Ella, sin embargo, se da perfecta cuenta de mi actitud y me mira como al hermano pequeño que soy. Me conoce desde que ella tenía 6 años y desde entonces siempre me ha cuidado; cada vez que nuestros padres no estaban en casa e incluso las noches de tormenta que yo me asustaba. De los dos ella siempre ha sido la más fuerte y yo el más frágil y, para preocupación de mi familia, el más inestable. Pero mi familia ahora estaba rota. Se había enterrado muerta bajo tierra la mitad de ella que son mis padres y yo no podía soportar hablar con nadie; ni mucho menos obligar a cargar a mi hermana Ángela con el dolor de mi conciencia y que al mismo tiempo me estorbara en mis planes. Ella no me entendería y simplemente fingiría comprensión para ayudarme. El único problema era que yo sabía perfectamente que no necesitaba ayuda sino salvación y nada ni nadie podía ofrecerme esa solución. Mi familia se había roto y al romperse se había abierto una grieta en el mundo que mostraba la verdad de las cosas tal como eran. Nadie debería privarme por haberme dado cuenta de que el mundo debía seguir estando roto para no vivir engañado ni un momento más.
Aquella noche iba a ser una de las primeras noches difíciles que me estaban deparadas. De modo que sin pensármelo dos veces entré en la cocina y abrí la despensa para sacar el alcohol. Llené un vaso como si de un suero para mi dolor se tratase. Lo bebí rápido, sintiendo en mi paladar un sabor que asfixiaba lo dulce y quemaba en mi garganta. Llené otro vaso y con él en la mano paseé por la casa. Subí las escaleras de mi heredado hogar y ojeé las vacías y melancólicas habitaciones. El dormitorio que antaño había pertenecido a mis padres estaba lleno de ausencia y tristeza. El malestar imprimía su imagen en la inhabitada cama y el recuerdo punzaba en mi corazón, mi cabeza y en mis ojos que derramaron incontrolables lágrimas. La soledad comprimía mi pecho asfixiándome en el dolor que me golpeaba invisible sin saber de donde procedía y cómo defenderme. Vacié el vaso y lo dejé en el suelo. Todo a mi alrededor me recordaba a mi familia fallecida y por tanto ya, para todos los años del resto de mi vida y toda la eternidad: ausente. La realidad asestaba sus poderosos golpes con una fuerza más perversa que la crueldad y era la indiferencia; ya que si hubiese sido crueldad habría podido canalizar toda esa ira contra alguien. Pero estaba yo solo aquella noche perdido en una amplia casa conviviendo con la soledad de los objetos y paredes inertes de la vida. ¿Dónde estaba dios? si dios realmente existiese no habría permitido crear un mundo en el que gobernase la injusticia y el sufrimiento. Yo sabía dónde estaba dios, en la misma nada que deterioraba la belleza inerte del mundo. Dios no se diferenciaba en absoluto a la misma naturaleza que estaba descomponiendo el cadáver de mis padres. Todo daba lo mismo: la ira y el odio, al igual que el amor y la felicidad, no significaban nada. Dios no existe y nada podían hacer mis sentimientos contra lo que es ilusorio. El mundo no escucharía mis plegarias porque no posee conciencia, el mundo no me ayudaría ni siquiera me reconfortaría en un futuro, sino que se mantendría impasible limitándose a existir como una niebla sin alma. Por ello debía aprender a afrontar yo solo esta situación. La realidad es fría, inmoral y debía aprender a fortalecerme; el problema era que no encontraba nada a que aferrarme en mi vida. Más que nunca era consciente de como todo se desgasta y se pierde inexorablemente.
Me desnudé por completo y me metí en la bañera. Me permití rociar con agua caliente un espacio de tiempo intentando que mi dolor se evaporara empañando los reflejos del baño. Pero el dolor que sentía era más crudo e intenso del que hubiera soportado nunca. El agua resbalaba sobre mi piel acariciando el frío de mi tristeza sin abrigarme. La nada afloraba en mi corazón marchitado.
Cerré el agua de la ducha. Mi corazón latía acompasado al frío de mi desnudez. Las gotas que resbalaban de mi pelo por mi rostro se mezclaban con mis lágrimas. El espejo empañado distorsionaba la imagen de mi reflejo abstrayéndome en la irrealidad del mundo. Miré fijamente aquel espejo del cuarto de baño buscándome a través del vapor y el monótono silencio. Afuera había dejado de llover. Me arropé después de secarme; abrigado cogí las llaves y salí de la casa para tratar de despejarme en el aire húmedo y fresco del exterior. Afuera misteriosamente se apreciaba alguna estrella en el cielo; no parecía que fuera a continuar la lluvia. Respiré calmado, esforzándome por tranquilizarme, conteniendo mis emociones y recreándome en el escondrijo de la oscuridad. La negrura del espacio nutría mi vacío reconciliándome con aquella pequeña porción de tierra anclada a la existencia. La atmósfera transpiraba la humedad de la yerba y su olor me proporcionó un mínimo destello de placer. Mi ensoñación dejó volar mi fantasía permitiéndome identificar con alguna estrella perdida como un minúsculo punto en el firmamento oscuro y difuso. La noche dormitaba como un infinito velo los sueños de mis vecinos en sus hogares. Cerré con llave la casa y decidí perderme a través de los caminos que atravesaban el pueblo. De vez en cuando se escuchaba el rumor de algún vehículo que circulaba por la carretera. Las piedras del camino chasqueaban con mi caminar y sonámbulo me dejaba llevar de farola en farola como una polilla caprichosa en busca de la luz más perfecta.
Mis pisadas me condujeron a la carretera. Había tenido la esperanza de encontrarme con algún animal, tal vez uno de esos gatos que acostumbran a vagabundear por las calles, pero todo, aquella noche, parecía rehuirme como un animal maldito. Me senté en un banco cercano al pueblo sin importarme más de lo necesario el frío. Era evidente que trataba de encontrar algo, quizás a mí mismo o, si pudiera ser, una especie de revelación. Como anhelaba que me aconteciera por lo menos el haz de una revelación que me iluminase en el camino. No podía seguir soportándolo y fingirlo allí mismo; recluido en la oscuridad y desamparado en el aire nocturno me abandoné a mi desesperación. La soledad hizo eco de mi personalidad. No aguantaba la fría brutalidad de este mundo. El mero hecho de lo existente me consumía como un veneno y entre llantos secos y silenciosos me devoraba a mí mismo. No encontraba ninguna salida. No soportaba renunciar a la vida pero la vida me atormentaba.
La noche avanzaba con lentitud. Su ritmo de frío, aire y negrura demoraba mi alegría. El río fluía y su sonido rompía el silencio generando armonía. La rueda de la vida se había reducido a una existencia que quebrantaba mi pasión por lo bello. El mundo era más real de noche que de día. Los átomos de mis pensamientos desencadenaban la reacción de la violencia contra mi ego. Solo la destrucción parecía conservar la verdadera esencia de los elementos. Comencé a detestar mi propia libertad incapaz de doblar la férrea voluntad caótica de los hechos. Mi destino doblegaba mi ánimo recordándome el valor de mi vida. Una vida que a ojos de mi interior estaba acabada y agotada en todas sus formas y sensaciones. Yo me había asegurado de ello. Toda ilusión o deseo se había consumado. Las aguas del río reflejaban la luz de las farolas destellando el cauce hacia la laguna estigia.
El reloj marcaba las cuatro de la madrugada. Había guardado el coche en el garaje y cerrado con llave la puerta de mi casa después de entrar. Había regresado al aislamiento de mi soledad, la prisión de mi impotencia que me obligaba a resignarme y a dormir hasta que comenzara el día.
Miré en el móvil el número y la foto de perfil de mi hermana. Ella posaba radiante con una sonrisa y una mirada risueña junto a la torre Eiffel de París. No debía molestarla, ni siquiera dejarla un mensaje. Seguramente me llamaría por la mañana para preguntarme por la mudanza. La casa pertenecía a ambos pero le había solicitado que trasladáramos algunos objetos y muebles a su hogar. Detestaba convivir con el recuerdo de lo que ya no existía. Me bastaba con mi herida y no saber cómo cicatrizar.
El tiempo pesaba como una larga alfombra polvorienta cuyos bordados dibujaban la caída de la torre de babel. Una torre en cuyos niveles se ordenaban todas las inútiles experiencias de mi memoria. Los minutos se acompasaban unos sobre otros mientras la procrastinación presionaba su huella inmóvil sobre el cansancio. Aparté el móvil de mi lado dejándolo olvidado sobre la mesilla central del salón. Me forzaba a aislarme de todo contacto con mi exterior; en mí solo quedaba mi pesar, mis recuerdos y aquella casa que habitaba. La noche era lenta y el sueño no me abatía pese al cansancio. No soportaba la idea de cerrar los ojos y descansar. La placidez solo ofrecía angustia; una angustia inevitable nacida del hecho de no saber afrontar la inquietud de mi vida despedazada en sentimientos y deseos sin finalidad. El tiempo pesaba como una alfombra polvorienta.
El televisor continuaba imprimiendo destellos de imágenes en la pantalla. Necesitaba luz, estar despierto. Buscaba en medio del abismo de aquella noche encontrar una respuesta; quizás esperaba que la solución de mis problemas apareciera de repente, en verdad, en el fondo de mi corazón no aceptaba la inutilidad de existir, no cuando la soledad lo llenaba todo a mi alrededor.
Subí de nuevo al dormitorio que perteneció a mis padres para repasar los objetos de la mudanza. Abrí la caja donde se habían guardado las memorias que ellos habían escrito juntos. Me había decidido a leerlas por última vez. Había algo extraño escrito en aquellos papeles, mi hermana y yo lo comentábamos a veces. Papá y mamá desarrollaban la extraña costumbre de pincelar sus vivencias con enigmas de sus sentimientos. La escritura de sus vidas no era clara. Los hechos que relataban llegaban a extremos en los que parecían absurdos, incoherentes y demasiado irreales sobre todo para ser la imaginación de la mente de dos adultos. Todo cobraba la apariencia de la extrañeza. Ambos habían muerto al mismo tiempo… No se había producido suicidio, ni asesinato, sus organismos simplemente fallaron; en el lecho donde dormían solo quedó la imagen petrificada de sus cadáveres abrazados, y también, sus memorias…
Tanto papá como mamá habían cambiado durante los últimos cinco años antes de sus muertes. En ese tiempo parecían más distantes respecto al entorno que les rodeaba, aunque era cierto que tampoco los había visto tan unidos como aquellos últimos años. Jamás se podría haber dicho de ellos que fueron una pareja rota, habían sido capaces de formar una familia y cuidarla con cariño y afecto. Por tanto, nada que yo haya vivido me servía para explicarme el extraño comportamiento de ellos en el tramo final de sus vidas. El sorprendente cambio de sus rutinas y la muerte inexplicable de ambos se me presentaban como una coincidencia demasiado llamativa. El problema era el informe médico y las enigmáticas palabras del doctor: “Les falló el corazón, si realmente existe la muerte natural, este ha sido el caso de ellos, de verdad que lo siento mucho, le doy mis condolencias, al menos no sufrieron” Les falló el corazón… Me lo podría creer de no ser porque un suceso así no se presenta al mismo tiempo en dos individuos tan cercanos. Era obvio que no tenía ningún sentido. ¿Pero qué podría haberlo provocado? sus dietas eran sanas ¿Cómo se suponía que iba a afrontar aquella pérdida si todo a mi alrededor se disfrazaba con la máscara de lo absurdo? Siempre cabía la posibilidad de que le diera vueltas a la cabeza porque me negaba a aceptar sus muertes. Sabía que habían muerto, era un hecho. Recordaba ver sus dos cadáveres en el velatorio junto a mi hermana y el resto de familiares lejanos con los que apenas mantenía el contacto. No obstante, me atormentaba no entender lo que sucedió. Mis padres habían muerto, joder, ya nunca volvería a saber de ellos, todo el tiempo que pasé con ellos, aquella felicidad, ya comenzaba a perderse a través del río de mi memoria fluyendo hasta difuminarse en el océano del olvido.
Permanecí un rato más ojeando las memorias de mis padres hasta que el cansancio venció a mis párpados. La noche se precipitó sobre el abismo de lo inconstante. Al día siguiente Ángela, mi hermana, me estaba llamando al móvil; eran las once y cuarto de la mañana.
- ¿Has conseguido dormir algo? –Me preguntaba Ángela con su voz dulce y cariñosa a través del sonido del móvil.
- Lo cierto es que sí he dormido, tarde, pero al final he pegado ojo. Oye ¿Dónde estás, vas a venir a recoger las cosas entonces? –hablé con tono de cansancio mientras me esforzaba por despertar completamente.
- Sí te llamaba por eso, estaré en cuarenta minutos ¿Está todo preparado?
- Ya casi está, anoche estuve leyendo las memorias de papá y mamá pero el resto está empaquetado. Te quería preguntar… bueno no, mejor… es decir, prefiero preguntártelo cuando vengas. ¿Tú estás bien?
- Yo… bueno aguantando, se hace difícil pensar que ya no están, en realidad es bastante duro, ni siquiera sé si me he hecho a la idea todavía; creo que estoy intentando tapar el dolor…
- Comprendo – la interrumpí bordemente y ella lo notó. Transcurrió un breve silencio cargado por mi ansiedad- Lo siento, es que yo… Lo siento, a mí también me cuesta aceptarlo. Debe ser estar en esta casa, demasiados sentimientos y adornos inservibles…
- Lauro, salgo para allá, procura no torturarte, tú estás vivo, ellos no habrían querido que te abandonaras al sufrimiento. Cuando llegue charlamos. Hasta ahora.
-  Adiós.
La llamada se terminó y el silencio inundó nuevamente el hogar. Me levanté y me dirigí a la cocina. Las ventanas mostraban el paisaje montañoso y los campos de las demás casas. Una fina neblina que pronto se difuminaría cubría el ambiente. Procuré no pensar en papá y mamá. Esperaba que desayunar me curara brevemente por dentro, que el calor del café despertara no solo mi cuerpo sino también mi latente estado de ánimo. Pero el café amargo solo calmó mi tristeza el fugaz tiempo que lo bebía. Mi dolor no se derretía con el calor. Mis sentidos despiertos agudizaban la conciencia de la soledad. La luz traspasaba las ventanas de la casa iluminándola con sus tonos apagados de la mañana. La primera noche había sido un constante sometimiento a la desesperación. Ahora, la oscuridad había desaparecido, esperando a regresar de nuevo para ensombrecer mis emociones. Miré la hora calculando que Ángela no tardaría en llegar. En el móvil las noticias de la política, la sociedad y el entretenimiento habían dejado de interesarme. Quería apreciar el contacto con lo verdaderamente real, inmediato y accesible. El mundo cobraba mayor intensidad más allá de las ventanas que en la negra opacidad de las tecnologías. Buscaba, en el día, a través de la mirada furtiva hacia las hojas de los árboles, las colinas y sus extensos verdores, así como en el blanco de las fachadas de las casas y sus tejados anaranjados, una verdad que siempre había existido delante de mí pero que había perdido en lo invisible. La belleza que se presentaba ante mis ojos me mostraba una música melancólica y amarga que me abandonaba a la indiferencia. El cielo cubierto de nubes tapiaba el escenario del mundo confinándome en mi propio pesar. Sobre un prado de trigo unos cuervos despedazaban la paja de un triste hombrecillo solitario y absurdo.
Os echo demasiado de menos mamá y papá…
La realidad húmeda de aquella mañana mancillaba con su aroma la paz de mis emociones desprendiendo el olor de la ansiedad. El tiempo no cesó ni un solo instante y al poco apareció Ángela en su furgoneta de reportera entrando en el jardín de la casa. Salió del vehículo con una agradable sonrisa que hablaba de ternura en sus ojos. Ambos nos dimos un extenso abrazo en el que curamos, al menos por unos instantes, todo nuestro dolor. De mis ojos escapó el destello de pequeñas lágrimas.
-¿Estás seguro de que quieres deshacerte de todos esos recuerdos, Lauro? –me preguntó Ángela estudiándome con la mirada.
-No se trata de lo que de verdad quiero Ángela, yo no deseo nada de lo que está pasando, en verdad odio todo esto. Lo odio con toda mi alma, demasiado. No quiero convivir con el dolor y el odio cogidos de la mano. Ángela, por favor, dime cómo haces… No te veo tan destrozada como yo. No me mal interpretes, no te estoy acusando de nada, solo quiero saber cómo haces para ser tan fuerte.
-Yo también estoy pasándolo mal, Lauro, he estado todos estos recientes días llorando. En el trabajo me he tomado unas semanas libres porque no era capaz de concentrarme. Pero no me obsesiono en pasar el duelo yo sola. No entiendo porque te empeñas con aislarte de los demás encerrándote en este pueblucho. Nada se te ha perdido aquí. Te conozco, nunca has soportado la soledad. Cuando éramos pequeños y vivíamos aquí con papá y mamá siempre te acurrucabas de noche a mi lado porque llorabas de tristeza al sentirte solo en tu cuarto.
-Ángela, aquello fue hace mucho, pasó el tiempo y crecí…
-Pero ese sentimiento en ti nunca ha desaparecido. Nunca has soportado la soledad. ¿Por qué cortaste con Claudia? ¿No vivías con ella y erais felices?
-El amor desapareció. No, más bien se apagó. Ambos nos distanciamos, nos queríamos pero no nos amábamos. Por lo menos yo ya no supe como volverla a amar. Luego con la muerte de nuestros padres…
-¿Si, Lauro? –me preguntó expectante de obtener por fin la respuesta que le explicase mi conducta.
- Luego nos separamos.
-Porque tú lo quisiste –me habló tajante Ángela.
-Porque yo lo quise sí. Pero a Claudia tampoco la resultó difícil; ambos comenzamos a discutir… No quiero hablar de eso Ángela. ¿Por qué insistes en hablar de esto cuando nuestros padres han muerto? Claudia y yo habríamos cortado tarde o temprano, la muerte de papá y mamá no fue el desencadenante. Simplemente me abrió los ojos… -Hablé y un velo de preocupación me cubrió como una sombra.
Ángela me contempló con la mirada triste un breve tiempo. Era evidente que lo que había hablado con ella no la convencía pero también comprendía que yo no quería hablar del tema, yo no podía o más bien todavía no estaba preparado; seguro que pensó Ángela.
-Entonces ¿qué era lo que me dijiste por teléfono que querías preguntarme?
Mi mente retornó a la oscuridad con la que había convivido la pasada noche hasta antes de ver a Ángela aquella mañana. Mi mirada expresaba una preocupación que no sabía disimular y que por dentro me carcomía en angustia.
-Ángela, ¿Has leído las memorias de papá y mamá alguna vez?
-De niña mamá me leía sus memorias antes de dormir – Ángela parecía preocupada recordando su pasado, sus ojos de pronto se habían perdido en el limbo de su memoria.
-¿Por qué las llamaban memorias? Nada de lo que cuentan parece real.
-Supongo que para ellos era un juego. La verdad es que no tengo ni idea, siempre hablaban como si todo lo que sucediese fuera de esta casa les fuera ajeno.
-¿Ellos no estaban locos verdad?- pregunté asustado y confundido.
-No Lauro, yo sé que no estaban locos, todos los que les conocían pensaban muy bien de ellos. Sencillamente pienso que eran más conscientes de las cosas…
-¿Más conscientes de las cosas? Lo que he leído en sus memorias no se corresponde con unas mentes que son más conscientes de las cosas tal y como tú dices. No comprendo por qué nunca me hablaron directamente a mí de aquellos escritos. Nunca me dejaron leerlos, tuve que encontrarlos yo mismo.
-¿Por qué te preocupan tanto esas memorias?
-¿Por qué te hablaron solo a ti de aquellos escritos? Además me molesta que llames “memorias” a esos escritos.
-No has contestado a mi pregunta.
-Da lo mismo, aquí ocurre algo que no consigo comprender pero es igual. ¿No habías venido para llevarte las cajas de las mudanzas? tampoco es mucho, solo un par de adornos, fotos y cuadros. Seguro caben en tu furgoneta.
Ángela se quedó callada un momento como silenciando una voz dentro de ella que la asustara respecto al futuro, pero que no obstante, era consciente debía de afrontar. Aceptó que me negara a responderla y me acompañó adentro de la casa. El voluminoso espacio de aquel salón la llenó del sentimiento de la nostalgia y soledad. Sobre sus mejillas resbalaron unas pocas lágrimas. Todas las cajas estaban listas para ser transportadas. Mientras tanto, yo me mostraba inquieto esperando a que mi hermana se marchara. Haber hablado con ella sentía que me distraía de lo importante. No podía permitírmelo, los sentimientos son demasiado hirientes como para que uno se atreva a abrazarlos. Su calor nos escita y atrae pero algo dentro de ellos los sustancializa como una enfermedad helada. Mi vida había alcanzado un punto en el que los detestaba por no encontrar nada real en ellos. Eran inconstantes e intensos. Los sentimientos siempre nos contemplan con sus hechizantes ojos y después terminan por traicionarnos mientras nosotros admiramos enamorados la belleza de sus miradas. No soportaba la idea de ser un esclavo de los sentimientos así como tampoco que mi hermana se quedara y me hiciera compañía. No, lo auténticamente real era la inmanente mudez de lo inerte, lo único perdurable en el tiempo.
Conforme ayudaba a Ángela a cargar con la mudanza en su furgoneta ella percibía destellos de mi apatía. A veces daba la impresión de querer decirme algo, así como un deseo de ocultármelo.
-Las memorias deseo quedármelas –le hablé a Ángela entendiendo que ella me escondía una verdad que, no obstante, debía ser yo quien la encontrara por mi cuenta.
-Cómo te plazca, pero sólo recuerda una cosa, tanto nuestros padres como yo siempre te hemos querido. Esas memorias eran algo muy personal para ellos y siempre quisieron contártelo, simplemente esperaban al momento adecuado para que las leyeras.
-¿Con tanto misterio esperas que no las lea?
-Solo papá y mamá sabían cuando estarías preparado. Ahora ellos están muertos y no me parece justo que no sepas del contenido de esas páginas. Aunque, sinceramente, todavía dudo de que estés preparado. Por favor Lauro, solo son un cúmulo de palabras sobre pensamientos irreales. No te obsesiones con encontrar una luz que aparezca de la nada. Para ellos no era más que un juego.
Nos dimos un último abrazo y Ángela se marchó. “Que no me esforzara por encontrar una luz que apareciese de la nada” Lo cierto es que era la mejor forma de definir cómo me sentía en aquel momento. Pero no me afectaba oírlo, sabía que estaba por encima. La esperanza se había convertido en una ilusión y saberlo me estaba transformando. Ya no veía el mundo como un bello paisaje de felicidad y armonía. El mundo, siempre el mundo, era una prisión de caos y destino cuyos retorcidos caminos conducían siempre a la nada. No, lo cierto era que yo no esperaba una luz que apareciese de repente, sino que esperaba, como todo en esta vida, que mi luz alumbrase el vacío de la nada llenándolo de sentido como el vértigo al abismo.
Ángela se marchó, contemplé como se perdía la imagen de su furgoneta en la distancia. Nuevamente me encontraba solo, apenado y desorientado. En el cielo un águila volaba en círculos acechando a su presa. Mi corazón latía cortando el lazo de mis emociones, pero mi yo, mi cuerpo y mi mente mantenían la serenidad. Regresé a casa abatido por la apatía.

Tengo demasiados pájaros en la cabeza. Sabía que debía haber llamado a Claudia y reconciliarme con ella, no obstante me sentía incapaz de regresar. Quizás jamás la había amado. Pero no, no es cierto, porque cada vez que recordaba el tiempo que pasé con ella la felicidad invadía el aura de mis recuerdos. Sin embargo, yo ya no era el mismo y el cambio no me afectaba. Sencillamente me entregaba porque sentía que no podía ocurrir de otro modo. La lógica perecedera de este mundo acaparaba mis pensamientos. El amor debía ser más real que el mismo reflejo del cariño. El mundo debía ser más auténtico, menos impuro y desorganizado. Lo bello se anexionaba a lo sucio en la naturaleza cuya propia naturaleza era una entidad vacía. Lo cierto era que si hubiese llamado a Claudia en aquel entonces y hubiese vuelto con ella, mi actitud habría sido deshonesta. Pero nada me liberaba del egoísmo de haberme desentendido de ella tan fácilmente. El tiempo marcha siempre como una cinta mecánica transportando inútiles objetos de consumo con fecha de defunción.
Nuevamente dentro de mi casa, el silencio acompañaba mi actitud apática. Las paredes vacías, impregnadas de pintura, encarcelaban mis emociones en una prisión de artificiosa serenidad. Las páginas de las memorias de mis padres esperaban en el centro de la mesilla para ser leídas. La cabeza me dolía y el pecho se aprisionaba dentro de mí doliéndome al respirar. Había cortado con los lazos de mi pasado y no era capaz de sentir ningún remordimiento. La realidad se extendía sobre el espacio y el tiempo como un vacío que todo lo asfixiaba, anegando su ser. La sustancia del dolor me encogía el corazón hasta hacerlo añicos. Continuamente en cada pálpito notaba una muesca desprenderse y formando una oscura grieta. La tristeza había sucumbido a una desazón más pesada y profunda; una pasión que espesaba la angustia y llenaba mi ser. La casa había perdido su claridad y se hundía en una hipnosis de traumas que todo lo adormecía. La ansiedad latía golpeando mi pecho procurando asfixiarme sin compasión, únicamente torturándome, anhelándome que desapareciese de esta vida y todo cuanto en ella acontecía. Perdí momentáneamente el equilibrio, mis rodillas golpearon contra el suelo sin apenas notar el impacto. Mi mente se mareaba y entonces…
De los cristales de la casa se dibujaba la imagen de una mujer. Su imagen, contorneada por los cristales, correspondía a una joven de pelo largo y castaño con un vestido blanco de noche que relucía como un destellante reflejo. Mis ojos adormecidos se esforzaron por contemplar aquella mujer cuya sonrisa radiante armonizaban con la dulzura de sus preciados ojos. Ella se deslizaba a través de los reflejos de los cristales con la elegancia de una ninfa en los bosques, transportándose de cristal en cristal. De vez en cuando, si el cristal era pequeño o demasiado fino, solo relucía el brillo de sus ojos o su sonrisa. Ella parecía danzar de un cristal a otro bailando una melodía silenciosa que cautivaba cada sentimiento. La oscuridad del dolor de mi corazón se había extinguido con aquella luz y de mi pecho una pasión nueva y distinta de todas a cuantas había experimentado en mi vida acababa de nacer.
Mi alma se había curado. Había vislumbrado una belleza más intensa que la felicidad misma y mis pensamientos me arrebataron mis emociones desbordándose por completo. La joven entonó una melodía con la voz más hermosa que nunca antes había escuchado. Su cántico parecía angelical y los sentimientos que inspiraba hablaban de esperanza y amor. Era como si comprendiese que todas las poetisas y poetas del mundo en vano buscaran su propia voz, sino que la voz más certera y honesta fuese aquella que les cantase su propia musa.
Yo, hechizado, seguí el cántico de aquel ángel dentro de la casa. Ella me guió por debajo de las escaleras de madera y en el suelo se abrió una trampilla por el que se descendía a una cueva. En la oscuridad de aquella cueva la luz de su reflejo se había consumido pero su cántico permanecía sonando, guiándome y curando cada herida de mi interior. Hasta que finalmente llegué a una laguna rodeada de espejos dentro de la caverna. La joven se volvió más nítida e intensa conforme parecía ganar sustancia su imagen sobre la superficie de la laguna. Yo, entregado por un deseo inmenso, arrastrado por una pasión que nunca antes había conocido, ni creo que alguna vez llegue a comprender, abracé aquella joven que perlaba mis emociones con su belleza y cariño; dejándome hundir en el interior de la laguna.

Desperté en mi cama con una fuerte sensación de cansancio. Era de noche. Al parecer había dormido todo el día después de que Ángela se hubiera marchado. No haber dormido a penas la noche pasada me había pasado factura. En el móvil no había ninguna llamada perdida, prácticamente era como si estuviese desconectado del mundo. El cansancio pesaba sobre mis ojos y llenaba de dolor mi cabeza. Mis pensamientos parecían querer escapar de mi mente y mi cuerpo estar agarrotado en mi propio cuerpo. La quietud, el silencio y los muebles transpiraban la sequedad de la apatía.