Nocturno Secreto

lunes, 9 de diciembre de 2019

Abismo

Me he caído sin conciencia.

El abismo se ve demasiado bello y profundo,
su oscuridad y vértigo me enamoran.

Me he caído resbalándome de mis sentimientos.

La tristeza cura mi corazón con sus caricias,
inyectando en mis venas una promesa rota.

Me he caído arrojándome a la desesperación del deseo.

El espejo refleja una lágrima sin reflejo,
un dolor sin gemido
y una felicidad tan honda como una ilusión de este abismo.

Me he caído y me aterra que me rescaten.

Tengo miedo de perder este sentimiento que me da forma,
estas imágenes que configuran mis sueños y me tranquilizan.
Tengo miedo de matar la belleza en mi corazón
y que luego el crimen me manche con su desprecio y soledad.

Me he caído a un vacío de lágrimas quebradas.

¿Y si resultase que la belleza no se encuentra en la bondad?
¿Y si fuese la bondad un acertijo del destino para merecer la belleza?

Ya no veo diferencia entre perseguir la luna y desprenderme de su brillo,
entre pactar con el diablo y hacer las paces con dios.

Quizás mi alma desposeída de mí me tortura y me traiciona como yo a ella,
quizás mi sino sea asfixiar con un beso la encarnación de lo perfecto
hasta que mi conciencia pague el precio de mi hipocresía.

Estoy atrapado como una hormiga en una telaraña
y perdido como un amor que se confunde con su narcisismo.

Me he caído y la soga del tiempo se ha cortado.
Me he caído y solo me salva un mar de recuerdos desordenados.

Me he caído y tengo miedo…
porque es ahora cuando comprendo
que en mí queda algo más que existencia.

jueves, 28 de noviembre de 2019

Incendios de nieve

Lloro el fuego de mis lágrimas.          La ansiedad reluce en mi pecho.
El dolor me quema cortando mi alma.          El hielo abrasa mi corazón.
Hay incendios de espejos de agua.          Escarchas de nieve y destello.
Sensaciones que florecen sentimientos.          Secretos que profanan lo sagrado.
Infiernos que caben en un invierno.          Veranos ardientes de radiante cielo.
Sombras que distancian el calor.          Rayos de hielo que estallan flor.
Dolor y felicidad sin formas.          Reflejos que quiebran mi memoria.
Sangre que emana cálido viento.          Fuentes de tristeza que inflaman amor.

jueves, 7 de noviembre de 2019

Conciencia

La paranoia quema mi cabeza,
la gente nutre mi rutinaria soledad,
el espejo demacra mi conciencia,
la tristeza besa cada sentimiento,
el dolor tiempo ya que no lo siento,
la noche ahoga un vómito a la nada,
cada tambor es dolor en el pecho,
cada idea un discurso contra mi ego,
sombras inciertas que nadan en el alma,
recuerdos destellantes que cristalizan,
pinturas de promesas no lejanas,
metáforas sucias, amargas y claras,
rasguños, pliegues de piel, sangre vana,
hambre de poesía encarnada en materia,
sed de conocimiento que llene justicia,
remordimiento cesante y a la vez eterno,
ascuas de una vanidad calcinada,
pozo de oscuridad, de duda y vacío,
corazón de fuego que llora agua,
sentimiento de inerte trascendencia,
velo de hipocresía y mudez de piedra,
anhelo de contemplar lo invisible,
tocar el dolor de la verdad intangible,
enamorar la belleza en un poema,
embriagar la sed de la alegría,
estallar cada luz de mi mente,
irradiar el sol de la existencia,

abrazarme a la luna de mi conciencia.

domingo, 22 de septiembre de 2019

...

Cada noche me esfuerzo por apagar una pésima idea
que se ha infiltrado como un gusano en mi conciencia.
Pero es inútil cuando la misma idea nace de la tierra,
cuando todo a mi alrededor me grita con su silencio
y no hay corazón que llene el vacío abismo que siento.

No logro escapar del insensible reflejo de mi odio,
del asco que vuelca sobre un lago toda la inmundicia
que se acumula como suciedad en mi desperdiciada vida.

No queda en mi pecho felicidad, ni en mi futuro, logro.

Nunca debí jugar a identificarme con las palabras,
nunca debí querer y desesperarme por sentirme vivo;
pero cada vez más intensa es la insistencia del castigo,
el anhelo de dibujar por cada pensamiento una daga,
la tortura de existir y no tener ni honor ni sentido.

Y siento que abrazo la pésima idea de mi cabeza,
que se forma y define en mis turbios pensamientos
y ya no busco vivir para ser feliz, ni huir de mi tristeza.
Solo quiero no desaparecer y destruir esa pésima idea;
que no soporta ni la estéril tierra, ni el vértigo del cielo,
que al agua convierte en sustancia de líquido seco
y al espacio asemeja a un invisible velo de indiferencia.

Quiero creer que la solución sea perseguir mi sino;
al final solo queda vivir, morir, agarrar el puñal del destino.

viernes, 20 de septiembre de 2019

Lo Irreal

He visto el rostro de lo irreal
besarme con dulzura y cariño.
He acariciado su invisible piel,
me he arropado en su cobijo.

Lo irreal es diamante pulido,
absoluto, felicidad, destino.

Es sentir la frescura del viento
y el sol en tu interior sin quemarte.
Es una oscuridad inexistente
que baña emociones y te protege.

Es esencia que irradia el arte.

La alegría de engañar a la muerte,
el júbilo de vencer a lo indiferente.
El milagro de amar la realidad,
el don de ser pureza y eternidad.

Lo irreal es como un bonito poema
que si sufres desilusiona
y si vives creces.

Es una metáfora brotando de la tierra,
el destello que una fuente emana.
El sentimiento oculto tras una piedra,
un paisaje que constante dibuja el alma.

Un amor puro e inviolable.
Una redención entre el espíritu y la carne.
Una filosofía que roza los límites
y trasciende la existencia.

Lo irreal es una apariencia distorsionada.
La poesía de expresar lo inefable.
La verdad intangible que en la muerte nace.

lunes, 11 de marzo de 2019

Sueños de arena #2. El material de la soledad

La ciudad existía ensimismada en la cadencia de sus calles y edificios. El monótono sonido del motor de los vehículos adormecía la circulación. Los peatones caminaban con el mutismo de su tristeza. El reflejo de los cristales de las ventanas palidecía la mañana. Las finas hojas de los periódicos se arrugaban con el soplo del viento. Las grises aceras se manchaban con la suciedad de las suelas, los charcos del alcohol y los restos de papeles desperdiciados. Los desnudos árboles secaban la naturaleza del paisaje. Los parques: deshabitados, silenciosos como espacios de reflexión, decorados con el frío e inerte metal de las estatuas; llenaban con sus céspedes el único sentimiento de paz que se respiraba en aquel desestructurado sistema urbano. Las plazas existían como los reductos donde terminaban los solitarios paseos de los ancianos, como los centros de desechos que abandonaban la juventud por la noche y el recuerdo glorioso de una historia perdida en el laberinto de rincones y escaparates. Los vagabundos dormían en ese suelo de suciedad, entre cartones, abrigos o estropeados colchones; marginados al hambre, al frío, la enfermedad y al desamparo, por culpa de una sociedad individualizada y asimétrica que se asfixiaba, encadenada a su propia cadena de producción, y habitaba recluida por el cemento y el ladrillo en sus vacíos hogares. Las terrazas de las cafeterías se llenaban, muy poco a poco durante la mañana, por personas imbuidas en la preocupación de sus pensamientos. El aroma y la temperatura del café despertaban sus sentidos, haciendo olvidar sus problemas y programándoles para el automatismo de sus trabajos. La ciudad se sobrecargaba con el cúmulo de los atascos, los pitidos de los automóviles y la saturación de líneas de autobuses y de metro. Bajo tierra, donde circulaban sobre sólidos y electrizantes railes los trenes de la red de metro, los ciudadanos proseguían el ritmo de sus ideas estancados en monótonos trayectos. Sobre tierra, solo el contaminado aire de la atmósfera oxigenaba sus vivencias.
Aquella mañana la ciudad había despertado sumida en la niebla. La atmósfera se había llenado de un espesor húmedo y grisáceo que todo lo envolvía. Los cristales se empañaban y el cielo, cubierto por un manto de oscuras nubes, se confundía con la vaporosa cortina del ambiente. Un velo de tristeza cubría la artificial luz de los semáforos, que apenas era traspasado por la claridad de los rayos del sol. Los peatones se perdían a la vista de los demás, adentrándose en la suspendida bruma. El corazón de las personas latía silencioso mientras la ciudad entera se hundía en aquel velo de densidad grisácea.
Entre aquella pálida oscuridad, dentro de su habitación, despertó, con cansado sopor, el joven Eidan de 18 años. Su rutinaria existencia consistía en la clásica vida de estudiante de universidad. Su carrera se trataba de la abrumadora filosofía que mucha gente admiraba y que a la par, mucha gente ignoraba. Él era un joven de pelo moreno, ojos negros y apagados como sus acostumbradas ojeras; las cuales, acunaba todas las noches con su acostumbrado insomnio. Se sentía incapaz de conciliar el sueño fácilmente y cada noche se ocluía en una total oscuridad dentro de su cuarto; malograda su despierta cabeza con tediosos y obsesivos pensamientos. Compartía apartamento con otro estudiante, ambos vivían en la misma residencia que les ofrecía la universidad. Su compañero resultaba un completo desconocido, ya que, aunque hubiera transcurrido un año de carrera, Eidan, todavía encontraba dificultades para relacionarse. Todo lo que sabía de su compañero era superficial y para él incluso indiferente. Había intentado conocerle, incluso entablar una buena amistad, pero nunca lograba encarar su más íntima timidez que constantemente le frenaba. Eidan se aislaba, contra sus verdaderos deseos, en una vida solitaria que difícilmente le ayudaría. Sin embargo, por alguna razón que Eidan no alcanzaba a entender, su compañero no actuaba con recelo o molestia hacia él. Todo lo contrario, su compañero lo saludaba con bastante frecuencia e incluso lo invitaba a muchas fiestas entre estudiantes. Pero Eidan, aunque jamás rechazara las invitaciones, no lograba dejar de sentirse solo. No era participativo y su actitud ante la vida escaseaba, pese a que a su compañero, Ángel, jamás le pareciera importar. Por lo tanto, Eidan, se sentía insignificante, no conseguía implicarse socialmente y a la gente de su alrededor, a las casuales personas con las que conversaba, no le daban importancia. Imaginaban que Eidan era un chico tímido, introvertido mejor dicho, por lo tanto le dejaban en paz la mayor parte del tiempo. A lo cual, Eidan, se marginaba todavía más, viviendo apartado del resto del grupo. Pero como se había dicho antes, esta situación solo hacía pensar a Eidan que su existencia carecía de verdadero valor. Pues resultaba indiferente para las personas que él se relacionara o dejara de hacerlo. Con aquel sentimiento de indiferencia, volátil y vacío como la niebla de afuera, había despertado Eidan. Su soledad se había encadenado a su ser de una manera más profunda que para el resto. Pues el leve alivio que encontraba en sus conversaciones con la gente, se esfumaba muy rápido y enseguida se encontraba solo en un amplio espacio lleno de personas.
Eidan desayunó y se aseó con presteza. Saludó a  Ángel y se cambió de ropa para dirigirse a su facultad. La mochila apenas le pesaba y aquella ligera sensación le incomodaba, le obligaba a extrañarse creyendo que se olvidaba algún libro en casa, aunque jamás fuera así. Afuera la niebla persistía, flotando sobre el campus, como una nube de abstracción que nacía de la concentración de pensamientos de los estudiantes. El frío y el temblor se fundían en su cuerpo que parecía atravesado por aquel vapor de humedad. Su mente volvía a atormentarle con la soledad de su ser, en medio de aquel campus repleto de estudiantes que caminaban, prácticamente en manada hacia sus clases. El camino que debía tomar Eidan, casualmente le empujaba a caminar en dirección contraria a la mayoría. Seguramente porque poca gente procedía de allí donde venía Eidan, tampoco importaba realmente. Lo relevante era que, siempre que caminaba en dirección contraria frente a la gran masa de estudiantes, incrementaba su sensación de aislamiento y soledad.
Eidan llegó a la cafetería. Allí se encontró con algunos compañeros de clase y, después de saludarlos, se sentó a su lado. Ellos hicieron como si no existiese, continuando su conversación, una conversación en la cual Eidan no sabía cómo encajar. Nunca encontraba a tiempo las palabras adecuadas, o también pensaba, cuando encontraba las palabras, que no tenía nada interesante que aportar a la conversación. Poco a poco más estudiantes, compañeros de clase de Eidan, se fueron sumando a la fluida y cálida conversación, en la cual, sobraba Eidan. Llegaba a un punto, sobre todo tras un año de aislamiento, que ya no se atrevía ni siquiera en esforzarse por abrir la boca, creyendo que estorbaba. Habían existido raras experiencias que Eidan ingenuamente no lograba explicar. En las cuales, se había sentido rechazado por alguno de sus compañeros. Por tanto, había optado por la opción de no hablar para no molestar. De vez en cuando la gente le miraba de reojo fugazmente, otras evitaban saludarle si podían y nunca le miraban cuando alguien se dirigía a todo el grupo donde él se encontraba. Así fue cuando, olvidado y perdido en aquella difusa vida sin experiencias, Eidan comprendía la vida con el vacío sentimiento de la indiferencia. Ya no sabía si merecía la pena existir. Ese era un pensamiento cada vez más frecuente en su monótona realidad y en algún momento se intensificaba peligrosamente. Las noches que pasaba en su cuarto se convertían en una inútil lucha contra su propia inutilidad en el mundo. Por ello, la lectura que más frecuentaba era la de autores como Camus o Sartre, ya que creía alcanzar a entender el vacío y el sin sentido, la falta de significado que le faltaba a su vida y que, de igual manera, tampoco percibía en la deprimente ciudad donde vivía. Podía darse cuenta que aquella enajenada manera de entender el mundo, ya no cuajaba con su siglo, que el sin sentido, el absurdo, o “el horror”, irónicamente dejaban de ser importantes en un mundo donde nada resultaba verdaderamente importante. Al menos así lo creía Eidan, marginado en su claustrofóbica soledad que le pesaba como su ansiedad volátil y opaca. ¿Cómo podía pensar que existían valores que dotaban de significado objetivo la vida? Si, tal como lo veía Eidan, cada vez más convencido, la gente de su ciudad no tenía nada a lo que aferrarse con verdadera honestidad. Vivimos acostumbrados a creer en valores que debemos desmentir a medida que crecemos. Creemos en un sistema al que llamamos democracia y del que no esperamos verdadera solución. Votamos a partidos en los que no creemos. Vivimos gracias a trabajos que odiamos. Anhelamos una felicidad que desaparece cuando te esfuerzas por vivir una vida digna. Malgastamos el tiempo conversando sobre temas inútiles, admirando personajes que son ficción. Consumiendo y leyendo unos libros, consumiendo y escuchando una música y consumiendo y mirando un cine que sabemos es una basura. Creemos que vivimos acorde a como pensamos, pero basta que se nos ponga en cuestión nuestra forma de pensar, para descubrir que nuestros pensamientos no existen en armonía con nuestras creencias, así tampoco con nuestro estilo de vida. De modo que, por culpa de esta hipocresía en unos e ignorancia en otros, existimos en una sociedad que roza el nihilismo. No ya un nihilismo existencial donde la nada impera en lo real, sino un nihilismo que nos transforma y nos vuelve indiferentes a lo que debería importarnos. Nuestra sociedad nos individualiza y nos distancia de los demás, permitiéndonos cegar por una oscuridad que se difumina junto con nuestras ideas. Inconscientes de la verdadera realidad, que si nos paramos a pensar en ella, quizás, lamentablemente, descubramos que nos está destruyendo por nuestra culpa. Pero el nihilismo que ha nacido como consecuencia se ha extendido tanto, que en la ciudad ya solo se aprecia la difusa niebla que todo lo envuelve y confunde. Al final, para Eidan, solo importaba el vacío en el cual se sentía confinado.
La niebla se extendía alrededor del campus. Los estudiantes caminaban adentrándose o apareciendo en ella. Los árboles armonizaban con la bruma transmitiendo una vaguedad imprecisa en el paisaje. La mañana se difuminaba en una mañana pálida y somnolienta. Eidan se terminó su café y junto con sus compañeros, siguiéndolos medio rezagado, entró en su facultad. Dentro, los muros del edificio resguardaban a los estudiantes y a los profesores de la niebla. Un largo pasillo que comunicaba con diversos módulos y aulas se extendía frente a Eidan. La temperatura abrigaba lo suficiente el calor de las personas, cobijadas en sus abrigos, y la luz y los colores resaltaban con mayor viveza que afuera en la ciudad o en el campus. No se trataba de un escenario gris y sobrio, sino de un espacio blanco, azul y luminoso, solo afligido por la nublada tristeza que traspasaba las ventanas. Pero gracias a los estudiantes el ambiente se llenaba de juventud y entusiasmo. Personas enérgicas se trasladaban de un lugar para otro, implicadas en grandes charlas o presionadas por la tensión de estudiar. Sin embargo, Eidan atravesaba aquel pasillo de vida como la imagen de un fantasma nacido de la niebla. Su rostro blanco como la nieve, sus ojos melancólicos y sus profundas ojeras avanzaban transparentes, surcando el camino de la indiferencia.
Cuando llegó al módulo correspondiente se quedó quieto. Sostenido en un acto de incertidumbre, dudaba si entrar en clase o si quizás merecía más la pena marchar hacía la otra cafetería, de dentro de la facultad, para terminar un trabajo. Su timidez se agarraba a su cuerpo y se acomplejaba ante la idea de ser observado por los demás. De modo que sin pensárselo mucho se decantó por mezclarse dentro del ambiente de la cafetería. Al fin y al cabo no se perdería una clase muy importante y no soportaba la soledad a la que debía enfrentarse, mientras el profesor exponía el contenido del temario. La cafetería de dentro de la facultad era cómoda, mucho más luminosa y alegre, y allí, extrañamente, siempre había sitio para un solitario capaz de pasar desapercibido. Allí podría sin lugar a dudas relajarse y aprovechar para adelantar el trabajo. Eidan recorrió el final del pasillo, bajó unas pocas escaleras y empujó la puerta para entrar en la cafetería. Dentro, tal y como esperaba Eidan, el ruido del bullicio destensaba su timidez. Era cierto que al entrar sentía el agobio de sentirse observado, pero una vez sentado frente a una mesa, su temor se perdía como su ser, difuminado silenciosamente entre el ruido de palabras y risas. Allí Eidan sentía paz. Cierto es que no era una paz imperturbable, pues su soledad hacía mucho que había florecido en su corazón y su tallo le molestaba cada día. Permaneció allí sentado, estudiando el libro que debía leer imbuido en un silencio de reflexión. De vez en cuando se distraía levemente mirando a su alrededor, pero en seguida se concentraba en su lectura. Los estudiantes entraban y salían siguiendo el ritmo activo de la universidad. Jóvenes tomaban alguna cerveza, mientras la mañana esparcía su vaho de ausencia, empañando las ventanas.
Hasta que de pronto, el mismo vaho que nublaba los parques y las farolas penetró dentro de la cafetería a ras de la puerta. Eidan, contemplaba sorprendido como una nube, fina y humeante, ascendía desde el suelo hasta flotar en la cargada atmósfera de la cafetería. Aquel hallazgo insólito solo lo parecía percibir Eidan. Pues el resto de jóvenes continuaban enfrascados en sus conversaciones de grupo, sin pestañear extrañados ante nada. Poco a poco la niebla iba enturbiando la cafetería. Se filtraba a través de las ventanas y las puertas, se colaba entre las sillas y las mesas, se posaba en los alimentos y bebidas, y se mezclaba con el aliento de los estudiantes; hasta nublar sus miradas permeables a la niebla. Al instante, Eidan comenzó a agobiarse, la cafetería semejaba una apariencia distorsionada en una atmósfera vaporosa. Sus formas se nublaban en una silenciosa cadencia que se suspendía en el aire. El tono claro y luminoso, que hacía brillar a la cafetería, se apagaba difuminándose en una oscuridad grisácea. El brillo de todo lo real se consumía monótonamente. Los objetos y las personas, junto con las paredes, palidecían en un limbo de neblina. Pero el resto de personas permanecían en una actitud normal e inmutable. Eidan bruscamente se levantó, guardó su libro en la mochila y huyó de la cafetería, perseguido por aquella inescrutable niebla que se diluía en todos los espacios y oquedades. Su cuerpo temblaba de ansiedad. Oscuros pensamientos, nebulosos y sin identidad, ensombrecían su conciencia. Caminó moderadamente rápido, con la prudencia de no chocar con ningún estudiante y procurando alejarse todo lo posible de aquel extraño fenómeno. Al final, observó como la niebla había desaparecido y a su alrededor todo recuperaba la normalidad. Un grupo de jóvenes miraba a Eidan medio en broma y medio extrañados.
El primer descanso de la primera hora había llegado y Eidan entró en clase, sentándose junto a sus compañeros. Ellos se relajaban: saliendo a fumar, yendo a tomar algo y otros pocos charlaban dentro de clase. Mientras que Eidan permanecía callado, cobijado en su asiento, buscando la manera de estar tranquilo. El ruido de las conversaciones le calmaba, pues le hacía volver a estar en la normalidad. Deseaba olvidar la desagradable sensación que experimentó, viendo como la niebla emborronaba lo real.
Durante la pesada y última clase el profesor conferenciaba el desarrollo de unas ideas que, en nuestro tiempo, no se dudaría de clasificar como míticas. Los estudiantes tomaban apuntes tecleando ametralladoramente en sus portátiles. La prisa justa y necesaria para conseguir alcanzar el ritmo de un profesor que arrojaba, prácticamente, las ideas a la nada. Al menos así era como lo pensaba Eidan. La crisis de su vida no se había frenado en su aislamiento frente a la sociedad, sino que también percibía la inutilidad de su vida en el modo en que se abordaba su carrera de filosofía. La filosofía debía servir para luchar contra el autoengaño, decía un profesor suyo. Pero aunque Eidan estuviera completamente de acuerdo, muchas de sus asignaturas se limitaban a contar la filosofía desde su historia, memorizando un cúmulo de ideas desfasadas respecto a la realidad o el ser humano. No encontraba en la carrera, sino en otros libros que no se mencionaban por sus profesores, el sistema filosófico que, creía Eidan, servía para ordenar y sistematizar con mayor rigor las ideas de su pasado y de su tiempo. De modo que Eidan se sentía atrapado en una espiral de inutilidad, hundiéndose en el vacío de su interior; dictándole que, mientras las personas se consumían en el nihilismo que justificaba la explotación y destrucción del planeta, probablemente terminaría vagabundeando por las  desarraigadas calles de la indiferente ciudad; hasta que le matara la enfermedad, el hambre o le asesinaran, y nadie supiese nunca quién había sido Eidan. Al fin y al cabo no era su destino tan extraño. Si se pensaba un poco, se comprendía que vivía en una sociedad individualizada y atrapada por un sistema que únicamente se medía por el beneficio egoísta; un egoísmo que nos encadena a ser altamente productivos, sin la preocupación o siquiera el conocimiento de nuestras circunstancias de vida. Y mientras tanto, los individuos afortunados no cesan de consumir un contenido basura que degrada, cada vez más, la pobreza y el ecosistema.
Entonces, mientras Eidan reflexionaba acerca de su trágico futuro, la niebla regresaba para acompañarle, nublando el ambiente de la clase. El profesor permanecía exponiendo la lección, los alumnos seguían impasibles, esforzándose por tomar sus apuntes, e incluso, quienes no prestaban atención al profesor, tampoco les llamaba la atención el extraño comportamiento de aquella infiltrada niebla. Eidan admiró sobrecogido como la existencia de la clase perdía intensidad. Todo se cegaba por el manto grisáceo de la niebla, e incluso las palabras del profesor se silenciaban, ocluidas por la concentrada atmósfera que todo lo ahogaba. La nube penetraba atravesando las paredes, la puerta y las ventanas; traspasaba las mesas y sillas, a los alumnos, al profesor e incluso a Eidan. Sentía flotar la niebla en su interior. Era como si hubiese dejado de sentir tristeza o cualquier sentimiento. Solo experimentaba un vacío dentro de él; un vacío acariciado por la niebla que lo hundía en el vértigo y en la insignificancia. Entonces comprendió que el material de aquella niebla no era común. Era una substancia forjada por el vacío y lo impreciso, por la ausencia de moral, por el cúmulo de creencias sin fundamento que imperaba en la realidad del ser humano. El sin sentido, la nada y el horror, o incluso la misma nausea que había leído en sus novelas, se posaba sobre su corazón como un telón que daba fin a toda posibilidad de sentirse parte del significado del mundo. De modo que Eidan, derrotado y abatido por el peso de aquella niebla dentro de su ser, se permitió perderse en aquella oscuridad que se diluía, como se diluía su alma en el vacío. Solo quedaba a su alrededor una atmósfera preñada de la densidad del vapor. Su dolor se difuminaba igual que se había difuminado lo real. Hasta que, finalmente, Eidan solo anhelaba cerrar los ojos para adentrarse en el negro corazón de la niebla; cuando de pronto...
-Quieres quitarte de en medio, Eidan ¿no ves que ha terminado la clase? –le dijo un compañero suyo, sentado a su derecha.
Eidan, atónito, se apartó para dejarle pasar, sintiéndose una vez más insignificante para el mundo, como un elemento sobrante incapaz de encajar en algún lado. Recogió los libros guardándolos en su mochila, se colocó los auriculares para escuchar la radio y salió de la facultad. Mientras en la radio decían que por fortuna la niebla se había despejado en todas las zonas, brillando un sol luminoso en el cielo, Eidan caminaba decaido a través del campus. Caminaba, como un autómata solitario y apático, por un camino nublado que se perdía a través de una infinita niebla.

martes, 26 de febrero de 2019

Confesiones

Te busco detrás de cada recuerdo
como un reflejo de cristal roto.
Te busco detrás de cada sentimiento
como la luz que dibuja la sombra.
Te busco en la madera y en el cielo,
te busco y nunca te encuentro.
En mi solo queda la indiferencia,
la nada de un espejo frente al abismo,
la ilusión de un poema sin esencia.

En mí solo queda estatua y materia…
en mí solo queda existencia.

Miro el rostro de la nada
como el rostro de una verdad sin mirada
y en ese rostro escruto tu mensaje;
el eco del silencio responde a mi silencio:
el mío es externo, el tuyo es fraude.
No queda corazón en mi alma,
se ha ahogado el alma en mi ser.
Queda un océano de indiferencia,
un cadáver bajo el astro de la sed.

Pero no me importa.

No busco anexionar tu ser a tu esencia,
no me frustra tu ego más que mi conciencia.
Antes anhelaba tu conocimiento
ahora solo anhelo no anegar la paz
siendo el ser humano que merezco.
He aprendido que soy una mala persona,
he aprendido que se puede creer en el infierno
aun negando la plenitud del cielo.
Y sin embargo tu entidad no me importa…
No creo en tu justicia redentora,
tu reino celestial de pecado sin  memoria.
¡No creo y no lo quiero!
Pero ¡ay! recóndito habita un temor interno
y como a un monstruo me transfigura el paso del tiempo,
tengo miedo de no ser el humano que merezco.

Tengo miedo…
En mí solo queda estatua y materia…
en mí solo queda existencia.

domingo, 24 de febrero de 2019

Una felicidad de cristal


El sol destellaba en los reflejos acristalados de las mesas. La cafetería, elegante y cómoda, recibía a sus clientes con el acogedor aroma a café. El frío desnudaba el calor de las personas, que acariciaban sus manos en las ardientes tazas con el café humeante. El viento soplaba entre el íntimo silencio de la mañana y arrastraba sueños y promesas. El sol, gélido en el cristal, despertaba a los dormidos clientes sentados en la terraza.
Entre las personas que desayunaban en aquella envidiable cafetería de dulces donuts, ricos bollos rellenos y suaves cafés con leche, destacaban dos amigos que coincidían felizmente todas las mañanas y felizmente sorbían sus cálidas tazas, acompañados de una profunda y alegre charla.
-Me alegro de verte Javier, en serio, lo primero que he pensado esta mañana al levantarme es en las ganas que tenía de sentarme aquí, en esta silla junto a esta mesa de siempre en frente de mi más leal compañero.
Javier se rio alagado del comentario de su amigo y respondió con idéntico entusiasmo.
-¿Sabes Marcos, que siempre dices lo mismo cuando nos encontramos en esta cafetería? Pero es cierto, jamás sería capaz de reprochártelo, yo también disfruto de nuestras conversaciones.
Marcos también rio, jovial y exaltado, no parecía que necesitara como los demás de una caliente taza de café, ni mucho menos helaba el viento sus rosadas mejillas sonrientes.
-Claro, porque este sitio es perfecto –hablaba Marcos dejándose llevar por el entusiasmo y el placer de relacionarse- Es la mejor manera de relajarse antes de empezar a trabajar ¿no crees? De verdad, no entiendo a la gente que no le gusta madrugar para aprovechar el tiempo. No me extraña que luego acudan al trabajo estresados.
Como siempre, Marcos conversaba muy seguro de sí mismo y también de su filosofía de vida. Javier, como era habitual en él, le respondía con recurrentes argumentos que no dejaban de dar la razón a todo lo que expresaba, siempre con alegre inocencia, su admirable amigo Marcos.
-Claro que también entiendo que hoy en día, tal como se comprende la función social del trabajo, acuda la gente estresada a trabajar ¿no crees? -Rectificaba elegantemente Marcos con ánimo de explayar la conversación.
Javier asentía y reafirmaba la opinión de Marcos con sus comentarios.
-Yo en cambio admito que he sido afortunado –Hablaba contento Marcos- Tengo el trabajo de mis sueños que consiste, como tú bien sabes Javier, en ayudar a la gente. Les ayudo a resolver sus problemas económicos y hago un servicio a la sociedad. Como debiera ser todo tipo de trabajo, ¿No crees? –Hizo una pausa para permitir que Javier le contestara y tras la aceptación de su amigo prosiguió con su discurso- Además soy buena persona, al menos tengo la fortuna de que la gente me considera buena persona, vamos, es cierto que yo por mi mismo tengo la conciencia tranquila pero siempre hay que ser modesto, ¿No es cierto? Mira, yo tengo la conciencia tranquila y gozo de la buena fortuna, como ya he mencionado antes, de ostentar la buena opinión de la gente.
-Por supuesto Marcos –Hablaba con sinceridad Javier- todos los que te conocemos, sabes que te apreciamos.
Marcos esbozó una modesta sonrisa de complacencia.
-Y yo también os aprecio a vosotros, Javier. Además os lo agradezco todos los días, en serio no podría ser feliz sin vuestra compañía.
-Gracias Marcos, pero explícamelo por favor ¿ocurre algo? hoy te noto… más exaltado de lo que acostumbras ¿es por alguna razón?
-Ah no sabes cuanto me alegra que me lo preguntes, en serio me alegra mucho, porque de verdad no sabía cómo sacar a relucir el tema. Todo se remite a que ayer por la tarde tuve una revelación acerca de la felicidad. ¿Sabes? me gusta mi vida y por lo que he podido comprobar a ti también te gusta tu vida. Somos afortunados y vaya es una desgracia que no todo el mundo lo sea, en esta vida hay injusticias muy graves, demasiado graves. Pero tú y yo somos felices. Y ¿Por qué somos felices? Bueno es cierto que hemos sido afortunados al nacer, la verdad, no creo que haya que sentirse culpable por algo así. Pero hemos logrado hacer algo de provecho con nuestras vidas y dedicamos nuestras vidas al servicio de los demás. Votamos al partido que consideramos que más ayuda a la sociedad, sacrificando todos los intereses que nos resultan caprichosos, ayudamos a nuestros vecinos, amigos y familia. Nos gusta ser sinceros, serviciales, honestos y aceptamos pagar por nuestros errores. De hecho no lo digo solo yo, me lo confirma también la buena opinión de la gente. Yo se que tú recuerdas varios errores que he cometido. Pero dímelo Javier, ¿alguna vez me he mostrado intolerante contigo o presuntuoso y no he sabido rectificar después disculpándome y compensándote por mi error?
-Nunca Marcos, eres un buen amigo.
-Exacto, gracias Javier tú también eres un excelente amigo, te aprecio mucho. Pero a lo que iba, Yo creo que uno de mis errores más graves es, y aquí es donde me he dado cuenta de la relevancia de mi hallazgo, es que si yo me esfuerzo por tomar el camino correcto y no deseo ser superior a los demás, es porque me gusto a mí mismo. Así es, porque me quiero y conozco el placer que se siente al quererse uno mismo, tanto como se pueda querer a un gran amigo –Hablaba Marcos señalando a Javier- o a la familia, deseo entonces que los demás también se quieran así mismos. Si Javier, mi principal defecto es, y fíjate bien que lo reconozco, que considero atractivo el narcisismo –Terminó de hablar respirando hondamente y añadió- Pero esa es la paradoja de la felicidad.
-Claro, entiendo a qué te refieres –Habló Javier emocionado por el tema- razonas que no es igual estar enamorado de uno mismo que elaborar una impresión irreal de quienes somos.
-Bravo Javier, bravo. ¿Sabes lo que acabas de hacer? Acabas de resolver la paradoja.

Al día siguiente Javier se despertó temprano y se detuvo a contemplar el paisaje de su ventana. El cielo estaba nublado y la luz moría en la palidez del reflejo de los cristales. El frío continuaba helando el aliento y el corazón de las personas. El viento traía consigo el recuerdo de años lejanos y el silencio llenaba la mañana. El timbre del teléfono interrumpió el rostro pensativo de Javier sorprendiéndole. Caminó calmado, a través del pasillo de su casa, hasta alcanzar el teléfono con incómodo aire de extrañeza. Cuando descolgó el teléfono recibió la triste noticia seguida de un silencio sepulcral. Marcos había muerto, se había suicidado.
La noticia conmocionó a Javier que se sentó, pálido y con la mirada perdida, sobre el negro sofá de su casa. El silencio de su hogar acompañó la presión de su pecho que le oprimía en una pausada pero latente angustia. Conforme asimilaba la noticia, el dolor iba moldeando capas de tristeza en su corazón. Se quedó quieto, con los ojos fijos en un insignificante punto, invisible a su consternada conciencia y se abandonó allí mismo; dejándose aplacar por el peso del tiempo.
Aquel día Javier rechazó el plan de acudir a trabajar. Se preparó para salir a la calle y se dirigió hacia la misma cafetería, donde el día antes Marcos le había hablado con aparente felicidad. Javier no conseguía entenderlo. Maltrataba su mente repasando la conversación del día anterior, analizando los gestos de Marcos, sus sonrisas, sus palabras y su inesperado entusiasmo, y en nada conseguía hallar la explicación de, a Javier le dolía recordarlo, su repentino suicidio.
Entró en la casa que ahora solo pertenecía a la esposa de Marcos y hablaron tratando de apoyarse mutuamente, tratando al menos de comprender.
¿Cómo era posible? Si Marcos siempre había sido feliz. Siempre relataba una sonrisa en sus palabras y con su jovial entusiasmo animaba a todo el mundo. Aquella no era una felicidad falsa, era real. Una felicidad de la que todo el mundo se sentiría orgulloso, era incluso, una felicidad que todo el mundo envidiaría. Repasaron toda su vida, al menos, toda la vida que conocían de Marcos y se veían incapaces de hundirse por culpa de algún escollo. Era una vida admirable, una vida que Marcos nunca dudaba de calificar como perfecta. Siempre se levantaba cada mañana y se contemplaba frente al espejo y el espejo le deseaba un feliz día, mostrándole una radiante sonrisa.
Recordaron la filosofía que profesaba Marcos, no se cansaba de repetir en sus conversaciones, cómo la clave de su éxito, la clave de que hubiera logrado un puesto como directivo en su empresa, de que siempre hubiera conseguido ser el número uno en todo lo que se proponía, de que viviera con su conciencia tranquila dedicando su vida al cuidado de los demás, todo aquello se debía al sentimiento de adoración de sí mismo que había cultivado con devoción. No, era imposible que Marcos se suicidase, Marcos, más que ninguna persona que cualquiera hubiera conocido, se quería y como consecuencia quería también su vida. Era, recordaba Javier, tal como le gustaba bromear a Marcos, la extraña paradoja de la felicidad, conseguir mediante un caprichoso defecto una de las mayores  virtudes.
Javier regresó por la noche a su casa, decepcionado y abatido sin ninguna respuesta. Cogió el correo que había olvidado aquella mañana y entonces descubrió que había un paquete perteneciente a Marcos. Al parecer se lo había enviado antes de suicidarse. Javier se sobresaltó y de los nervios se le resbaló el paquete al suelo oyéndose un crujido; idéntico al sonido de un cristal al quebrarse.
Sobre el paquete había una carta escrita por Marcos.

Javier, no sabes cuanta vergüenza me da reconocer esto. Lo siento de veras, pero es tan grande mi vergüenza que no me atrevo ni siquiera a escribírtelo en esta carta. Te he enviado este espejo con la esperanza de que puedas entenderlo, lamento si a ti y al resto del mundo os pueda parecer un motivo pueril. De verdad que lo lamento.

Javier suspiró soltando el aire que le angustiaba en su pecho. Abrió el paquete y contempló su reflejo, cortado por la cicatriz del espejo que él había estropeado. Miró fijamente, como quién busca penetrar en lo hondo de un profundo enigma, pero constantemente le frenaba la imagen superficial de su reflejo. Entonces fue cuando gracias al corte del espejo resolvió el misterio. Se sintió orgulloso de sí mismo pero al poco tiempo penosamente deprimido.
Se imaginó a Marcos, fiel a su ideal de adoración, buscando contemplarse cada mañana frente a aquel cristal. Pero Javier, que miraba aquel espejo roto, solo alcanzaba a contemplar su reflejo y nunca a él mismo. En verdad nunca había visto su propio rostro directamente, tal cual era en realidad. Siempre había necesitado de la irreal impresión de su reflejo para conocerse y sintió entonces un claustrofóbico temor. Un sentimiento similar al que debía haber sentido Marcos al contemplarse por última vez. Imaginó su trágica frustración. Una persona que había dedicado toda su vida a la contemplación narcisista de sí mismo y en el último instante de su vida, comprendía que jamás se había adorado a sí mismo fielmente. Pero Javier alcanzaba a entender algo más, entendía su soledad y la horrible prisión de vacío en que se había convertido de pronto su vida. Siempre había dicho que era feliz porque se adoraba y sin embargo, Marcos había descubierto que aquella felicidad no era más que una felicidad de cristal. Una felicidad igual de frágil que aquel espejo. Fuera del cristal no había nada.

sábado, 9 de febrero de 2019

El Fin de la Inocencia

No he escrito este poema con ánimo de sermonear o de juzgar a nadie en concreto. Lo he escrito porque en parte refleja como veo el mundo. Además, considero que trata sobre lo que más merece la pena escribir hoy en día. Lo he intentado escribir lo mejor que he sabido.

I
¿Qué virtud en las calles brilla?
salvo el destello de cristales y sangre
de vagabundos que mueren de hambre.
Salvo el destello de soledades
que desgarran charcos y vida.

La ciudad es un lugar inhóspito
lo prueba la vacía belleza de la noche.
La ciudad es un lugar recóndito
lo ensombrece el fulgor del derroche.

Oigo el crujido de emociones que quiebran,
el profundo caminar de pensamientos que tiemblan.
Oigo el abismo de un silencio que truena
por un cuchillo que se hunde en la existencia.
¡Y crimen y suicidio se mezclan en la conciencia!

¿Dónde cayó la nácar sonrisa de luna?
Se deshizo su brillo en migajas de lágrimas,
se marchitó como tiempo entre páginas.
Se apagó porque cayó su sonrisa de cuna.

El viento gélido de la febril atmósfera
rasga las gargantas de los desamparados.
Las noches, enfermas de melancólica ópera
componen el drama de crímenes trágicos.
Y el público la amarga tragedia aplaude
con el adicto consumo de droga y arte.

Del río que bifurca la nostálgica ciudad
fluye la tristeza de rostros decaídos.
El ámbar de las farolas alumbra una realidad
vacía de sombras y llena de oscuridad y delirios.

Se han llenado los manicomios de nuestra conciencia
y sus rasgadas paredes acolchadas ensucian su blanca pureza.
Se han convertido en cárceles, los lugares de la inocencia,
sus paupérrimas calles necesitadas de riqueza.

¿Dónde cayó la nácar sonrisa de luna?
Se tornó áspera sonrisa de acongojado llanto,
se bañó en corrupción, egoísmo y espanto.
Se apagó porque cayó su sonrisa de cuna.

Los silenciosos parques de la existencia
cortan los recuerdos con cristales de botellas.
Las jeringuillas de los barrios de la miseria
clavan sus agujas como mortales huellas.

En el pausado camino de la nostalgia
un anciano pasea su cansado corazón.
Sus gafas, húmedas de la emoción de sus lágrimas
empañan su mirada hacia un futuro sin amor.

Y en los silenciosos parques maquillados por el alba
charcos de vómito y también tristeza malva.
Mientras vagabundos mueren en la madera de los bancos,
como ataúdes pagados por el estado para lavarse las manos…

¿Dónde cayó la nácar sonrisa de luna?
Se perdió en la niebla de la madurez.
Se quebró con la débil vejez.
Se apagó porque cayó su sonrisa de cuna.

Se apagó la nácar sonrisa de luna.
Cuando la pobreza nubló el alma en la ciudad amargura.

II
¿Qué virtud en el mundo brilla?
salvo la sequía y los campos con sangre
de niños y familias que mueren de hambre.
Salvo el destello de diamantes
que se valoran más que la vida.

El mundo es un lugar inhóspito
lo prueban las ruinas de países de oriente.
El mundo es un lugar recóndito
lo oscurece la tecnología de occidente.

Suena el sonido de estómagos que quiebran,
el profundo vacío que en sus bocas se llenan.
Suena el abismo de una venganza que truena
por un disparo que mella en la existencia.
¡Y crimen y justicia se confunden en la conciencia!

¿Dónde cayó la nácar sonrisa de luna?
Se deshizo su brillo en migajas de comida.
Se carbonizó como esclavos en la mina.
Se apagó porque cayó su sonrisa de cuna.

El viento cálido de los desolados desiertos
arrastra consigo el humo de los proyectiles.
La arena se mezcla con la ceniza de los muertos
mientras el sol estalla la sed en cientos de países.

Hay una herida que se desangra de injusticia
en los macilentos sueños de escuálidos niños sin alegría.
Hay una herida abierta cada vez que se cierra nuestra empatía
y es esa herida más profunda que nuestra banal avaricia.

Hay cadáveres bajo los escombros de la inocencia
por culpa del dinero de nuestras cómplices manos,
las mismas frágiles manos que votan a los tiranos.

¡Hay escuelas que solo el horror de la guerra enseñan!
¡Hay hospitales que semejan derruidos cementerios!
¡Y cárceles que torturan con odio a sus prisioneros!

¿Dónde cayó la nácar sonrisa de luna?
Se tornó áspera aridez de yermo,
se bañó en dolor, desesperación y miedo.
Se apagó porque cayó su sonrisa de cuna.

El corazón de varias personas arde
en el fuego de las llamas de la masacre.
Pero el corazón de pocas personas arde
con la voluntad para por los demás sacrificarse.

Y así vagamos en nuestra ciega indiferencia
consumiendo felicidad a consta de tristeza.
Consumiendo la droga de nuestro corazón cobarde
que tiembla ante la desgracia pero por huir late.

Mientras que allí mueren sin la esperanza
que aquí con una sencilla inyección nos salva.
Y consumimos la naturaleza, la belleza y el dinero
para consumir y consumir más placebo.

¿Dónde cayó la nácar sonrisa de luna?
Se ahogó entre el humo de la guerra.
Se enterró como un cadáver bajo la tierra.
Se apagó porque cayó su sonrisa de cuna.

Se apagó la nácar sonrisa de luna
Cuando la bomba estalló en carcajada de locura.