La noche encendía su oscuridad
entorno a la luz de la
luna.
La noche con su manto
cubría
el limbo de la pausada
ciudad.
Ahuyentaba la áspera
negrura
a la suave claridad del
día.
El delgado fulgor lunar
mecía,
con sus hilos, la
ensoñaciones
de un reino de ilusoria
belleza.
Apartada de la noche y
la tristeza,
en medio de la vacía
soledad,
una dama de nívea piel
de luna
dormía despierta y
apoyada
sobre el alfeizar de la
ventana.
Enfrascada en la
fragancia de sus ilusiones
su mirada conservaba el
aroma de su juventud.
Mientras la luna velaba
la sensible luz,
del alma de la dama,
ella acariciaba el
destello
que, cual blanquecino
espectro,
en su ánimo irradiaba
un delirio
contaminado de pureza;
un bacilo de feliz
melancolía
que sanaba su
sensibilidad enferma.
La oscuridad sollozaba
el brillo
de su radiante nieve.
De la bohemia soledad
de la plaza
alumbrada por la
mortecina claridad
surgió una figura de
elegante identidad
que mostraba a la dama
el haz de una rosa
ardiente.
Cual llama de pasión enamorada
ella descendió las
escaleras
enfrascada en la
perfecta flor
cuyos pétalos se
tornaban perlas
bajo el centelleante
fulgor.
Acudió al encuentro de
su amor
arropada con la fría desilusión
de descubrir que no era
flor y tallo
sino daga, con una rosa
de decorado,
apuñalándose en su
sangrante corazón.
Así cierra la tragedia
su desenlace
con la gélida y carmesí
sangre
bañada por la clara luz
de una traición.
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