Mi
vida se ha visto eclipsada.
Largo tiempo he sufrido vivir a la sombra de
un magnífico genio. Un hombre sumamente extraordinario, no ha existido nunca
individuo que elevara con tanta maestría y brillantez la categoría de genio.
Tanto que hasta en ciertos momentos de incalculable asombro he llegado a
cuestionarme si era humano.
Persona
cuya genialidad abarcaba los inconmensurables campos del saber abordándolos con
absoluta pericia y perspicacia.
Pero
lo que resultaba verdaderamente inexplicable y lo que más de una vez me ha
conducido hacía el borde de la desesperación, era la manera tan majestuosa con
que se desenvolvía en el exuberante y maravilloso campo de la literatura. Leer
sus palabras enriquecía hasta el más tosco espíritu y la magia de sus poemas
transcendía un auténtico milagro. Ello me intoxicaba de envidia y a la vez mi
admiración por él me limpiaba de toda impureza.
Cielos
¿por qué? Dios, porque permitiste que tan privilegiado cerebro se hundiera en
el negro tormento de su soledad. Él podría haber sido absoluta gloria y esperanza,
nos habría guiado hacia elevadas metas que diesen auténtico sentido a nuestra
existencia. No obstante ahora, sin él, dichas metas se presentan demasiado
lejanas. Solo él comprendía el enigmático misterio de la vida.
Le
conocí una tormentosa tarde de invierno mientras me refugiaba en la cafetería
de la universidad. Él se encontraba absorto en sus pensamientos sentado en una
esquina, apartado del resto de la gente. Solo su mirada, penetrante aunque
taciturna, captaba la vibrante esencia del mundo.
-
Suele ser de mala educación mirar fijamente a un extraño. ¿no cree?-
me sorprendió mientras le observaba.
-
Perdóneme, le he visto varias veces en clase y me llama la atención,
siempre le veo solo.
-
La mayoría de la gente recarga sus energías entablando conversación,
relacionándose con los demás. Yo en cambio lo hago entre la tranquilidad de mi
silencio.
Hubo un
silencio... y prosiguió
-
Pero no por ello soy un insociable. ¿Quiere sentarse y tomar algo?
-
Por supuesto gracias
El
resto del tiempo de aquella tarde transcurrió ameno y nuestra conversación,
cada vez más interesante, se prolongó hasta bien entrada la noche. Aquel
excéntrico personaje tan afable y de oscuras ojeras atraía mi atención con gran
intensidad. Su manera tan discreta al hablar podía parecer distante, pero a
medida que hilaba las frases se percibía en su suave tono y palabras un cordial
hilo de afecto, que tejía mis pensamientos
con sus brillantísimas ideas.
Pasaron
meses y ya éramos auténticos amigos inseparables. No dejaba de sorprenderme su
vivaz inquietud, constantemente hacia alardes de su genio en clase y todos los
que le escuchaban amedrentaban en su interior el dañino asombro que les
conducía hacia un inexplorado mundo. Oírle implicaba la destrucción de uno
mismo y todo cuanto habían conocido para sustituirlo por nuevas e irrevocables
ideas. Era un revolucionario.
Su
destrucción de lo tradicional no implicaba la pérdida del término sino que nos
guiaba, nos salvaba de este oscuro y confuso mundo en el que nos habíamos
perdido refugiados en prejuicios y él nos encontraba, profundizaba en los
abismos de nuestra identidad y nos renombraba, renovados en la clara luz de la
verdad. Verdad que destellaba en sus ojos mientras hablaba.
Hasta
que un día sucedió la tragedia.
Compartíamos
un pequeño piso de un salón y dos dormitorios. Él acostumbraba a trabajar
recluido en la penumbra, decía que para encontrar la claridad primero debía
abandonarse en la oscuridad. Nunca discutí sus manías. Pues yo veía nuevamente
sus ojos brillar.
Hasta
que un día le enviaron un retrato.
Era
el rostro de una dama con la tez pálida y los ojos grises y vidriosos con
idénticas ojeras a las de mi amigo. Entonces, cuando miró el cuadro, el
destello de sus ojos se desvaneció y se derramó resbalando sobre sus mejillas.
No me atreví a decirle nada, no pude. Qué misterio diluviaba en su alma en
aquel instante.
El
abandonado destello de sus ojos humedeció el cuadro y la palidez del rostro
pintado, se encendió iluminando la oscuridad de su cuarto. La chispa de su
genio se perdió atrapada entre los trazos del retrato. Desde entonces tan solo
miraba el retrato y lloraba. La melancólica pintura enturbió su vívida imaginación
y se dejó arrastrar abandonándose a oscuros páramos donde los rayos incendiaban
los prados. Los tupidos bosques oscurecían su ánimo y hundía su corazón en el
pantano de la miseria. Todas estas escabrosas y lúgubres imágenes aparecían
escritas en sus nuevas obras, cada vez que las escribía empujado por el
tenebroso poder que ejercía el cuadro. Sus nuevos poemas ya solo trascendían lo
macabro. Una gélida chispa reflejada en la tormenta de sus angustiadas
emociones.
Aquel
retrato se había convertido en su loca obsesión.
Ya
no iba a clase, nunca salía de casa. Cuando le hablaba nunca me devolvía la
mirada y en ocasiones ni me respondía. Cruzó la fina línea que separaba al
genio de la locura y se abandonó a la bebida. Hasta caer enfermo de melancolía.
Su
último acto fue morir en su cama mientras miraba fijamente el retrato y
murmuraba.
-
Ya voy hermana.
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