No creo en el destino,
ni en el determinismo. No creo en el orden, ni en su simetría o su sentido. No
creo en la verdad, ni en la moral, ni en el nihilismo. No creo en mis lágrimas
porque no humedecen mi cara. No creo en el bien, ni en la felicidad, ni en la
tierra, ni en sus lagos y ríos, ni en el sol. No creo en la verdad. Esa verdad
que debilita los corazones asesinándolos antes de sus muertes. No creo en el
mundo, ni en las apariencias, ni en dios, ni en el diablo. No creo en la
conciencia, ni en el alma, ni en la ciudad, ni en la poesía, ni en el arte. No creo en la
sangre y su dolor, creo en su aullido, en su silbido punzante que todo lo
perfora. No creo en la alegría, ni en la tristeza, no creo en el sufrimiento,
ni en la eternidad, ni en la inmortalidad, ni en la muerte, ni en lo imposible,
ni en la luna. No creo en la falsedad. No creo en la belleza, creo en la
fealdad, en lo horrendo y degenerado, en el caos impoluto y corrompido que todo
lo desmiembra y deshace. Creo en el cuchillo, en su reflejo pálido y frío, en
el metal cortante, en el tiempo desgranándose. No creo en la libertad, ni en la
igualdad, ni en la fraternidad. Creo en el odio, en la destrucción que todo lo
corroe de felicidad. No creo en el saber, ni en la ignorancia, ni en la fortaleza.
Creo en la debilidad. La misma debilidad que transforma al fuerte en débil y
necesita de la unión para alcanzar la victoria. No creo en la nostalgia, ni en
su melancolía secreta. No creo en una realidad clara y distinta, sino en la
traición como una cortina que cubre los sentimientos hasta asfixiarlos. Creo en
la desazón. Creo en el nihilismo que todo lo niega, incluyendo la negación, hasta
que te retuerce la boca hasta formarte una mueca de desesperación compasiva. No
creo en el amor, ni en el regazo, ni en el manto de sus sueños y sonrisas, ni
en su mirada intensa concentrada en la fuerza de sus pupilas. No creo en los
cánticos de las musas, creo en las sirenas, en sus voces sin auténtica dulzura,
en sus melodías capciosas. No creo en la armonía de la música, ni en la soledad
verdadera. No creo en la nada, ni en la náusea, ni en el absurdo, ni en el
horror. Creo en el silencio, en la alienación justificada, en la lógica que
todo lo anega, en el espectáculo de lo grotesco. No creo en el tiempo, en ese
telar donde están escritas todas nuestras miserias y que han sido tejidas por
un ser deforme, enfermo, loco y ciego. No creo en la realidad, ni en la
ausencia. Creo en esa ausencia que llena el pecho quemando el corazón. Creo en
la tristeza insensible, en la falta de empatía, en la apatía que enamora hasta
envenenarte, en la esencia corrompida, corrompiéndose a través del océano vacuo
de la indiferencia. No creo en el perdón, creo que buscarlo es perder la vida,
perderse en la inocencia ingenua. Creo que la hipocresía es la mayor
sinceridad, que nuestro mayor acto de honestidad es el egoísmo capaz de
petrificar a un ángel hasta torturarlo convertido en dolorosa piedra. No creo
en los artistas, ni en sus complejos de profetas sin lengua, ni voz, ni ojos,
ni sentidos, completamente carentes de inteligencia. No creo en la promesa de
sus almas con las que venden sus ríos de agria miel. No creo en la ambición, la
ambición es lo único que destruye al fuerte y que debilita al reo. No creo en
la esperanza porque no soy capaz de creer en la ambición. Creo en el mal
mirándose al espejo y contemplando un rostro hermoso con cabellos dorados y
ojos azules; pero no creo en el bien mirándose al espejo para contemplar a
Dionisos; por ello no creo en la realización, ni en la tragedia o la comedia.
Solo creo en el desprecio, lo único perdurable capaz de reconocernos a todos
como seres humanos. No creo en el destino porque de hacerlo rasgaría sus hilos
desollándome con satisfacción. No creo en la belleza porque vagabundea entre
necias palabras de nácar sin corazón. Y no creo en el orden, ni en el cosmos, ni
en el amor, ni en la bondad, porque solo creo en una única justicia. Entregaría
mi aliento y mis ojos, mis sentimientos y rabia a esa justicia incapaz de
atreverse a deificar lo divino. Adoraría lo divino con la única razón que
esperar a que cuando los hados me obsequiaran con contemplar el cosmos en el carro
halado, todo el fuego que es capaz de arrasar la tierra sirviera para asesinar
a los dioses.
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