El espejo reflejaba la
oscuridad de su existencia. El mismo vacío, la misma nada, la única huella que
proyectaba en nuestras almas su ausencia. Su enjuto y pálido rostro demacrado
por sus ojeras, parecía reblandecerse en la debilidad de su tristeza. Su espíritu
se rendía al temor de reflejarse en aquel espejo y asustado se cegaba tratando
de penetrar en aquella inerte y cristalizada conciencia. Aquel espejo en que se
miraba parecía reflejar la noche como niebla de su alma. Parecía expresarle su
mirada más sincera, su sentimiento más profundo, incluso, su pensamiento más
secreto. Y veía, ahondando en su opaca oscuridad, la claridad del misterio.
Su latido se aceleró
con estremecida fuerza y su pulso temblaba agitado como su cuerpo, mientras se
contemplaba en ese ideal que nublaba su mente. Hasta que se abandonó a mirarlo
con devota admiración. Casi sentía acariciar la intensidad de su propia mirada
sobre la superficie del cristal. Casi, la afilada oscuridad, le cortaba las
yemas de los dedos cuando rozaba aquel frío espejo. Entonces sintió desmayarse
su íntima esencia. Y no evitó aterrarse ante el escalofrío que le recorrió el
cuerpo. Sin embargo aquel escalofrío, sentía, le había devuelto el contacto con
la realidad. El espejo se encendió en la imagen de su cuarto igual que se había
encendido su habitación a su alrededor, una vez tomado conciencia de ello. Sin
embargo él temblaba, esta vez, como un impulso del reflejo de aquel espejo
mezclado con su miedo. Igual que la invisible sombra de un pensamiento. Seguramente
un eco, una ficción… o un espejo. Esas eran las extrañas sensaciones, las
complicadas certezas que intuía, su real presentimiento. Decidió olvidarse de
aquel espejo. Debía olvidarse, olvidarse por completo…
No obstante se atrevió
a mirar una vez más, solo un instante, un fugaz segundo de inquieta curiosidad.
Por suerte todo resultó ser normal. Y sin embargo ahí permanecía él, allí,
justo en frente, contemplándose a sí mismo, mirando lo normal de ese espejo.
Extrañado, porque en su interior nada permanecía real, tan solo existía, claro
y evidente, un vacío presentimiento.
Apartó la mirada del
espejo, la dirigió a la ventana de su cuarto y lo normal volvió a adueñarse del
terror de su ánimo. A fuera la noche cubría un cielo nublado y la oscuridad se
fundía con los árboles, edificios y la sombra de sus calles. Sintió retornar en
su mente el silencio de su presentimiento, el mismo vacío, la misma nada, la
única huella que proyecta la ausencia. Pero supo apartar de sí tan raros
sentimientos. Se sentó en su silla parado a contemplar absorto el esquema que
dibujaba en su cabeza sus pensamientos. Hasta que supo recobrar el
entendimiento. Razonar. Comprender que era imposible. Pues aunque era capaz de
apreciar el negro paisaje de la noche, no veía, era incapaz de ver el reflejo
que debía proyectar la débil luz, que
iluminaba su habitación, sobre el cristal de la ventana. Y le abatió de nuevo el
extraño presentimiento. Su figura petrificada. Esculpiendo, en el vacío de la
noche, el miedo de lo incierto. Se repuso de aquella impresión y con costoso
esfuerzo fijó su atención en lo opaco de las paredes, en lo sólido de su suelo,
en la débil carne de su cuerpo… La débil carne de su cuerpo. Palpó su rostro
mirándose en el espejo, su huesuda cara. Su delgada piel pegada a sus huesos
como su tristeza a su alma. Sus ojeras abatidas por el sueño y su cabeza
agotada de cansancio. Palpó su rostro… mirándose en el abismo del espejo.
Entonces fue cuando creyó entenderlo. Creyó entenderlo porque el espejo le
atraía, el espejo le mantenía vivo, despierto. Si no apreciaba ningún reflejo
en la ventana sería porque él existía aprisionado dentro del espejo. Era como
si su oscuridad realmente simbolizara la unión de su ser cayendo en el vacío de
su propio abismo. De su propio reflejo. Un abismo tan real como su aullido de
tristeza en el aletargado silencio. Y así fue como terminó. Alzó la mano, la
acercó lento pero despierto hacia el espejo. Acariciando suavemente su
superficie. Cortándose, con la oscuridad de aquel abismo, la yema de sus dedos. Hasta
que de nuevo un escalofrío le petrificó a ser la misma muerte que el espejo.
El insomnio de la tristeza es un abismo más
profundo que los sueños de la noche.
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